Rumba

José Baroja

Arte: IA Microsoft Bing


“Sin música la vida sería un error”
Friedrich Nietzsche


Si por primera vez alguien pasara por ahí, aguzara sus sentidos y en un acto poco común se detuviera a observar qué sucedía en esa esquina de Álvaro Obregón, probablemente hubiera descubierto a don Esteban Trujillo conversando animosamente como quien tiene algo interesante que revelar. Probablemente, tras unos pocos minutos de acuciosa observación, esa misma persona concluiría que don Esteban Trujillo llevaba años sin pronunciar palabra alguna y que, por eso, en ese instante, estallaba en un desfile de lenguas entre las que se contaba el español. No obstante, si el mismo transeúnte pasara por tercera o cuarta vez, en el mismo horario, de seguro hubiera descubierto lo equivocado que estaba con respecto a esa primera impresión.

Sin duda, a don Esteban Trujillo, ilustre ciudadano de la Roma, era más que habitual encontrarlo en alguna de las muchas esquinas de la Avenida Álvaro Obregón charlando con quien se hubiera atrevido a mirarlo a los ojos o a decirle simplemente “hola”. Todos los que vivían en la Roma lo sabían. Todos los que vivían allí se habían preocupado, boca en boca, de convertirlo en una verdadera leyenda que, llegado a cierto punto, bien hubiera merecido alguna estatua en plena avenida, de preferencia junto a la de Cantinflas, para que así pudiera siempre cuidar de los suyos, tal cual lo hacía el célebre actor anclado allí, frente al consultorio. Por ello, no es de extrañar que muchos años después, los mismos habitantes de tan insigne sector de Ciudad de México echarían de menos verlo, cuando, sin previo aviso, decidió sonreír por última vez. Eso mismo, sonreír por última vez.

Eran las ocho con cuarenta y cinco minutos de una mañana de martes. Aunque hubiera dado lo mismo de ser lunes, miércoles o sábado, puesto que Esteban, como siempre, incasable, acompañado de un movimiento de manos que bien asemejaba el de dos aspas a punto de despegar, ya narraba. Narraba desde hace unos treinta minutos sus interpretaciones personales sobre Cuauhtémoc, acerca de la estrategia de Hernán Cortés para conquistar Tenochtitlán, de soldados enamorados del nuevo continente y de alguna india del Paraíso de la que él, supuestamente, descendía. Luego sumaba al relato embarcaciones en llamas, no sé cuántos caballos y emociones —cuentos todos, al fin y al cabo, que de algo le sonaban a un tal Javier Pérez, quien, desde la noche anterior, se hospedaba en el Hotel Milán. Javier, de nacionalidad chilena y profesión contador, sin siquiera anticiparlo, ese martes en la mañana, después de encontrar dónde desayunar, se había convertido en el único oyente de un anciano que, según su opinión, debía tener a lo menos quinientos años.

—¿Fue en algún libro de la escuela donde leyó sobre Hernán Cortés? —pensó, no muy vivo para esas cosas poco prácticas que involucran las Humanidades, ya convencido, a su edad, sobre la inutilidad de cuestiones tales como la Literatura, el Arte o la misma Historia. Después de todo, quién pierde el tiempo en esas cosas cuando existe la necesidad cierta de hacer dinero. Y, aun así, ahí estaba, atrapado por el relato de ese inesperado orador, insistiendo en el recuerdo de materias a priori sin importancia para él. Como fuera, lo cierto es que a la par del discurso del viejito, su cabeza se llenaba de múltiples retazos que no le permitían seguir con demasiado acierto el monólogo que allí se había impuesto hace unos diez minutos (pero que, por contradictorio que pudiera parecer, a él le fascinaba). La verdad es que Javier sólo se había detenido a beber un café de Chiapas, en un lugar que la coqueta recepcionista del hotel le había recomendado, a partir de un folleto «pensado para turistas». Para nada esperaba verse envuelto en una inusual conferencia de un solo hombre, de un solo experto, de alguien que, aunque la apariencia dijera lo contrario, no resultaba para nada ser una persona común y corriente. Javier aún sospechaba de esos quinientos años.

