Krishna Avendaño
1. Idealismo reaccionario
“El avance del individualismo mercenario lo empuja a uno al rincón del idealismo reaccionario”, escribe un tal Señor C., alter ego del sudafricano J.M. Coetzee. Diario de un mal año(Mondadori, 2007), libro al que pertenece la cita, ha sido escrito en la etapa crepuscular de un autor que, habiendo explorado y perfeccionado el tejido convencional de la ficción, encuentra en la deconstrucción el último asidero: puesto que ni las anécdotas bastan y dado que el lenguaje es insuficiente, el libro contemporáneo ha de abandonar las clasificaciones convencionales en pos de nuevas expresiones que permitan arañar aquella esquiva certeza que siempre han buscado los artistas. El resultado es un híbrido metaliterario entre el ensayo, la novela y la autoparodia.
La intención de Coetzee no es tanto evocar las glorias de antaño como articular una crítica a la doctrina liberal de los países anglosajones. En los primeros párrafos expone de manera precisa el espíritu de dicha filosofía: los individuos, y no el Estado, deben velar por sí mismos, competir los unos con los otros, preferiblemente en una sociedad sin barreras. Nociones que, a juicio del autor, son simplistas en la medida en que, dado el espíritu universal y homogeneizador que rezuma el liberalismo —puesto que da por hecho que sus premisas son válidas en todo momento de la historia, en cada rincón del planeta—, pasan por alto las particularidades de la cultura, la raza y la historia. Al liberalismo no le interesa el pasado traumático de una sociedad porque supone que, una vez que la bota del Estado deje de oprimir las espaldas de los individuos, estos podrán realizarse, superar por voluntad y esfuerzo propios cualquier problemática nacida, en primer lugar, por las regulaciones del gobierno:
Para los liberales, una Australia no racista es una tierra en la que no hay barreras que impidan a una persona de ascendencia racial aborigen convertirse en miembro de pleno derecho (…). Lo único que se necesita para alcanzar la plena condición australiana es energía, trabajo duro y la creencia en uno mismo (individuo).
En sus componentes esenciales, la observación del señor C. es válida para toda sociedad estratificada con independencia de su contexto, siempre y cuando se acepte aquello de lo que, con tanto afán, reniegan las filosofías idealistas —y no sólo el liberalismo—: que la vida, mirada sin apasionamientos, es una competencia de estrategias evolutivas encaminadas a la preservación y continuación de los genes, y que en esta lucha (la tragedia de la existencia) existe una tendencia inequívoca a generar jerarquías. Antes de que llegaran los blancos, las poblaciones originarias del Kalahari habían sido atormentadas, desplazadas y masacradas por los bantúes del norte. Mientras que el hombre premoderno creía que bautizando a los «salvajes», con la condición de que estos se sometieran a la voluntad de Dios (y por extensión a la del pueblo que trajo consigo la «fe verdadera»), se erradicaría el pecado en la Tierra, el hombre moderno, por la gracia del paradigma ilustrado, cree que, por medio de la razón y la igualdad ante las leyes humanas, todos los individuos serán capaces de abandonar sus atavismos y realizarse como ciudadanos. Si no son los aborígenes australianos, serán los de color, ya sea de África o de Estados Unidos, o bien los indios en las sociedades hispanas. El discurso moderno, tanto el progresista como el liberal, tiene entre sus características principales un regusto insoportable de condescendencia.
