El naufragio del individuo

Krishna AvendaƱo

1. Idealismo reaccionario

ā€œEl avance del individualismo mercenario lo empuja a uno al rincón del idealismo reaccionarioā€, escribe un tal SeƱor C., alter ego del sudafricano J.M. Coetzee. Diario de un mal aƱo(Mondadori, 2007), libro al que pertenece la cita, ha sido escrito en la etapa crepuscular de un autor que, habiendo explorado y perfeccionado el tejido convencional de la ficción, encuentra en la deconstrucción el Ćŗltimo asidero: puesto que ni las anĆ©cdotas bastan y dado que el lenguaje es insuficiente, el libro contemporĆ”neo ha de abandonar las clasificaciones convencionales en pos de nuevas expresiones que permitan araƱar aquella esquiva certeza que siempre han buscado los artistas. El resultado es un hĆ­brido metaliterario entre el ensayo, la novela y la autoparodia.

La intención de Coetzee no es tanto evocar las glorias de antaƱo como articular una crĆ­tica a la doctrina liberal de los paĆ­ses anglosajones. En los primeros pĆ”rrafos expone de manera precisa el espĆ­ritu de dicha filosofĆ­a: los individuos, y no el Estado, deben velar por sĆ­ mismos, competir los unos con los otros, preferiblemente en una sociedad sin barreras. Nociones que, a juicio del autor, son simplistas en la medida en que, dado el espĆ­ritu universal y homogeneizador que rezuma el liberalismo —puesto que da por hecho que sus premisas son vĆ”lidas en todo momento de la historia, en cada rincón del planeta—, pasan por alto las particularidades de la cultura, la raza y la historia. Al liberalismo no le interesa el pasado traumĆ”tico de una sociedad porque supone que, una vez que la bota del Estado deje de oprimir las espaldas de los individuos, estos podrĆ”n realizarse, superar por voluntad y esfuerzo propios cualquier problemĆ”tica nacida, en primer lugar, por las regulaciones del gobierno:

Para los liberales, una Australia no racista es una tierra en la que no hay barreras que impidan a una persona de ascendencia racial aborigen convertirse en miembro de pleno derecho (…). Lo Ćŗnico que se necesita para alcanzar la plena condición australiana es energĆ­a, trabajo duro y la creencia en uno mismo (individuo).

En sus componentes esenciales, la observación del seƱor C. es vĆ”lida para toda sociedad estratificada con independencia de su contexto, siempre y cuando se acepte aquello de lo que, con tanto afĆ”n, reniegan las filosofĆ­as idealistas —y no sólo el liberalismo—: que la vida, mirada sin apasionamientos, es una competencia de estrategias evolutivas encaminadas a la preservación y continuación de los genes, y que en esta lucha (la tragedia de la existencia) existe una tendencia inequĆ­voca a generar jerarquĆ­as. Antes de que llegaran los blancos, las poblaciones originarias del Kalahari habĆ­an sido atormentadas, desplazadas y masacradas por los bantĆŗes del norte. Mientras que el hombre premoderno creĆ­a que bautizando a los Ā«salvajesĀ», con la condición de que estos se sometieran a la voluntad de Dios (y por extensión a la del pueblo que trajo consigo la Ā«fe verdaderaĀ»), se erradicarĆ­a el pecado en la Tierra, el hombre moderno, por la gracia del paradigma ilustrado, cree que, por medio de la razón y la igualdad ante las leyes humanas, todos los individuos serĆ”n capaces de abandonar sus atavismos y realizarse como ciudadanos. Si no son los aborĆ­genes australianos, serĆ”n los de color, ya sea de Ɓfrica o de Estados Unidos, o bien los indios en las sociedades hispanas. El discurso moderno, tanto el progresista como el liberal, tiene entre sus caracterĆ­sticas principales un regusto insoportable de condescendencia.

