Rolo Diez

-Cuándo acaba el fútbol?
-Cuando Maradona sale del campo.
Sin preocuparse por su desmesura, obediente sólo a los imperativos de la pasión, el diálogo pertenece a la obra LA SOLEDAD EN LOS CAMPOS DE FÚTBOL, del autor y actor napolitano Antonio Marfella, quien confesó que no habiéndose perdido ni una sola sesión de entrenamiento del astro argentino, concibió la idea de conjugar fútbol con teatro.
Esta nota habla de Diego y de Argentina: para muchos, dos amores.
Diego Armando Maradona recibió el nuevo año en Buenos Aires. Entrevistado por periodistas, hizo un llamado a los argentinos: «Apoyemos al presidente Kirchner, porque es el único que puede sacarnos del pozo». Su palabra es una más, una de tantas, pero es también la del único mito que le queda al país del fin del mundo.
El Pelusa anda entre nosotros desde 1960 y su historia, personalísima y única como la de cada ser humano, puede leerse también como turbulenta metáfora de la trayectoria de un país.
A los dos años, Maradona ignoró que había llegado a la tierra de los golpes militares. El ejército «destituyó» al presidente Arturo Frondizi y Dieguito empujó con la zurda un bollo de papel. Cuando tenía cinco años, el ejército «reemplazó» a Humberto Illia en la titularidad del poder ejecutivo. Diego le hacía gambetas al hambre y jugaba con una pelota de trapo.
Pese al orden de panteón y sacristía reiteradamente impuesto por los militares, Argentina cambiaba en los sesenta porque cambiaba el mundo. Estados Unidos perdió la guerra en Vietnam. La soberbia imperial fue humillada por un pueblo pobre y se demostró la inoperancia de la superioridad tecnológica frente a las armas de la dignidad y la decisión. Pacíficos hippies y beligerantes Panteras Negras minaban las entrañas del «monstruo». Los barbudos cubanos anunciaron «la hora de los hornos» para América Latina y trastocaron todas las estrategias de poder pergeñadas por los llamados partidos revolucionarios. El Che Guevara andaba por el mundo con la revolución en su mochila. Los Beatles ponían a cantar a los jóvenes y las mujeres libraban su propia batalla. El planeta cambiaba y crecía. Política, ideológica y culturalmente. En los cafés de la calle Corrientes, Buenos Aires discutía hasta la madrugada. Cine, política, literatura, filosofía, vida en pareja, sicoanálisis, etc. Todo hervía en la olla de una realidad que podía reinventarse.
A ese país llegó Diego y, como en las más prestigiadas leyendas, no nació en palacio sino en el barro de Villa Fiorito. En un hogar obrero del Gran Buenos Aires, rodeado de terrenos baldíos, potreros predestinados a engendrar y ver crecer la mágica relación de un pibe y una pelota.
Hay mitos que hoy pueden valer tanto como un cigarro fumado y pisoteado, pero a fines del sesenta, cuando Diego debutó en Estrella roja, cuadro fundado por su padre para que jugaran los chicos del barrio, esas dos palabras se cargaban de significado para los argentinos que se proponían cambiar la vida siguiendo el rumbo trazado por el comandante Guevara.
En 1976, mientras Argentina se enteraba de que el golpe militar de marzo se parecía menos a los anteriores que a las peores masacres nazis, Diego debutó en Argentinos Juniors, un equipo pequeño de la liga oficial. Apenas tocó la pelota le hizo un túnel a un rival y arrancó a los hinchas la primera ovación de su carrera.
Al año siguiente jugó en la selección nacional, en un partido contra Hungría. Fue campeón del mundo juvenil en el certamen disputado en Japón, campeón argentino con Boca Juniors, el cuadro de sus grandes amores y tres veces designado «mejor jugador de América».
Sus buenos tiempos contrastaban con los peores de Argentina. El fundamentalismo militar decidió y practicó el exterminio de todos aquellos que se les oponían.