La mala noticia que constantemente tienen que oír los liberales, y en realidad también los progresistas, los demócratas y todo aquel que se circunscribe a la retórica moderna según la cual cada individuo es una tabla rasa, es que en el reino que está fuera de los libros, lo que se conoce como el mundo real, las acciones traicionan a los ideales y las filosofías. Sin importar la elegancia del argumento, nos guste o lo encontremos aberrante, no todos están dispuestos a aceptarse como sujetos individuales, sin otro nexo que el propio espíritu. En realidad, pocos son capaces de aceptar una existencia que no esté basada, incluso si es de manera superficial o ambigua, en un principio mayor: la sangre, la tierra, la fe, el pueblo. Peor aún, mientras el idealista se pierde en visiones elegiacas donde impera la armonía, en el mundo real las pulsiones tribales se recrudecen. El ejemplo que ofrece el Señor C. no deja lugar a dudas:
Un optimismo ingenuo similar reinaba entre los blancos bienintencionados de Sudáfrica después de 1990, cuando se abolió la legislación sobre la restricción basada en la raza. Para aquellas personas, el final del apartheid significó que no habría más barreras para que los individuos, al margen de su raza, realizaran su pleno potencial económico. De ahí su desconcierto cuando el Congreso Nacional Africano promulgó unas leyes que privilegiaban a los negros en el mercado laboral. Para los liberales no podía darse un paso más retrógrado.
2. El individuo a la deriva
¿Cuántos estarían dispuestos a intercambiar una vida apacible, pero sin significado, por una existencia trágica en la que el mero acto de sobrevivir supone un despliegue de heroísmo? Esta duda, que planteada en semejantes términos suena a trampa retórica —¿quién en sus cabales no quisiera transitar por los días con el mínimo de angustia y el máximo de satisfacciones?—, ha sido la piedra de toque de la angustia de filósofos, poetas y narradores con independencia de su cultura y tiempo. El motivo es prevalente en la narrativa moderna. La literatura rusa del XIX exploraría al hombre superfluo, siendo Oblómov. de Goncharov, la cumbre de este tropo que describe a la persona quizá sensible y sagaz, pero efectivamente anestesiada. En Oriente, Soseki se encargaría de dar voz a estos hombres en el último tramo de su carrera, comenzando por la trilogía conformada por las novelas Sanshiro, Y entonces y La puerta, hasta Kokoro, su obra cumbre.
A medida que el siglo XX se abría paso, dejando una estela de prosperidad material, avance tecnológico como jamás se había visto y nociones de autonomía personal hasta entonces inimaginables, en las novelas se recrudecía la indagación en la angustia vital, acaso como secuela inequívoca de una inmanencia que se sentaba en el trono que, antes, había ocupado la convicción premoderna de que la vida estaba subsumida a causas más grandes —Dios, el destino del alma, la familia, la tierra—. La persona común estuvo dispuesta a aceptar, aunque con reticencias, estos cambios: al cabo de unas generaciones se normalizaron patrones de comportamiento que décadas atrás se tuvieron por revolucionarios. Para una porción de los intelectuales, deudores de una tradición de siglos, el progreso a marchas forzadas fue menos sencillo de asimilar. Pienso en Mishima, el reaccionario por antonomasia, pero también en Takeshi Kaiko, escritor, corresponsal de guerra y socialista sin rumbo, en cuyas obras está siempre presente la sensación de que los nuevos tiempos han agotado al hombre. En realidad, si en algo el ser humano es consistente es en su tendencia a declarar la miseria de los tiempos que le ha tocado padecer. Pocos son los optimistas redomados que hacen apología del hoy. (Para esos cerebros alegres escribe Steven Pinker). Los desdichados y los no tan deprimidos, pero que no dejan de tener reservas frente a la novedad, deberán remitirse a plumas más sombrías, como las de Schopenhauer, Dostoievski, Soseki, Mishima, Kaiko o Coetzee.
La crítica ha caracterizado la prosa del Nobel sudafricano como árida. Es razonable: el Karoo no invita a despliegues de lirismo inflamado. El lenguaje de Coetzee es, en efecto, directo, descarnado, preciso como el bisturí; su narrativa renuncia a los héroes, a las víctimas y a los personajes enteramente virtuosos.