La mala noticia que constantemente tienen que oír los liberales, y en realidad también los progresistas, los demócratas y todo aquel que se circunscribe a la retórica moderna según la cual cada individuo es una tabla rasa, es que en el reino que estÔ fuera de los libros, lo que se conoce como el mundo real, las acciones traicionan a los ideales y las filosofías. Sin importar la elegancia del argumento, nos guste o lo encontremos aberrante, no todos estÔn dispuestos a aceptarse como sujetos individuales, sin otro nexo que el propio espíritu. En realidad, pocos son capaces de aceptar una existencia que no esté basada, incluso si es de manera superficial o ambigua, en un principio mayor: la sangre, la tierra, la fe, el pueblo. Peor aún, mientras el idealista se pierde en visiones elegiacas donde impera la armonía, en el mundo real las pulsiones tribales se recrudecen. El ejemplo que ofrece el Señor C. no deja lugar a dudas:

Un optimismo ingenuo similar reinaba entre los blancos bienintencionados de SudÔfrica después de 1990, cuando se abolió la legislación sobre la restricción basada en la raza. Para aquellas personas, el final del apartheid significó que no habría mÔs barreras para que los individuos, al margen de su raza, realizaran su pleno potencial económico. De ahí su desconcierto cuando el Congreso Nacional Africano promulgó unas leyes que privilegiaban a los negros en el mercado laboral. Para los liberales no podía darse un paso mÔs retrógrado.

2. El individuo a la deriva

ĀæCuĆ”ntos estarĆ­an dispuestos a intercambiar una vida apacible, pero sin significado, por una existencia trĆ”gica en la que el mero acto de sobrevivir supone un despliegue de heroĆ­smo? Esta duda, que planteada en semejantes tĆ©rminos suena a trampa retórica —¿quiĆ©n en sus cabales no quisiera transitar por los dĆ­as con el mĆ­nimo de angustia y el mĆ”ximo de satisfacciones?—, ha sido la piedra de toque de la angustia de filósofos, poetas y narradores con independencia de su cultura y tiempo. El motivo es prevalente en la narrativa moderna. La literatura rusa del XIX explorarĆ­a al hombre superfluo, siendo Oblómov. de Goncharov, la cumbre de este tropo que describe a la persona quizĆ” sensible y sagaz, pero efectivamente anestesiada. En Oriente, Soseki se encargarĆ­a de dar voz a estos hombres en el Ćŗltimo tramo de su carrera, comenzando por la trilogĆ­a conformada por las novelas SanshiroY entonces y La puerta, hasta Kokoro, su obra cumbre.

A medida que el siglo XX se abrĆ­a paso, dejando una estela de prosperidad material, avance tecnológico como jamĆ”s se habĆ­a visto y nociones de autonomĆ­a personal hasta entonces inimaginables, en las novelas se recrudecĆ­a la indagación en la angustia vital, acaso como secuela inequĆ­voca de una inmanencia que se sentaba en el trono que, antes, habĆ­a ocupado la convicción premoderna de que la vida estaba subsumida a causas mĆ”s grandes —Dios, el destino del alma, la familia, la tierra—. La persona comĆŗn estuvo dispuesta a aceptar, aunque con reticencias, estos cambios: al cabo de unas generaciones se normalizaron patrones de comportamiento que dĆ©cadas atrĆ”s se tuvieron por revolucionarios. Para una porción de los intelectuales, deudores de una tradición de siglos, el progreso a marchas forzadas fue menos sencillo de asimilar. Pienso en Mishima, el reaccionario por antonomasia, pero tambiĆ©n en Takeshi Kaiko, escritor, corresponsal de guerra y socialista sin rumbo, en cuyas obras estĆ” siempre presente la sensación de que los nuevos tiempos han agotado al hombre. En realidad, si en algo el ser humano es consistente es en su tendencia a declarar la miseria de los tiempos que le ha tocado padecer. Pocos son los optimistas redomados que hacen apologĆ­a del hoy. (Para esos cerebros alegres escribe Steven Pinker). Los desdichados y los no tan deprimidos, pero que no dejan de tener reservas frente a la novedad, deberĆ”n remitirse a plumas mĆ”s sombrĆ­as, como las de Schopenhauer, Dostoievski, Soseki, Mishima, Kaiko o Coetzee.

La crƭtica ha caracterizado la prosa del Nobel sudafricano como Ɣrida. Es razonable: el Karoo no invita a despliegues de lirismo inflamado. El lenguaje de Coetzee es, en efecto, directo, descarnado, preciso como el bisturƭ; su narrativa renuncia a los hƩroes, a las vƭctimas y a los personajes enteramente virtuosos.