Entre tanto Quetzalcóatl, Huitzilopochtli, Tletonatilue, y aunque a ratos su concentración pareciera sucumbir frente a su ignorancia sobre los temas que allí se trataban, Javier presentía que detrás de todas las palabras de don Esteban Trujillo había una historia fascinante y verdadera que lo incitaba a seguir escuchando. Sobre todo más real que las que contaban sus grises profesores de escuela, quienes habían enfundado la «Historia del Continente» a la imagen y semejanza del gobierno de turno. Bueno, seamos sinceros, los profesores no han cambiado mucho: hoy siguen siendo transmisores y formadores de la «buena ciudadanía», aun cuando no tengamos muy claro qué mierda significa eso. El discurso de don Esteban era sencillamente mágico.

Javier intentó enhebrar algún comentario inteligente en más de una ocasión, pero sólo atinó a alguna interjección suelta, algún «mmhh», «oh» y «ah», puesto que don Esteban no se detenía siquiera para respirar (o eso parecía). El viejito de la Roma narraba y narraba sobre aquello que no dicen los libros y que según él era más cierto que cualquier cosa que se pudiera aprender en la universidad. Hablaba sobre los aztecas o los mexicas y hasta algo de los «pipitecas» se le escapó entre sus muchas palabras, término que el chileno creyó haber escuchado en alguna película antigua, pero que rápidamente descartó, más que por certeza, para no perder demasiado el hilo entre las conjunciones y preposiciones que utilizaba don Esteban a la velocidad del rayo. Un sorbo rápido a su café, dos sorbos para entrar en calor, pero todo sin apartar la mirada, pues el viejito estaba muy pendiente de si su interlocutor lo observaba o no directamente a los ojos, como un catedrático buscando la aprobación de su auditorio.

En la infancia, su madre, doña Leonor Gaytán, le había enseñado que sólo la gente de valor es capaz de mirarte a los ojos mientras hablas. Javier aprobaba en ese sentido. Don Esteban Trujillo había sido árbitro de fútbol en su juventud. Incluso había dirigido más de un clásico entre el Chivas y el América. Secretamente le había ido siempre al Guadalajara, pero mientras oficiara de juez, nunca se le vio un cobro que beneficiara inmoralmente al equipo de sus amores. De todas formas, no creo que su afán por contar historias surgiera de ese oficio, pero sí su natural forma de imponerse en una situación cualquiera. Javier ni siquiera se había enterado de cómo, de un momento a otro, en una mañana que se proyectaba de lo más ordinaria, había terminado conversando o simplemente escuchando a un personaje al que sólo le faltaba un sombrero de copa y un terrón de azúcar para recordarle a una ficción que leyera en algún cuento olvidado. Como dije, mágico.

Pienso a modo de hipótesis que el afán de contar historias del viejito de la Roma nació del mismo lugar desde donde suele brotar el afán de la mayoría los escritores por hacerlo, pero que, en vez de tomar como bandera la escritura, en su caso, su talento se había inclinado hacia la oralidad. Esto daría por resultado, creo yo, un artista nato que, sobre la base de los infaltables prejuicios, nadie hubiera podido anticipar. Y, sin embargo, allí estaba, con su discurso, adueñándose de la Roma. Don Esteban Trujillo era un anciano de ochenta y cuatro años, incansable para contar historias, un artista enjuto, con una piel sequísima, probablemente por el mismo sol de Ciudad de México; personaje al que quizás el mismísimo Cervantes hubiera llamado el Don Quijote mexicano. Sus historias, indudablemente, lo mantenían más vivaz que a cualquier joven posmoderno pegado a su celular.