No es raro que su obra menos sutil sea aquella con la que debutó: Tierras de poniente; libro raro, inconexo, compuesto por dos historias apenas emparentadas por su temática, la violencia. El canon posmoderno ha querido catalogarla como novela. En rigor, es un volumen de dos cuentos largos. Nada más. La primera parte es sobresaliente. El proyecto Vietnam narra el declive mental de un experto en guerra psicológica que trabaja para el gobierno norteamericano. No en vano la juventud de Coetzee estuvo signada por una notoria antipatía a los Estados Unidos, país al que no obstante se mudó con la esperanza de obtener la ciudadanía. Allí vio cómo la maquinaria del Estado, herrumbrosa ya después de una campaña bélica que no veía fin, insistía en mandar al frente a sus ciudadanos, aun cuando las perspectivas eran sombrías. Como si la legitimidad del aparato estatal dependiera de sus hazañas militares, había que inflamar el espíritu de la población, insistir en que el imperio no podía perder contra una milicia escondida en la selva. Fue en ese clima hostil y desesperado que Coetzee completó el libro con el que inauguraría su carrera como escritor.
En este punto se hace necesario un desvío. Cometería una injusticia si no mencionara dos libros de Takeshi Kaiko que nacieron como resultado de aquella guerra absurda. El mejor lleva por título Una luminosa oscuridad y relata los últimos meses que un novelista japonés pasa en el frente. El segundo, aunque independiente, funciona como una secuela. Tinieblas de un verano, estructurada por la mayor parte como un romance grotesco entre dos japoneses exiliados en Europa —un novelista que ha sido corresponsal de guerra y una científica—, es una exploración del hartazgo y la fatiga vital. Para Kaiko, y en esto parece concordar con Mishima, la consecuencia inevitable de todo hombre seducido por el individualismo radical es la deriva. El diagnóstico es devastador, ya que, si se sostiene, la conclusión lógica señalaría que el hombre, por sí solo, es una criatura carente de trascendencia a la que le restan dos únicas opciones: abandonarse a sí mismo y perder el significado, o bien aferrarse a algo que lo exceda y ganar, como consuelo, la certeza de la gloria y la condena. La pareja en la novela de Kaiko come, tiene sexo, engorda, vuelve a tener sexo, viaja un poco, devora algo más, se deja llevar por las corrientes de los días hasta que, en el punto de inflexión de la historia, una nota periodística referente a los últimos desarrollos de la guerra de Vietnam hace resurgir en el novelista algo que él había dado por extraviado: el impulso de salir de sí mismo, formar parte del mundo, verlo, comentarlo, sufrirlo. No es la trama lo que interesa, sino la reflexión que el protagonista hace a propósito de su apatía. Desde que se alejó del frente, el hombre, cuyo nombre nunca conocemos, había hecho de su vida un peregrinaje sin destino:
Se me ocurría que toda travesía era a fin de cuentas una manera de viajar por el interior de uno mismo usando un país ajeno como catalizador; pero un viaje que no tenía otro destino que uno mismo, muy pronto, más tarde o más temprano, acaba llegando a una terrible vacuidad.
El segundo de los relatos que aparece en Tierras de poniente es una reinterpretación de El corazón de las tinieblas, de Conrad, en la que un supuesto antepasado de Coetzee realiza una expedición a la Sudáfrica profunda que culmina en masacre. La moraleja: la civilización que los blancos inauguraron en ese desierto nació de un crimen, y como tal vivirá por siempre en el encono. Escritura que cumple pero que se limita a mostrar una realidad pintada en blanco y negro. Esperando a los bárbaros, tercer libro de Coetzee, es una denuncia más inteligente y matizada al imperialismo, así como un comentario, tal vez subconsciente, acerca de la inevitabilidad de las tensiones cuando dos grupos antagónicos se ven forzados a convivir. A través de una indagación de las periferias existenciales, Coetzee se ha consagrado como uno de los más agudos pesimistas de la condición humana. (Visión que no equivale a asumir una actitud derrotista: sólo entendiendo la tragedia inherente a la vida es que uno puede emerger de la penumbra. El arte y la filosofía no sólo elevan al hombre, lo rescatan de su vileza y vulgaridad).