«Primero morirán los militantes (de la izquierda), luego lo harán los simpatizantes y colaboradores, y finalmente les tocará el turno a los tibios e indecisos», declaró el general Américo Saint-Jean, uno de los «halcones» de la guerra sucia.
Aunque hubo locura desbordada en la represión, sicópatas asesinos y torturadores y delincuentes sacados de las cárceles para «servir a la Patria», no había locura en los mandos del «Proceso». Ni siquiera esa disculpa les cabe. Por el contrario, su proyecto obedecía a una perversa lógica. Las fuerzas populares habían crecido mucho en Argentina y el poder se disputaba concretamente en el país. Los destacamentos armados del ERP y Montoneros asaltaban cuarteles y habían lanzado una guerrilla rural en Tucumán. Perón había fracasado en su intento de contenerlos. En las siniestras capillas militares se abrió camino la idea de una «solución final». Había que dar el golpe que acabara con todos los golpes y arrasar para siempre con todo vestigio de izquierda, democracia y progresismo. Como declaró el jefe de la dictadura, el general Jorge Rafael Videla: «En Argentina debe morir toda la gente que sea necesario».
Fervor de multitudes, el más popular de los deportes, el futbol fue siempre una de las grandes pasiones argentinas. El pensamiento de los uniformados recordó el antiguo axioma romano de «pan y circo» y organizó el campeonato mundial de 1978 como válvula de escape a las tensiones sociales y fórmula para borrar con los pies las atrocidades que cometían con las manos.
Argentina presentó uno de los mejores equipos que compitieron por la copa del mundo. Maradona padeció la frustración de no ser convocado y la escuadra nacional se consagró campeona en unos juegos parcialmente opacados por la sospecha de haber comprado la derrota de Perú.
Pero los pueblos no son tontos. Los argentinos festejaron su primera copa del mundo y continuaron resistiendo de mil maneras a una dictadura que cada vez más se hundía en una cloaca de horror y corrupción.
Las madres de Plaza de Mayo daban el ejemplo. Su tenacidad y heroísmo dieron la vuelta al planeta con un mensaje de valor y dignidad. La solidaridad internacional se prodigó en denuncias sobre los crímenes cometidos por los militares. Sectores progresistas de muchos partidos políticos se unieron para promover la defensa de los derechos humanos. Poco a poco, venciendo al miedo, Argentina repudió a los militares.
En 1982, mientras Diego fichaba en el club español Barcelona y disputaba su primer mundial adulto, los uniformados argentinos caían sin gloria arrastrados por el fracaso en la demencial guerra de Malvinas.
El Barça y Maradona ganaron la Copa de la Liga, la Copa del Rey y la Super Copa de España. Diego resultó con una seria lesión y en 1984 fue vendido al Nápoles.
Ahí iba a vivir sus días más intensos, la dramática parábola que lo proyectó al Olimpo de los ídolos populares y lo hundió en la charca de las drogas.
Extraordinario lanzador de tiros libres; fulmíneo y desequilibrante en sus arremetidas; dotado de un impresionante manejo y toque del balón; capaz de realizar increíbles fintas y dotado de una envidiable visión del juego, Maradona reinó en Nápoles, hechizó a italianos y argentinos y se proyectó como uno de los mejores jugadores de todos los tiempos.
Inútil resulta revivir la polémica que años después polarizó las adhesiones entre Maradona y Pelé, en la que algunos también incluyeron a Distéfano. Fueron tres grandes, que jugaron en tiempos distintos y con sistemas distintos. Basta señalar que el lugar de Diego no está entre las legiones de esforzados futbolistas que semana a semana intentan su mejor esfuerzo sino en la cima, disputando el primer lugar entre los mejores.
Si el reino de Nápoles aún existiera, Maradona habría sido el rey. Y lo habría sido en cumplimiento de una hazaña: la revancha deportiva del sur pobre frente al norte rico de Italia. De su mano, aunque mejor sería decir guiado por su pierna izquierda, el Nápoles ganó su primer título de liga y la Copa de Italia en 1987, la copa de la UEFA (Futbolistas Asociados de la Union Europea) en 1989 y otra vez el Scudetto y la Super Copa de Italia en 1990.