Don Esteban, el otrora deportista, parecía saberlo todo, aun cuando desde hace muchos años, arrastraba una pierna que limitaba enormemente sus posibilidades de aventurarse lejos de ahí, de salir al camino, si lo pensamos en términos quijotescos. Literalmente la arrastraba por el vecindario debido a un serio problema en los huesos que le descubrieran hace ya medio siglo (irónicamente, tras una breve visita al doctor a causa de un resfrío). Como bien sabemos, la salud pública no suele ser demasiado eficiente en nuestros países, cuestión que ciertamente había contribuido en el progresivo deterioro de su pierna izquierda hasta verse obligado a usar un bastón, a renguear como quien ha recibido un balazo y, al final de todo, a no salir de Álvaro Obregón prácticamente para nada. ¿Se dejó morir? Por supuesto que no. ¿Por qué te cuento esto? Porque la circunstancia indudablemente modificó su vida. Lo hizo adaptarse. En vez de chillar, cambió sus viajes por los libros y el dolor lo mutó en un incesante deseo de vida, de trascendencia, canalizado a través de sus propios relatos, como si en estos invitara al Mundo a correr, a saltar y sobre todo a aventurarse más allá de sus cuatro paredes de confort. Algunos niños se atrevían a decirle providencialmente «El cojo de la Roma», sin saber ni tantito del famoso «Manco de Lepanto».

Don Esteban había cumplido ochenta y cuatro años hace muy poco. Su único placer en la actualidad era visitar los distintos cafés de la Roma, donde, según él, servían los mejores frijoles de toda la Ciudad de México. No obstante, nosotros ya sabemos que, al final de cuentas, estos refugios en Álvaro Obregón se convertían en verdaderos y eternos escenarios para su arte, donde cautivaba a quien estuviera dispuesto a escuchar. Una vez conseguido el objetivo, la cháchara era inconfundible hasta el punto de que cada persona que con él se atrevía a compartir quedaba irremediablemente insuflada de nueva vida. Ese día había sido Javier Pérez, chileno conservador, contador, de un poco menos de la mitad de la edad de don Esteban, separado, de visita en México por trabajo. Por trabajo. Viejito fantástico, hemos de recalcar, aun cuando tenía sus detractores… Una específicamente.

A la señora Dolores no le gustaba mucho que don Ernesto saliera temprano a buscar a quien lo escuchara y mucho menos que contara a esos desconocidos cosas que, para ella, eran privadas. Mujer culta, se las había arreglado para mantenerse independiente durante tiempos en que no era bien visto que una mujer trabajara. Conocida en toda la cuadra cercana a Insurgentes, se solía presentar como la hermana menor de nuestro veterano cuentacuentos. La verdad es que no era su hermano. Hace mucho tiempo lo conoció en una pista de baile. Ahora ella tenía una hernia y él, bueno, él su pierna maltrecha. La señora Dolores no gustaba de las historias de Esteban, porque ella las había vivido con él, aunque en apariencia no trataran acerca de él. He ahí el juego del escritor: todo trata sobre nosotros. Ese mismo día, pero más tarde, la señora Dolores se enteraría de boca del mismo Esteban que algo le había enseñado a un chileno que pasaba por ahí.

Javier ya entendía poco: la cantidad de relatos que había escuchado en casi una hora de charla se confundían en un entramado digno de cualquier película de David Lynch. Javier se acercaba al pozo de la confusión frente a un maestro mexicano que parecía estar en la apoteosis de su discurso, cuando, repentinamente, desde el fondo del café, comenzó a sonar una bonita y ágil música que cambiaría de una sola vez el rumbo de este cuento. ¿Qué es una buena historia sin una buena música que la acompañe?