El idealismo reaccionario al que Coetzee hace mención está menos relacionado con la cultura y el destino moral de una civilización que con el oficio artístico. Reniega del liberalismo y en su lugar eleva a los creadores —músicos, escritores, filósofos— por encima de los procesos de mercado. Si ellos compiten es sólo porque no tienen más remedio que acatar las normas de su tiempo; el perfeccionamiento del oficio tiene sus raíces en la búsqueda de lo bello, lo noble, lo heroico y, como tal, se opone a un acto tan burdo como las transacciones mercantiles. Ciertamente, en tiempos modernos, donde lo horrendo se celebra tanto en las galerías de arte como en los libros, y en los edificios idénticos y grises que se van apilando los unos al lado de los otros a lo largo de avenidas congestionadas, la mera pretensión de rescatar la belleza de los miasmas de lo vil y homogéneo es una actitud reaccionaria.
Los personajes de Kaiko y de Coetzee, para quienes la violencia es una sombra indirecta, lejana, casi una ensoñación, revelan una paradoja: la paz y la seguridad aniquilan el espíritu humano. El experto en guerra psicológica de Coetzee vive en los Estados Unidos, trabaja en un despacho, no conoce el ruido de las balas, y a pesar de ello perderá la razón hasta secuestrar a su hijo y apuñalarlo. El novelista anónimo de Kaiko se desplaza entre capitales europeas, queda a la deriva, pierde sus motivaciones, engorda, se suicida lentamente. Cada uno, a su manera, extravía gradualmente el espíritu hasta que son reducidos a sacos de huesos y músculos ya sin rastro de humanidad. En contraste, la guerra palpable exige firmeza a quienes la padecen. El novelista de Una luminosa oscuridad es un hombre, pese a todo, lleno de vitalidad, ansioso por registrar su entorno, empaparse en las turbulencias del país que se juega su destino a punta de balas. El explorador de La narrativa de Jacobus Coetzee (el segundo relato de Tierras…) es un ser profundamente racional, hambriento de impactar al mundo que descubre.
La lectura se va haciendo evidente: a fin de no sucumbir al precipicio, el hombre no deberá olvidar su dimensión trágica. Saber que algo lo supera, más que arrojarlo a las tinieblas, otorga la posibilidad de buscar la grandeza. Resuenan las palabras que Dostoievski pusiera en boca de un agonizante Stepán Trofímovich: “si al hombre se le priva de lo infinitamente grande, se negará a seguir viviendo y morirá desesperado”. La declaración es harto significativa y no habría tenido el mismo peso si la hubiera hecho Shátov, Tijon o algún otro personaje moralista preocupado por los destinos espirituales de Rusia. En el contexto de Los demonios (la diatriba de Dostoievski contra el nihilismo y las novedades de Occidente), Trofímovich representa un tipo de liberal pomposo, pero bienintencionado, que en última instancia fue derrotado por las luces de la novedad; no había decretado la muerte de Dios y la patria por resentimiento como por una creencia mundana que respondía a su encandilamiento por el progreso. Es sólo cuando se sabe arrancado ya de un mundo material que perece bajo los actos de quienes él mismo crió —cuando los lobeznos se vuelven sobre su amo para devorarlo—, que Stepán Trofímovich reconoce su cualidad de ser humano fallido, diminuto, impotente.
Resta elucidar una cuestión: el hombre solipsista, ¿qué posee?; ¿su tiempo, el pequeño mundo a su alcance, tiene cuenta regresiva?