Vedere Napoli e dopo morire.
Poco se conoce de la relación de Diego con la mafia napolitana. Hay quien sostiene que festivo y rumboso como entonces era, encandilado por la propia fama y el dinero a manos llenas, inteligente pero sin una preparación cultural que le permitiera separar lo bueno de lo malo en el entorno que lo rodeaba, Maradona entró de cabeza en los «paraísos artificiales» y terminó como un esclavo de su propia debilidad y de la mafia.
¿Y acaso no se parece esta historia a lo ocurrido en la argentina menemista? ¿No es acaso similar la borrachera que obnubiló al país, que fijó el precio de su moneda al mismo valor del dólar, declaró su ingreso al primer mundo y se jactó de tener «relaciones carnales» con los Estados Unidos?
Faltaba, eso sí, precisar que lugar y que rol le tocaba a cada país en esa cama planetaria en que Argentina y Estados Unidos practicaban relaciones carnales.
Y vino el mundial de 1986, y con él, la apoteosis de Maradona. Mientras la Argentina presidida por Alfonsín juzgaba a los nueve comandantes del ejército, la marina y la aeronáutica que integraron las tres juntas militares que usurparon el poder entre 1976 y 1983, Diego brillaba como nadie en los campos de futbol mexicanos y realizaba sus dos goles más famosos, emblemáticos y significativos.
Los dos entraron en el arco de Inglaterra, el gran rival, el usurpador histórico de una porción de territorio argentino y el vencedor en la guerra de Malvinas. Uno de ellos es conocido como el de «la mano de Dios». Diego saltó para cabecear frente al arco rival; en el aire se dio cuenta de que no iba a llegar a la pelota y entonces, por detrás de la cabeza estiró el puño, hizo pasar el balón por encima del portero y lo anidó en la red. En aplicación del estilo furbo de Villa Fiorito, el Pelusa corrió y festejó como si fuera el primer gol de su vida. El árbitro no vio la trampa o no se animó a sancionarla. Cuando más tarde los periodistas acusaron al argentino de haber hecho el gol con la mano, Diego sonrió y respondió: «fue la mano de Dios». El otro es unánimemente reconocido como el mejor gol metido en todos los mundiales de fútbol: Diego corrió media cancha, dejó en el camino a cuanto rival trató de detenerlo y terminó fintando al portero inglés y convirtiendo un gol digno de Leonardo Da Vinci.
Maradona estaba en el momento más alto de su carrera. Y Argentina comenzaba a descender. Después de condenar a los comandantes genocidas, el gobierno de Raúl Alfonsín -que ya había mostrado su naturaleza vacilante y su intención de ubicarse en un falso centro político al acuñar la teoría de los «dos demonios», según la cual tan culpables eran los asesinos que desaparecieron a treinta mil hombres y mujeres, robaron quinientos niños, arrojaron al exilio a centenares de miles de personas y arrasaron el país, como los militantes populares que tomaron las armas para combatirlos-, cedió ante las presiones de la derecha y promulgó las leyes llamadas de Punto final y Obediencia debida. Ellas consagraban la impunidad de miles de criminales con el argumento -ya obsoleto e inaceptable desde Nuremberg- de que habían torturado y asesinado cumpliendo órdenes.
Argentina cayó luego en manos de la mafia menemista y Diego padeció el acoso de la mafia de las drogas. Expulsado del Nápoles, apartado quince meses de las competencias internacionales y condenado a catorce meses de prisión en suspenso por posesión y cesión de cocaína, Maradona cruzó las puertas del infierno y entró en el exilio de su vida.