La verdad es que Javier no reconoció la melodía que allí sonaba; pero don Esteban Trujillo sí. Sí, porque de golpe detuvo su narración y repentinamente sus manos comenzaron a moverse sobre la mesa, cuya superficie pareció convertirse en un bongó. Don Esteban, sin más aviso que la música de entrada, cambió el tema de la cátedra como quien cambia de cuadro en el teatro, al mismo tiempo que sus manos parecían cobrar vida propia moviéndose con una soltura para la percusión que a cualquier músico experto lo hubiera sorprendido. Javier ya con pocas palabras, enmudeció. Parecía un niño.

—¿Has escuchado jazz latino? —preguntó don Esteban sin perder el sentido del ritmo que ahora invadía al mismo Javier, quien había comenzado a mover su pie como si efectivamente quisiera seguir el compás.

—Sí, claro, a mí me gusta la música latina —mintió o quizás no supo bien qué responder, puesto que solo conocía alguna que otra canción de Soda Stereo y de Violeta Parra, pero de jazz nada.

—¿Notas el silencio en cada compás? —a Esteban no pareció importarle si Javier sabía o no. La música sonaba y sonaba y él, él se movía como si fuera parte de la corriente eléctrica del lugar.

—Esto es el bongó, así se toca, esos instrumentos pequeñitos, esa es música cubana… La verdadera música cubana, desde los setenta ya no se escucha en México, la gente ni siquiera sabe bailarla bien, la confunde con el twist. Los jóvenes no saben cómo se une un paso tras el otro. Mira, mira, se puede adornar… —Tras decir esas palabras, golpeaba la mesa haciendo algunos juegos de manos que a Javier le parecieron bellísimos, e incluso pensó en grabarlos, cuestión que olvidó sometido por el ritmo de la música.

—Escucha ahora, esa es la rumba —Javier sabría minutos después que don Esteban Trujillo había sido músico, uno muy bueno y preparado, además de árbitro. Sabría qué es la rumba. Se enteraría que él tocaba junto a una banda cada vez que se podía. Hoy no tan seguido, por su pierna, pero en su mente siempre estaba tocando música, pues siempre la estaba escuchando. Libros y música eran sus pasiones.

—Ritmo sincopado, mezcla de jazz latino. Tiempo de silencio en cada compás. Mira, en flauta es así, yo aprendí de un maestro cómo contener la respiración. Gran maestro. Una lástima que haya muerto. Murió de viejo. Está en el padrón de artistas de la Roma.

Ahora todo parecía surrealista para Javier, quien nunca había tomado muy en serio sus clases de música durante la preparatoria. Menos en su vida adulta, cegado por el «hacer dinero», por aquello llamado «éxito». No obstante, en ese momento, sintió que su Educación había sido un error. —¿Realmente esto no es importante? —se preguntó. “Todo viene de Bach” fue lo último que escuchó antes de que don Esteban Trujillo moviera su silla y se pusiera de pie, porque, simplemente, ya no aguantaba las ganas de bailar. Por supuesto que enseñarle a Javier sus movimientos sólo era una excusa, puesto que este ni siquiera atinaba a reaccionar. El viejo quedó en el olvido: la lógica dificultad para moverse de un anciano de ochenta y cuatro años, bastante enfermo de los huesos, desapareció. El escenario fue suyo. Luces, por favor.

Don Esteban, por unos pocos minutos, renació como un adolescente al son de la rumba. Nadie más en la Roma lo notó, probablemente acostumbrados a su presencia, pero sí Javier, un chileno de visita, quien también olvidó por un instante la sufrida pierna de Esteban que, sin duda, estaba soportando todo el peso de un osado sentimiento cobrando fuerza dentro de este plano de la realidad. Lo olvidó, mientras miraba asombrado cómo este ancianito de ochenta y cuatro años, que supuestamente apenas arrastraba su pierna, ahora semiflexionaba las rodillas, al mismo tiempo en que intercambiaba, de manera sumamente rítmica, entre la pierna izquierda y la derecha sin perder la noción de la música que sonaba en el fondo del café, sin extraviar el cuadrado imaginario dentro del que ahora se movía. Su cadera se quebraba armoniosamente, sus brazos se movían y su pelvis parecía la de un joven que en algunas horas más haría el amor con la mujer de su vida, doña Dolores. Un espectáculo sin duda; un espectáculo que nadie más observaba o que a nadie más le importaba.

