Carolina Olguín

Se es poeta ante la incomprensión, en medio de la ansiedad, la abulia o la trabazón, se hace poesía recogiendo los pedazos del ser, observando con lupa los estragos y previendo ─porque la poesía posee un tanto de esa capacidad visionaria─ aquello que podría curar, que podría arrojar luz al pronunciarse, avizorando las zonas del lenguaje que son capaces de albergar la restitución, la revancha o la resurrección, lo que está a la espera de emerger de las cenizas.
Así es como leo este tercer libro de Ana Corvera, zacatecana que reside en Guadalajara, Jalisco. Palabras que el micelio repite en mi cabeza contiene un asunto ya de por sí complejo: la red intrincada y frágil que se teje entre los afectos, los vacíos y los actos que suceden en el seno de la familia desde la niñez, la extraña red de reacciones que enlazan el cuerpo, el cerebro y la realidad percibida como resultado de la incertidumbre y de las heridas de la infancia. Y así como el asunto es complejo, la mirada poética también lo es, la inspección y disección cautelosa, casi científica, con que la poeta acude a observar esa red por medio de la metáfora del micelio; el micelio, esa estructura silenciosa de los hongos, que con sus ramificaciones crea toda una dimensión de vitales funciones, un entramado que en la oscuridad se extiende y nos sostiene.
Pero en lo difícil, en su afán analogador (donde el mundo vegetal y el humano se emparentan), el lenguaje de Ana Corvera luce sencillez, incluso cuando crea un campo semántico en común entre el micelio y el cerebro, en medio de términos y tecnicismos como hifas, axones, neuropsina, “células teñidas con violeta de cresil”. Todo esto como preparación para poder expresar una extrema sensibilidad en versos que se lanzan transparentes cual sentencias: “El gesto mínimo / me hiere”, dice la poeta.
La pulcritud del lenguaje confiere un tono, pero también una doble cualidad a este libro: por un lado, la fría aproximación investigativa al fenómeno neuroquímico que debe ser reconocido, como un mirador propicio para el entendimiento psíquico y afectivo de la herida; y por el otro, la intimidad, el tono casi confesional que emerge porque la voz poética se autorreconoce y escarba en las marcas a causa del tono de piel (o, más bien, de las herencias culturales en torno al tono de piel), en las peleas que cimbraron la infancia, en la carga oscura que dejan el padre y la madre, en el dolor expuesto. “Esta es la imagen de una herida”, dice la poeta en varios poemas, pero en la sencillez dolorosa de estas sentencias se halla la médula del libro; para llegar a decirlo, hubo que andar un camino plagado de pequeñas verdades personales que se han revelado y hacen la música necesaria para que resuene la palabra, de modo que el sentido trascienda lo personal y se vuelva potencia compartida del poema.
Soy una imagen de fondo:
tengo cinco años;
lloro y me desconsuelo
en mi propio regazo.
El jardín polisémico en el que la poesía de Ana Corvera nos interna es eso, una suerte de variadas posibilidades donde la infancia se vuelve desolación, donde el cerebro se vuelve intimidad que debe ser escuchada en lo más profundo, donde azules, grises y oscuros se van distinguiendo y hacen la diferencia, el filtro con el que se miran y experimentan las cosas. En este jardín, por encima crecen árboles que dividen y por debajo se expande ese sistema abierto, rizomático, del micelio. De ahí que la figura de la casa esté sostenida por una red de hongos y la niña, el personaje principal en gran parte de los poemas, pegue su oído al suelo para escuchar lo que hay más allá, pues en el presente abunda el temor. “La infancia es una prolongada incertidumbre”, asevera la voz poética.
En ese jardín punzante, aun en su parte oculta como túnel oscuro, cabe la belleza. ¿Cómo podría existir un jardín si en algún punto no se halla la belleza como horizonte? La belleza es el rumbo, aludirá a esto la poeta en el poema “Trascendencia”:
Cada seta tiene la belleza
se propagará a través del aire
en sus esporas
Los cinco años aparecen en el poemario como un momento clave, los mecanismos de la poesía de Ana Corvera cubren de un halo de misterio esa tierna edad; es entonces cuando se confeccionan los jardines y sus claroscuros, nos dice. A los cinco años, el tiempo se vuelve espacio, jardín que se nos presenta también como radiografía, como mapa e imágenes en donde habrá depredadores que caen “de las ramas del desencanto”, habrá erosión, bacterias y “monstruos / que se cuelan / por debajo de la puerta”.