3. La búsqueda de un propósito
En una entrevista para la NHK, en 1966, Mishima se remontaba a la época en que vivió con mayor intensidad: la Segunda Guerra Mundial. Entonces era un muchacho enclenque a quien el Estado lo había eximido de sus deberes patrióticos por no tener un cuerpo a la altura de las necesidades bélicas del Imperio. Mientras otros, los desafortunados, los convencidos y aquellos a quienes el gobierno les había lavado el cerebro, eran enviados al frente, Mishima siguió con sus estudios en la Universidad de Tokio. Escribía por las noches y añoraba la muerte. ¿Por qué no fue para el autor de El Pabellón de Oro la seguridad una fuente de alegría? La respuesta la da Mizoguchi, el novicio tartamudo y atormentado que protagoniza la obra que habría de consagrar a Mishima como la voz de los reaccionarios japoneses de la posguerra. En 1950 el Kinkaku-ji, también conocido como el Templo del Pabellón de Oro —tesoro nacional del Japón—, ardió en llamas. Los motivos del incendiario son un misterio hasta la fecha. La realidad, por incompleta, más que una invitación, es una exigencia a la escritura de ficciones. Mishima acudió al llamado.
Al novicio Mizoguchi lo derrota, desde las primeras páginas, una belleza que ni siquiera ha visto y que tan sólo es capaz de imaginar: su padre le ha dicho que nada en el mundo es más hermoso que el Pabellón de Oro. Hacia el final de la guerra, cuando la derrota se cierne sobre el Imperio, Mizoguchi experimenta una excitación como nunca antes. Los Aliados en cualquier momento podrían soltar sus bombas sobre Kioto y dar por terminados, en segundos, los símbolos de una nación entera. Como sabe el lector, esto no sucede. Una extraña consigna estética en hombres que normalmente se rigen por todo, menos por lo sublime —militares y políticos—, fue la causante de que Kioto, la vieja capital, quedara en pie y que otras ciudades sucumbieran a la energía nuclear. Esto le resulta insoportable a Mizoguchi, como insoportable fue para Mishima nunca haber sido llamado a las filas a consecuencia del cuerpo debilucho con el que nació. También será el episodio a partir del cual en ambos, personaje y autor, empiezan a fermentar las ansias de destruir la belleza. Vivir no por la vida sino por la muerte. Hallar un sentido mayor al hecho de respirar por un par de décadas, reproducirse, disfrutar el tiempo que les fue otorgado;a reconocer que limitarse a uno mismo constituye una aberración.
Veinte años después, siendo ya una personalidad consagrada del medio intelectual, Mishima declaraba frente a las cámaras su repudio por el hecho de que la gente solo viva para sí misma. Remontándose una vez más a una juventud que coincidió con el fin de la guerra, decía que él y sus amigos solo podían pensar en cómo y cuándo morirían. Tiene sentido: todo cuanto conocían era la devastación, la incertidumbre y el peligro; el día siguiente, antes que una garantía, era una esperanza. De acuerdo a Mishima la tragedia moderna estriba en que “la de los jóvenes de ahora no es ya una existencia tensa en la que la muerte es la premisa de la vida”. Pero, más que el desprecio a la actitud propia de una generación afortunada, libre de las aflicciones de un mundo en guerra, preocupada únicamente por la prosperidad y el gozo, la oposición férrea al individualismo que traslucen las palabras de Mishima es de suyo una declaración estética: “Por ello es que en mi obra reconozco en toda fatiga vital, o el que uno pueda vivir sólo por y para sí mismo, una idea patentemente vulgar”.
Los parentescos entre Mishima y Kaiko se limitan a su profesión, y acaso al hecho de que, como novelistas, ambos fueron más habilidosos con el adjetivo que con el flujo narrativo. Curiosamente, las filias del oficio son en ocasiones el único puente que se puede tender entre dos hombres cuyas filosofías se hallan en las antípodas. Resulta cuando menos asombroso constatar que los novelistas que aparecen en Tinieblas de un verano y Una luminosa oscuridad terminan por confirmar las sospechas de Mishima: el que vive de lleno en la guerra, con el hálito de la muerte en la nuca, es el único de los personajes de Kaiko que tiene motivos para seguir adelante, mientras que el individuo que ha sucumbido a sí mismo extravía el rumbo en el teatro de la existencia.