Al país no le iba mejor. El peronista Ménem declaró la guerra contra los pobres y los trabajadores, para ello «flexibilizó» la legislación laboral, con lo que todas las conquistas sindicales, logradas en largas y cruentas luchas desde el primer gobierno de Perón en adelante, se convirtieron en letra muerta. Menem privatizó lo público y desnacionalizó lo nacional. Vendió y saqueó. Colocó un desocupado en cada familia y plantó un mendigo en cada esquina. Amigo de Bush padre, con quien jugaba al golf en sus encuentros presidenciales, extendió las relaciones carnales al Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial y se convirtió en el más aplicado ejecutor de las recetas del neoliberalismo económico. Mientras el frívolo y payasesco presidente, rodeado de una corte de corruptos, se compraba Ferraris, aviones particulares y enviaba millones de dólares a Suiza, el desempleo y la pobreza se dispararon en Argentina.
Pausa. Chiste que ojalá no conozcan los lectores. Un tipo muere y va al cielo. Cuando llega se encuentra con un partido de futbol. Le llama la atención un flaco de cabellos largos que destaca sobre todos los demás. El flaco corre por toda la cancha, burla a quien se le pone por delante, salta y casi vuela y encuentra siempre la pelota, mete montones de goles desde ángulos inverosímiles. El recién llegado, que es aficionado al fútbol, se interesa y pregunta:
-¿Quién es ese?
-Es Dios -le responden-. Pero se cree Maradona.
Argentina y Maradona: dos excesos.
El país que entre finales del sesenta y comienzos del setenta desarrolló las mayores guerrillas urbanas de América Latina, el que padeció el peor genocidio concentrado en pocos años, el primero que condenó a prisión a nueve comandantes, el que tuvo el peor presidente de la lista y fue el más aplicado alumno en el cumplimiento de las antipopulares recetas neoliberales, el que después le hizo una insurrección al neoliberalismo y volteó en las calles al presidente De la Rúa… Ese país, hoy empobrecido y depredado, ese granero del mundo donde decenas de niños han muerto por desnutrición… Ese país, que no se rinde, muestra un rostro que mucho se parece al del Maradona que hemos visto en los últimos años.
Maradona y Argentina. Ese hombre de cuarenta y cuatro años que una y otra vez recayó en su larga lucha contra la adicción, ese rebelde que defendió siempre los derechos del jugador y se enfrentó con las autoridades del fútbol, denunciando en diversas oportunidades las arbitrariedades de la FIFA, ese que no hubiéramos querido ver jugar al golf con Menem, el que siempre defendió a Cuba y detestó el mayorazgo estadounidense… Ese que llevaba la imagen del Che tatuada en un brazo… Ese Diego, el pibe de Villa Fiorito, golpeado y resistente… Ese, sin duda, tiene la cara de Argentina.
A los 44 años DD (después de Diego, según debe contarse el tiempo, de acuerdo con la Iglesia Maradoniana), decididos a meter el gol de oro que los salve, Diego Armando Maradona y Argentina enfrentan su destino. Creo en los dos. Por ellos brindo.

Rolo Díez (Argentina, 1940) Narrador, periodista y ensayista. Radica en México desde 1980, pero estudió Derecho y Psicología en Argentina. Recibió dos veces el Premio Internacional Dashiell Hammett de novela negra: en 1995 por la novela Luna de escarlata (Roca / La Llave de Cristal, 1994) y en el 2004 por Papel picado (Ediciones Urano, 2003), obra que también ganó, en el 2003, el premio Umbriel Semana Negra de Gijón, España. Cuenta con varios reconocimientos más y sus obras han sido publicadas en Inglaterra, Italia, Alemania y Grecia, como In domino veritas (Gallimard Série noire 2003), «Vencer o Morir». Lotta armata e terrorismo di stato in Argentina (Il Saggiatore (Nuovi Saggi, 2004), colocando igualmente cuentos en antologías de Estados Unidos y América Latina. Sus obras más recientes son Doce relatos oscuros (Resistencia / Secretaría de Cultura 2016) y Matamujetres (Resistencia, 2017). Actualmente, dirige junto con Roberto Bardini, la colección argentina de novela negra CÓDIGO NEGRO.