No es raro que su obra menos sutil sea aquella con la que debutó: Tierras de poniente; libro raro, inconexo, compuesto por dos historias apenas emparentadas por su temĆ”tica, la violencia.  El canon posmoderno ha querido catalogarla como novela. En rigor, es un volumen de dos cuentos largos. Nada mĆ”s. La primera parte es sobresaliente. El proyecto Vietnam narra el declive mental de un experto en guerra psicológica que trabaja para el gobierno norteamericano. No en vano la juventud de Coetzee estuvo signada por una notoria antipatĆ­a a los Estados Unidos, paĆ­s al que no obstante se mudó con la esperanza de obtener la ciudadanĆ­a. AllĆ­ vio cómo la maquinaria del Estado, herrumbrosa ya despuĆ©s de una campaƱa bĆ©lica que no veĆ­a fin, insistĆ­a en mandar al frente a sus ciudadanos, aun cuando las perspectivas eran sombrĆ­as. Como si la legitimidad del aparato estatal dependiera de sus hazaƱas militares, habĆ­a que inflamar el espĆ­ritu de la población, insistir en que el imperio no podĆ­a perder contra una milicia escondida en la selva. Fue en ese clima hostil y desesperado que Coetzee completó el libro con el que inaugurarĆ­a su carrera como escritor. 

En este punto se hace necesario un desvĆ­o. CometerĆ­a una injusticia si no mencionara dos libros de Takeshi Kaiko que nacieron como resultado de aquella guerra absurda. El mejor lleva por tĆ­tulo Una luminosa oscuridad y relata los Ćŗltimos meses que un novelista japonĆ©s pasa en el frente. El segundo, aunque independiente, funciona como una secuela. Tinieblas de un verano, estructurada por la mayor parte como un romance grotesco entre dos japoneses exiliados en Europa —un novelista que ha sido corresponsal de guerra y una cientĆ­fica—, es una exploración del hartazgo y la fatiga vital. Para Kaiko, y en esto parece concordar con Mishima, la consecuencia inevitable de todo hombre seducido por el individualismo radical es la deriva. El diagnóstico es devastador, ya que, si se sostiene, la conclusión lógica seƱalarĆ­a que el hombre, por sĆ­ solo, es una criatura carente de trascendencia a la que le restan dos Ćŗnicas opciones: abandonarse a sĆ­ mismo y perder el significado, o bien aferrarse a algo que lo exceda y ganar, como consuelo, la certeza de la gloria y la condena. La pareja en la novela de Kaiko come, tiene sexo, engorda, vuelve a tener sexo, viaja un poco, devora algo mĆ”s, se deja llevar por las corrientes de los dĆ­as hasta que, en el punto de inflexión de la historia, una nota periodĆ­stica referente a los Ćŗltimos desarrollos de la guerra de Vietnam hace resurgir en el novelista algo que Ć©l habĆ­a dado por extraviado: el impulso de salir de sĆ­ mismo, formar parte del mundo, verlo, comentarlo, sufrirlo. No es la trama lo que interesa, sino la reflexión que el protagonista hace a propósito de su apatĆ­a. Desde que se alejó del frente, el hombre, cuyo nombre nunca conocemos, habĆ­a hecho de su vida un peregrinaje sin destino:

Se me ocurrƭa que toda travesƭa era a fin de cuentas una manera de viajar por el interior de uno mismo usando un paƭs ajeno como catalizador; pero un viaje que no tenƭa otro destino que uno mismo, muy pronto, mƔs tarde o mƔs temprano, acaba llegando a una terrible vacuidad.

El segundo de los relatos que aparece en Tierras de poniente es una reinterpretación de El corazón de las tinieblas, de Conrad, en la que un supuesto antepasado de Coetzee realiza una expedición a la SudĆ”frica profunda que culmina en masacre. La moraleja: la civilización que los blancos inauguraron en ese desierto nació de un crimen, y como tal vivirĆ” por siempre en el encono. Escritura que cumple pero que se limita a mostrar una realidad pintada en blanco y negro. Esperando a los bĆ”rbaros, tercer libro de Coetzee, es una denuncia mĆ”s inteligente y matizada al imperialismo, asĆ­ como un comentario, tal vez subconsciente, acerca de la inevitabilidad de las tensiones cuando dos grupos antagónicos se ven forzados a convivir. A travĆ©s de una indagación de las periferias existenciales, Coetzee se ha consagrado como uno de los mĆ”s agudos pesimistas de la condición humana. (Visión que no equivale a asumir una actitud derrotista: sólo entendiendo la tragedia inherente a la vida es que uno puede emerger de la penumbra. El arte y la filosofĆ­a no sólo elevan al hombre, lo rescatan de su vileza y vulgaridad).