Al año siguiente de realizar la entrevista, aparece El sol y el acero. Libro breve, denso, a caballo entre el ensayo, la meditación metafísica y la confesión (inclasificable). A falta de palabras precisas, Mishima lo llama «crítica confidencial». Su definición no es menos ambigua: «género crepuscular entre la noche de la confesión y el día de la crítica». Yo la entiendo como una biografía en que se traza de manera oblicua la génesis y la madurez de la ética y la estética de un autor en busca de su propia destrucción. A los efectos del tema que me ocupa, dejaré los debates respecto a la filiación literaria del texto para concentrarme en uno de los asuntos que más preocuparon a Mishima, a raíz de que se diera cuenta de que ni las palabras, ni la pluma, ni siquiera la construcción del cuerpo bastan para alcanzar un sentido pleno. Me refiero al desvanecimiento del yo, la disolución de la individualidad.
Hacia el final de la primera parte, el autor se refiere, aunque no explícitamente, a sus compañeros de lo que un año después será el Tatenokai, la milicia privada que Mishima creará con el fin teórico de defender el espíritu del Japón de cara a la acometida de los tiempos modernos. Dice en los últimos párrafos: “el grupo es un concepto de sufrimiento compartido e incomunicable que, en definitiva, rechaza la mediación de las palabras.” Se refiere a la búsqueda activa del sentido heroico que la sociedad moderna les había arrebatado a los hombres al momento en que se entronizó al individuo por encima de la causa noble. Por sí mismo, el ser humano no sólo es incapaz de padecer el sufrimiento compartido, sino que queda a la deriva de lo transitorio. ¿Y qué es el hombre sin su dimensión trágica? Un saco de huesos, una criatura sin más propósito que satisfacer sus apetitos: el novelista anónimo de Kaiko es un hombre cuya vida se reduce al sexo y al consumo de nutrientes. Por ello es que, de acuerdo a Mishima, “mediante la participación en el sufrimiento, el cuerpo puede alcanzar esa altura de la existencia que el individuo solo no puede conquistar”.
Mishima también habla de su fascinación por el suplicio. En cierto momento se dio cuenta de que “el dolor podía ser muy bien la sola expresión física de la conciencia”. Y así, a medida que sus músculos se hipertrofiaban y su fuerza aumentaba, se desarrollaba en igual medida la aceptación positiva del dolor y el sufrimiento de la carne. En la entrevista de 1966, que seguro hizo pensando en el libro inclasificable que publicaría al año siguiente, explica que “morir por una causa noble es la más espléndida y heroica manera de morir, pero hoy no hay tal cosa como una causa noble.” No necesita que el entrevistador le pregunte a qué se debe este fenómeno. Mishima tiene la respuesta: “los gobiernos democráticos no necesitan de una. Si uno no puede hallar un valor que lo trascienda, la vida, en un sentido espiritual, pierde su significado”.
¿A qué está llamado, pues, el hombre, una vez que llega a la conclusión de que vivir para sí mismo es insuficiente? ¿A intervenir su tiempo, a reconocer su indefensión y verlo pasar, tendido en su cama cual Oblómov; a combatirlo desde la inmovilidad como el Daisuke de Soseki; a suspirar por el paraíso perdido como hacen los caminantes que se horrorizan por la homogeneidad en los edificios, persiguiendo la belleza y rescatándola del pozo de la historia? Al hundirse el tanto en el vientre y desgarrarse la pared gástrica, Mishima demostró su elección personal pero también ofreció una respuesta general: lo menos que puede hacer un humano es a participar, en una u otra forma, de la tragedia del mundo.

Krishna Avendaño. (Ciudad de México, 1989). Poeta y ensayista. Es autor del poemario Una ciudad transgénica (Épica, 2009) y ha ganado en tres ocasiones el primer lugar en el Concurso Caminos de la Libertad para Jóvenes con los ensayos Libertad™,El síndrome de Kafka o el arte y el individuo y La dictadura del silencio y las narrativas del totalitarismo en la sociedad contemporánea.