—Así se bailaba esto en los setenta. Los jóvenes de hoy se creen acróbatas. Esto es así.

El Mundo realmente desapareció. Las luces en la Roma sólo apuntaron hacia él, como si estuviera dentro de alguno de esos musicales de los años cuarenta, protagonizado por algún Gene Kelly latino. Javier estaba a punto de ponerse de pie e imitar los movimientos de su ahora maestro. Ya sentía su cuerpo incitándolo a moverse como nunca se había atrevido; ni siquiera mientras estuvo casado. Hasta que la otra realidad, la de acá, la maldita realidad, digamos, hizo que don Esteban Trujillo trastabillara y que el telón rápido descendiera.

Afortunadamente no cayó. Afortunadamente seguía sonriendo. Afortunadamente alcanzó a afirmarse en la silla que estaba muy cerca de él. Javier se hallaba sin palabras. No había alcanzado a ponerse de pie y, aun así, por un instante, pareció comprender que el sentido de la vida era precisamente ese, sentirla, ¡bailarla! Pero no dijo nada. No se atrevió a enunciar comentario alguno. Pensó que quizás las palabras sobraban, que los conceptos estaban de más y que lo único que le daba sabor a existir era precisamente ese sentir intenso que percibió escapando desde don Esteban Trujillo hacia él. Incluso olvidó sacar su celular, después de ese primer impulso de grabarlo todo. Horas después lo olvidaría.

Nadie más supo sobre Esteban y Javier en esa esquina de Álvaro Obregón durante ese día; excepto doña Dolores que, a diferencia de otras veces, no amonestaría a don Esteban Trujillo. No, esta vez, tras besarlo, prefirió imaginarlos nuevamente en ese baile donde se conocieron.

—Vieras cómo se movía Dolores —comentaría Esteban a Javier, antes de volver a sentarse, ahora sí con la lentitud de un viejo de ochenta y cuatro años. —Por eso me enamoré de ella—, se le escapó en un comentario que de seguro ella habría reprobado, pues para todos debían seguir siendo hermanos. Finalmente, una sonrisa, un ademán y, lentamente, Esteban se alejaría del improvisado escenario. Javier lo haría una media hora después. Su vuelo hacia Monterrey salía esa misma noche.

Ya en su vejez, con setenta y cinco años, tras ser internado de gravedad por un severo ataque al corazón, Javier Pérez recordaría que solo una vez en toda su existencia había creído entender qué era la vida. Una sola vez, gracias a un anciano, quien generosamente le había regalado parte de su pasión allá en Ciudad de México, a seis mil kilómetros del costoso hospital donde ahora esperaba su inevitable fallecimiento. Don Esteban Trujillo había muerto hace ya mucho; había muerto con una sonrisa en su cara, conforme por todo lo vivido. Javier, lo había olvidado, para sólo recordarlo recién ahora, en su propio lecho de agonía. Javier Pérez habría de sonreír con el recuerdo de aquella rumba. Sí, una breve sonrisa, pues a continuación aparecería una horrible mueca al descubrir que él nunca había aprendido a bailar.

José Baroja (Chile, 1983). Escritor. Entre sus últimas obras destacan: El curioso caso de la sombra que murió como un recuerdo (Barcelona, 2018), Cuentos Reunidos-Antología Breve (Mendoza, 2019), El lado oscuro de la sombra y otros ladridos (Lima, 2020), No fue un catorce de febrero y otros cuentos (Barcelona, 2021) y Sueño en Guadalajara y otros cuentos (Barcelona, 2023). Hoy reside en Guadalajara, México.

Los comentarios están cerrados.