El idealismo reaccionario al que Coetzee hace mención estĆ” menos relacionado con la cultura y el destino moral de una civilización que con el oficio artĆ­stico. Reniega del liberalismo y en su lugar eleva a los creadores —mĆŗsicos, escritores, filósofos— por encima de los procesos de mercado. Si ellos compiten es sólo porque no tienen mĆ”s remedio que acatar las normas de su tiempo; el perfeccionamiento del oficio tiene sus raĆ­ces en la bĆŗsqueda de lo bello, lo noble, lo heroico y, como tal, se opone a un acto tan burdo como las transacciones mercantiles. Ciertamente, en tiempos modernos, donde lo horrendo se celebra tanto en las galerĆ­as de arte como en los libros, y en los edificios idĆ©nticos y grises que se van apilando los unos al lado de los otros a lo largo de avenidas congestionadas, la mera pretensión de rescatar la belleza de los miasmas de lo vil y homogĆ©neo es una actitud reaccionaria.

Los personajes de Kaiko y de Coetzee, para quienes la violencia es una sombra indirecta, lejana, casi una ensoƱación, revelan una paradoja: la paz y la seguridad aniquilan el espĆ­ritu humano. El experto en guerra psicológica de Coetzee vive en los Estados Unidos, trabaja en un despacho, no conoce el ruido de las balas, y a pesar de ello perderĆ” la razón hasta secuestrar a su hijo y apuƱalarlo. El novelista anónimo de Kaiko se desplaza entre capitales europeas, queda a la deriva, pierde sus motivaciones, engorda, se suicida lentamente. Cada uno, a su manera, extravĆ­a gradualmente el espĆ­ritu hasta que son reducidos a sacos de huesos y mĆŗsculos ya sin rastro de humanidad. En contraste, la guerra palpable exige firmeza a quienes la padecen. El novelista de Una luminosa oscuridad es un hombre, pese a todo, lleno de vitalidad, ansioso por registrar su entorno, empaparse en las turbulencias del paĆ­s que se juega su destino a punta de balas. El explorador de La narrativa de Jacobus Coetzee (el segundo relato de Tierras…) es un ser profundamente racional, hambriento de impactar al mundo que descubre.

La lectura se va haciendo evidente: a fin de no sucumbir al precipicio, el hombre no deberĆ” olvidar su dimensión trĆ”gica. Saber que algo lo supera, mĆ”s que arrojarlo a las tinieblas, otorga la posibilidad de buscar la grandeza. Resuenan las palabras que Dostoievski pusiera en boca de un agonizante StepĆ”n TrofĆ­movich: ā€œsi al hombre se le priva de lo infinitamente grande, se negarĆ” a seguir viviendo y morirĆ” desesperadoā€. La declaración es harto significativa y no habrĆ­a tenido el mismo peso si la hubiera hecho ShĆ”tov, Tijon o algĆŗn otro personaje moralista preocupado por los destinos espirituales de Rusia. En el contexto de Los demonios (la diatriba de Dostoievski contra el nihilismo y las novedades de Occidente), TrofĆ­movich representa un tipo de liberal pomposo, pero bienintencionado, que en Ćŗltima instancia fue derrotado por las luces de la novedad; no habĆ­a decretado la muerte de Dios y la patria por resentimiento como por una creencia mundana que respondĆ­a a su encandilamiento por el progreso. Es sólo cuando se sabe arrancado ya de un mundo material que perece bajo los actos de quienes Ć©l mismo crió —cuando los lobeznos se vuelven sobre su amo para devorarlo—, que StepĆ”n TrofĆ­movich reconoce su cualidad de ser humano fallido, diminuto, impotente.

Resta elucidar una cuestión: el hombre solipsista, ¿qué posee?; ¿su tiempo, el pequeño mundo a su alcance, tiene cuenta regresiva?

3. La búsqueda de un propósito

En una entrevista para la NHK, en 1966, Mishima se remontaba a la Ć©poca en que vivió con mayor intensidad: la Segunda Guerra Mundial. Entonces era un muchacho enclenque a quien el Estado lo habĆ­a eximido de sus deberes patrióticos por no tener un cuerpo a la altura de las necesidades bĆ©licas del Imperio. Mientras otros, los desafortunados, los convencidos y aquellos a quienes el gobierno les habĆ­a lavado el cerebro, eran enviados al frente, Mishima siguió con sus estudios en la Universidad de Tokio. EscribĆ­a por las noches y aƱoraba la muerte. ĀæPor quĆ© no fue para el autor de El Pabellón de Oro la seguridad una fuente de alegrĆ­a? La respuesta la da Mizoguchi, el novicio tartamudo y atormentado que protagoniza la obra que habrĆ­a de consagrar a Mishima como la voz de los reaccionarios japoneses de la posguerra. En 1950 el Kinkaku-ji, tambiĆ©n conocido como el Templo del Pabellón de Oro —tesoro nacional del Japón—, ardió en llamas. Los motivos del incendiario son un misterio hasta la fecha. La realidad, por incompleta, mĆ”s que una invitación, es una exigencia a la escritura de ficciones. Mishima acudió al llamado.