En apariencia, los poemas que componen este libro muestran poco lirismo al recurrir a descripciones científicas, pero no nos engañemos, el logos poético no cede su lugar al logos de la razón, es la poesía el sitio para esa amalgama; quizás la disfuncionalidad moderna empuja a los creadores a volverse vigías del laboratorio humano y a integrar todos sus lenguajes, como sucede en este libro.
Hacia el final de Palabras que el micelio repite en mi cabeza, cuando el lector ya ha visitado todas esas zonas frágiles donde las sombras y los monstruos, las reacciones nerviosas y los hongos conviven, se abre una ruta que es “hacia adelante”. En el último poema, la idea de seguir adelante se nos transfigura y deja de ser una frase hecha, un cliché que se nos dice como consuelo ante los escenarios pantanosos que en ocasiones nos habitan; aquí esa posibilidad nos es fina y sutilmente regalada:
Hay maneras
de redirigir el agua mala […]
adelante
es por todas partes
a donde mires
es
hacia adelante.
La poeta nos ha convidado una poesía en la cual lo íntimo y la historia personal se abren hacia un análisis casi desesperado, un engarzamiento de las palabras meticuloso y urgente, porque es este uno de los impulsos de la escritura, la apremiante necesidad de la expresión, la fuerza vital que nos empuja a nombrar los ríos oscuros a donde hemos descendido, porque en el nombre está la forma y en la forma, el asidero. Celebro esta publicación de Ana Corvera, que además es un trabajo editorial impecable de Espina Dorsal, en un libro de formato pequeño, pero artesanal y cuidadosamente confeccionado.
Palabras que el micelio repite en mi cabeza
Ana Corvera
Espina Dorsal, 2024
————————— ****************** ———————————
Autorretrato en cualquier sitio
Algo hay en mi rostro:
la imagen ficticia
de un párpado que no seduce
dos pliegues
encima de los ojos indefensos.
En el árbol un silencio grita
que la belleza no era necesaria.
Sin embargo, las esporas crecieron
por el jardín de mi cerebro.
Su deseo fue expandirse
hacia la médula
por el ramaje nervioso
con el fin de germinar.
Ya no en cualquier sitio:
un tono arriba / dos abajo.
Las esporas despiertan
a la altura de mi vientre
y quieren abrazarse
al árbol de la belleza
el árbol de los padres
de mi madre
sus abuelos y yo
como una seta
en cualquier sitio.
Los primeros cinco años
Los homínidos vivimos al acecho
los primeros
cinco años.
Las bacterias tienen piedad
de los adultos
cuyos huesos óvulos y espermas
aún no empiezan a contarse
de menos.
Conspiran
el hambre
la muerte de cuna
y los monstruos que se cuelan
por debajo de la puerta.
Córtex
Barro surcado por giros y hemisferios.
Los batallones quedan dentro
entre occipital y etmoides:
inútil
un líquido hiere mi tálamo
hipocampo
extensiones
de la médula.
Hay una erosión continua
mis nervios se sacuden en secreto
cuando un depredador cae
de las ramas
del desencanto.
En mi cabeza y debajo de las montañas
palpitan filamentos, humedades
como crecen las sílabas
adentro / afuera
de nosotros.

Carolina Olguín es poeta, ensayista y profesora de lengua y literatura nacida en Monterrey, México, en 1978. Es autora de los poemarios Libro de la vigilia (UANL, 2023; Abismos, 2014) y Canicular (2019). Sus publicaciones han aparecido en revistas como Tierra Adentro, Revista de la Universidad de México y ÆREA Revista Hispanoamericana de Poesía. Fue la tutora invitada del Centro de Creación Literaria Universitaria de la UANL, en el ciclo 2022. En 2023, su poesía fue incluida y traducida al inglés en la antología Atestiguar de los días/ The Witnessing of Days, publicada en Copenhague.