Sísifos

Daniela Perlín Vega

Ilustración: Nadia Casullo

No tardaron mucho. Reanudaron su camino, cuesta arriba, en una calle casi vertical. La madre habría escalado una vertiente de haber sido necesario con tal de llevar la comida a la casa, además de agua, electricidad, gas, etcétera. Definitivamente, ese sol de primavera no le estaba dando felicidad a la pequeña familia comerciante, pues los rayos ardían como el infierno en el rostro colorado del niño y en los brazos cansados de la mujer, quien arrastraba un carrito de mercado con dificultad.

Vendían gomitas, azucaradas unas, picantes las otras. No era el primer producto que distribuían: ya habían intentado ofrecer galletas, cocteles de fruta, paletas de chocolate y gelatinas. Tenían que cambiar continuamente la carga del carrito, puesto que los clientes se aburrían pronto de comer el mismo postre todos los días. Además, en ocasiones debían rotar las colonias, explorar aquí y allá en búsqueda de las monedas que no conseguirían de otro modo.

Cerca de la cima, casi al terminar esa empinada banqueta, luego de haber tocado por las casas y no haber logrado ni una venta, la madre y el hijo escucharon un tronido. Ella sintió entonces un desequilibrio en el peso que llevaba arrastrando. Al voltear hacia atrás, vieron que una de las ruedas del carrito de mercado se había zafado de su lugar, como una mala broma, una muy pesada. Sin dudarlo, el niño corrió detrás de la llantita, cuesta abajo.

La madre se apresuró a seguir a su hijo, y ambos sintieron cómo el tiempo se dilataba, igual a una escena de cine hecha en cámara lenta. Él miraba ese pequeño círculo, la manera en que daba vueltas sobre sí mismo, sobresaltándose con cada obstáculo, y siguiendo su camino de cualquier manera. La rueda avanzaba sin hacerse más grande, lo que sí ocurriría tratándose de una bola de nieve, y sin disminuir su tamaño, lo cual pasaría con una madeja de estambre a la que se jala un extremo y se va deshaciendo.

El hijo se imaginó convertido en un ratón metido en esa rueda, condenado a girar para siempre ahí adentro, empujando su propia prisión. Se le revolvió el estómago de sólo pensarlo, y lo anularon las náuseas, las mismas que le provocaba cualquier dulce. Porque estaba harto de venderlos, de extender la mano a los desconocidos para entregarles las bolsitas con chocolates o caramelos, de sonreír sin una causa alegre, cada tarde, a gente que en realidad no le importaba. La que le importaba era su madre; estaba dispuesto a fingir amabilidad ante cualquiera con tal de que ella no anduviera sola por esas calles desconocidas y empinadas.

Tampoco la mujer había logrado tomar la llantita, por más que se esforzaba. Si corría más rápido dejaría atrás al niño y, aunque ya tenía sus diez años, no le gustaba la idea de descuidarlo por esa zona. Era una colonia peligrosa: en el fondo, sabía que no debían haber pasado por ahí en primer lugar; sin embargo, las ventas del día habían sido desalentadoras. Por eso se había desviado un poco.

La madre contempló la rueda que escapaba del carrito de mercado y de su carga —círculo cayendo, dejándose llevar por la gravedad, por la inercia—. Mientras permaneció pegada al carrito, la rueda fue jalada hacia adelante por la mujer. Ahora no hacía más que retroceder, como si con ello se pudieran regresar los minutos. La madre se imaginó entonces en una máquina del tiempo con forma de rueda, un artefacto caricaturesco lleno de foquitos y botones. Ella se introducía y se dejaba ir hacia atrás, uno, dos, diez, veinte años hasta volver a ser adolescente, una niña abandonada, sin madre ni padre que la acompañaran a perseguir nada.

No le gustó esa visión, continuaba prefiriendo las estrías en su estómago, dibujadas después de haber parido, a tener que regresar a la soledad de su pasado. Mientras, veía la rueda: llantita rebelde, que de tanto girar iba transformándose, como si sus colores y sus grecas se movieran. A veces, parecía una moneda y otras, una dona, un anillo de gigante, una pulsera, una soga al cuello, la cuenca del ojo en una calavera.

Imposible alcanzarla, quizá tendrían que seguirla hasta el fin del mundo. La madre habría corrido sin parar con tal de reparar el carrito porque las gomitas… El hijo habría corrido sin parar con tal de reparar el carrito porque las gomitas…

En tanto, el sudor escurría por la piel caliente de ambos y, al recuperar la noción del tiempo, olvidando todas las prisiones y las máquinas, volvieron a la realidad, esa que los iba correteando, que los empujaba a perseguir el maldito círculo. La rueda paró, finalmente, a la orilla de una coladera. Como si estuviera viva e intuyera el peligro, frenó casi adrede. El niño se detuvo entonces, respiró fuerte, audiblemente, y quedó ensimismado, mirando el círculo en el suelo. Lo mismo hizo la madre en cuanto alcanzó a su pequeño. En silencio, se preguntaron si debían darle el último empujón a la rueda para que se fuera de una vez por el caño o levantarla e incrustarla de nuevo en su sitio.

No tardaron mucho para resolverlo. Reanudaron su camino sobre la calle inclinada, casi vertical.

Daniela Perlín Vega (Ciudad de México,1997). Licenciada en Filosofía. Ha colaborado en Punto en Línea UNAM, Universo de Letras UNAM, Marabunta, Metáforas al aire, etc. Mención honorífica en el III Concurso Nacional de Cuento “Cuéntame uno de muertos” del Canal 22 en el 2017. Ganadora del concurso “Cartas de amor y desamor 2022” de Ifreedoms y Foro Shakespeare.