Al novicio Mizoguchi lo derrota, desde las primeras pĆ”ginas, una belleza que ni siquiera ha visto y que tan sólo es capaz de imaginar: su padre le ha dicho que nada en el mundo es mĆ”s hermoso que el Pabellón de Oro. Hacia el final de la guerra, cuando la derrota se cierne sobre el Imperio, Mizoguchi experimenta una excitación como nunca antes. Los Aliados en cualquier momento podrĆ­an soltar sus bombas sobre Kioto y dar por terminados, en segundos, los sĆ­mbolos de una nación entera. Como sabe el lector, esto no sucede. Una extraƱa consigna estĆ©tica en hombres que normalmente se rigen por todo, menos por lo sublime —militares y polĆ­ticos—, fue la causante de que Kioto, la vieja capital, quedara en pie y que otras ciudades sucumbieran a la energĆ­a nuclear. Esto le resulta insoportable a Mizoguchi, como insoportable fue para Mishima nunca haber sido llamado a las filas a consecuencia del cuerpo debilucho con el que nació. TambiĆ©n serĆ” el episodio a partir del cual en ambos, personaje y autor, empiezan a fermentar las ansias de destruir la belleza. Vivir no por la vida sino por la muerte. Hallar un sentido mayor al hecho de respirar por un par de dĆ©cadas, reproducirse, disfrutar el tiempo que les fue otorgado;a reconocer que limitarse a uno mismo constituye una aberración.

Veinte aƱos despuĆ©s, siendo ya una personalidad consagrada del medio intelectual, Mishima declaraba frente a las cĆ”maras su repudio por el hecho de que la gente solo viva para sĆ­ misma. RemontĆ”ndose una vez mĆ”s a una juventud que coincidió con el fin de la guerra, decĆ­a que Ć©l y sus amigos solo podĆ­an pensar en cómo y cuĆ”ndo morirĆ­an. Tiene sentido: todo cuanto conocĆ­an era la devastación, la incertidumbre y el peligro; el dĆ­a siguiente, antes que una garantĆ­a, era una esperanza. De acuerdo a Mishima la tragedia moderna estriba en que ā€œla de los jóvenes de ahora no es ya una existencia tensa en la que la muerte es la premisa de la vidaā€. Pero, mĆ”s que el desprecio a la actitud propia de una generación afortunada, libre de las aflicciones de un mundo en guerra, preocupada Ćŗnicamente por la prosperidad y el gozo, la oposición fĆ©rrea al individualismo que traslucen las palabras de Mishima es de suyo una declaración estĆ©tica: ā€œPor ello es que en mi obra reconozco en toda fatiga vital, o el que uno pueda vivir sólo por y para sĆ­ mismo, una idea patentemente vulgarā€. 

Los parentescos entre Mishima y Kaiko se limitan a su profesión, y acaso al hecho de que, como novelistas, ambos fueron mĆ”s habilidosos con el adjetivo que con el flujo narrativo. Curiosamente, las filias del oficio son en ocasiones el Ćŗnico puente que se puede tender entre dos hombres cuyas filosofĆ­as se hallan en las antĆ­podas. Resulta cuando menos asombroso constatar que los novelistas que aparecen en Tinieblas de un verano y Una luminosa oscuridad terminan por confirmar las sospechas de Mishima: el que vive de lleno en la guerra, con el hĆ”lito de la muerte en la nuca, es el Ćŗnico de los personajes de Kaiko que tiene motivos para seguir adelante, mientras que el individuo que ha sucumbido a sĆ­ mismo extravĆ­a el rumbo en el teatro de la existencia. 

Al aƱo siguiente de realizar la entrevista, aparece El sol y el acero. Libro breve, denso, a caballo entre el ensayo, la meditación metafĆ­sica y la confesión (inclasificable). A falta de palabras precisas, Mishima lo llama Ā«crĆ­tica confidencialĀ». Su definición no es menos ambigua: Ā«gĆ©nero crepuscular entre la noche de la confesión y el dĆ­a de la crĆ­ticaĀ». Yo la entiendo como una biografĆ­a en que se traza de manera oblicua la gĆ©nesis y la madurez de la Ć©tica y la estĆ©tica de un autor en busca de su propia destrucción. A los efectos del tema que me ocupa, dejarĆ© los debates respecto a la filiación literaria del texto para concentrarme en uno de los asuntos que mĆ”s preocuparon a Mishima, a raĆ­z de que se diera cuenta de que ni las palabras, ni la pluma, ni siquiera la construcción del cuerpo bastan para alcanzar un sentido pleno. Me refiero al desvanecimiento del yo, la disolución de la individualidad.

Hacia el final de la primera parte, el autor se refiere, aunque no explĆ­citamente, a sus compaƱeros de lo que un aƱo despuĆ©s serĆ” el Tatenokai, la milicia privada que Mishima crearĆ” con el fin teórico de defender el espĆ­ritu del Japón de cara a la acometida de los tiempos modernos. Dice en los Ćŗltimos pĆ”rrafos: ā€œel grupo es un concepto de sufrimiento compartido e incomunicable que, en definitiva, rechaza la mediación de las palabras.ā€ Se refiere a la bĆŗsqueda activa del sentido heroico que la sociedad moderna les habĆ­a arrebatado a los hombres al momento en que se entronizó al individuo por encima de la causa noble. Por sĆ­ mismo, el ser humano no sólo es incapaz de padecer el sufrimiento compartido, sino que queda a la deriva de lo transitorio. ĀæY quĆ© es el hombre sin su dimensión trĆ”gica? Un saco de huesos, una criatura sin mĆ”s propósito que satisfacer sus apetitos: el novelista anónimo de Kaiko es un hombre cuya vida se reduce al sexo y al consumo de nutrientes. Por ello es que, de acuerdo a Mishima, ā€œmediante la participación en el sufrimiento, el cuerpo puede alcanzar esa altura de la existencia que el individuo solo no puede conquistarā€.

Mishima tambiĆ©n habla de su fascinación por el suplicio. En cierto momento se dio cuenta de que ā€œel dolor podĆ­a ser muy bien la sola expresión fĆ­sica de la concienciaā€. Y asĆ­, a medida que sus mĆŗsculos se hipertrofiaban y su fuerza aumentaba, se desarrollaba en igual medida la aceptación positiva del dolor y el sufrimiento de la carne. En la entrevista de 1966, que seguro hizo pensando en el libro inclasificable que publicarĆ­a al aƱo siguiente, explica que ā€œmorir por una causa noble es la mĆ”s esplĆ©ndida y heroica manera de morir, pero hoy no hay tal cosa como una causa noble.ā€ No necesita que el entrevistador le pregunte a quĆ© se debe este fenómeno. Mishima tiene la respuesta: ā€œlos gobiernos democrĆ”ticos no necesitan de una. Si uno no puede hallar un valor que lo trascienda, la vida, en un sentido espiritual, pierde su significadoā€.

¿A qué estÔ llamado, pues, el hombre, una vez que llega a la conclusión de que vivir para sí mismo es insuficiente? ¿A intervenir su tiempo, a reconocer su indefensión y verlo pasar, tendido en su cama cual Oblómov; a combatirlo desde la inmovilidad como el Daisuke de Soseki; a suspirar por el paraíso perdido como hacen los caminantes que se horrorizan por la homogeneidad en los edificios, persiguiendo la belleza y rescatÔndola del pozo de la historia? Al hundirse el tanto en el vientre y desgarrarse la pared gÔstrica, Mishima demostró su elección personal pero también ofreció una respuesta general: lo menos que puede hacer un humano es a participar, en una u otra forma, de la tragedia del mundo.

Krishna AvendaƱo. (Ciudad de MĆ©xico, 1989). Poeta y ensayista. Es autor del poemario Una ciudad transgĆ©nica (Ɖpica, 2009) y ha ganado en tres ocasiones el primer lugar en el Concurso Caminos de la Libertad para Jóvenes con los ensayos Libertadā„¢,El sĆ­ndrome de Kafka o el arte y el individuo y La dictadura del silencio y las narrativas del totalitarismo en la sociedad contemporĆ”nea.