Carta impotente

Winter Rico

Ilustración: Nadia Casullo

Escuché hace poco cierta historia en la que una señora le manifestó a su marido, ya resignada, que sentía celos al verlo vender libros en el tianguis y platicar sobre varios temas con las clientas. Quería hacerle pasar un buen rato como ellas, pero no podía, pues no sabía nada de ninguno de esos libros. Me punzó el corazón.

De la última mujer por la que sentiste celos, me dijiste la razón: a ti, en algún momento, te había gustado un hombre al que admirabas y que dominaba bien los temas que te apasionan. ¿Es lo que ocurre conmigo y esa mujer? No diré más de ella, pero es claro que no la admiro como a ti ni, mucho menos, me gusta. Tu inteligencia es superior a aquella que ciertos libros ejercitan. Yo no sé nada de los libros que lees, ni sé de mi propia lengua lo que tú, ni domino bien otro idioma…

No puedo reír con otras personas como contigo, nunca lo haría con el detalle que amerita hablarte a ti. La risa es el verdadero entendimiento. ¿Cuánto cuesta poder reír con alguien? Muy mal me sentí de no poder entender tus celos en ese momento y de que, quizá, tú sólo querías que yo manifestara admiración por ti y no lo hice. Me irrité, y creo que me perdono, pero no me entiendo. No puedo reír de mí. Debí decir: me asombras y me gustas, tal como eres, sin importar a quién admires o hayas admirado, cuando sea. Ya no importa; sé que tú, como yo, ya no estabas en disposición de entender otra vez. Algo de nosotros quería romperlo todo, y estábamos predisponiéndonos a la tristeza total, al derrumbe.

El problema es que el hombre se masturba con autodesprecio y vergüenza de sí. Por eso el placer del amor tiende a parecerle una distracción hasta ridícula. Si uno lo hace es débil, a menos que busque pura eficiencia con poco placer o, mejor aún, con poco cariño: un entrenamiento genital, un deber más junto a todos los otros donde, ante todo, se debe ser eficaz. No hay tiempo para ridiculeces, para el cariño o la ternura. Amar termina siendo una distracción, un ocio de fin de semana que, para quien desarrolla más rigidez, llega a resultar innecesario.

No sé dónde está la raíz de mi herida: en lo familiar, en otras relaciones que no pudieron ser, o en la percepción o realidad de que no he hecho nada de mi vida… Mi pecho está duro y mi garganta, expectante, quiere destensarse. Me dijo el terapeuta que nadie nace triste ni enojado. Pero al amor es imposible de hacer a un lado, es el deseo más poderoso. El cuerpo quiere caricias, abrazos, regalos. El cuerpo no es sólo piel, como el mito del pecado y la vergüenza hacen creer. El amor no sólo requiere apretujones, sino palabras, cantos, paisajes, sabores, olores, ideas, imaginería, poesía, desnudez e intimidad mental… Requiere pavor, vértigo y mucho coraje.

Quisiera tener ilusión, ser “romántico”; plantearte un proyecto con una sonrisa: vamos a ver dónde vivir, dónde trabajar, cómo seguir. Pero, es de suponerse, no lo he dicho con completa alegría. Tumulto de emociones, mi razón quiere hallar pretextos, y no puedo. Mi fantasía, no sé desde cuándo, es estar solo o encerrado, y a veces, correr buscando a algún dios en la calle.

Nadie de nosotros conoce el amor. Sentirse bien no es amarse; de hecho, es violento. Es tener paciencia para escucharte y ahora ni siquiera podemos respirar bien. Desde pequeños se nos llena de violencia. Nadie nos sabe amar, ni tú sabrás nunca tal vez. ¿De verdad has perdonado?

Cabrón. Tienes pesadillas y sudas frío: sólo aguantas, desde que tienes 4 años. Te alimentaron con leche artificial y con una moral impensada. No, no es culpa de tus papás, ahora ya estás grande, deja de culparlos. A ellos nadie los amó tampoco. Te dieron algo de cariño como pudieron, así como tú te das autocomplacencia, eso que llamas amor propio. Van a decirte que es depresión crónica.

Estoy desencantado. Ni siquiera sé si eso quiero, pero una voz fuerte me dice que sí, que tengo pendiente una tarea interminable, la cual ni siquiera tiene que ver conmigo: no es una casa, ni economía estable, ni familia. Sigo abrumado. No puedo… Me duele, me entristece.

Decaes en respuestas y reacciones impulsivas todo el tiempo creyendo que esa es la solución, la verdad. Otra vez, hasta te sientes muy chingón por ser impulsivo. Te estás matando porque el mundo te hirió casi desde que tú naciste. Olvidaste muy rápido el primer consuelo que te dio tu mamá o tu papá; quizá ese sí fue amor. Ya sólo piensas que reaccionar “siendo fuerte” a toda esa violencia le dará sentido a tu vida.

Ya déjame en paz, voz… Necesito escribirle y despedirme, ser sincero con algo. Muchos se sorprenderían de que me entrego a la derrota, pero no puedo con esta lucha. ¿Por qué escucho que debo desertar, aceptar y dejar? Hasta yo me sorprendo. ¿Por qué no sonrío y voy tras del ser que amo, de ti? No puede ser que dude de mi amor por ti. Me odio profundamente. ¿Por qué me proyecto feliz sacrificándome, sacrificándonos? ¿Por qué siempre me ha impulsado el dolor?

Perdón. A ambos nos duele y dolerá siempre lo bien que la pasamos los últimos dos días, si bien es poco: nuestros cuerpos, la música, las risas, la comida y hasta la torpeza…

Ya eres adicto por impulsivo, por no amarte, por no detenerte a escuchar qué sientes o qué quieres. Por no darte el chance de llorar otra vez ni de reír tranquilo. Tienes ya un chipote en la cabeza, en el hígado, en el colon, en la pierna, en el ojo, en las manos. Y si no los tienes, haces de todo tu cuerpo muchos chipotes, porque #hoycontodo, #hoytocapierna.

Te levantas temprano de forma violenta, obligado, pero pensando “a huevo, soy un chingón, lo estoy haciendo”. Tienes adicción a autodestruirte, a competir, a ser mejor que el otro… ¿cuál otro, por cierto? Tienes adicción a ganar más y más: más reconocimiento, más dinero, más culpa, más sentimentalismo por tu motivación de vida —sin la que, mejor, morirías pronto, para descansar—.

Hombre y mujer aman distinto: por las razones que sean, por donde los expertos quieran verlo, aman distinto. En ciertos momentos no quiero hablar nada, nunca. Busco un amor donde no se necesite ninguna palabra, ni siquiera señas. Una vida de abrazo y sólo eso. Una vida de silencio, de verte reír y ya.

Quiero hacer ese rito de los Pitagóricos, de no hablar sepa cuántos meses y ver qué pasa; llenarme de impotencia, de todo esto y algún día explotar y morir. Ahí donde hay palabras, nada perdura. El pez no habla; otros, apenas gruñen. Eso quiero: perdurar, morir, olvidar por completo todo y, tal vez, volver a callar, sin recordar que alguna vez amé, aunque también quiera decirte las palabras que inventamos, nada más sabidas por nosotros dos.

Sólo así nacen otros amores, olvidando… pero no en esta vida. En esta, sólo hay uno: el imposible. Te educó el porno cuando más necesitaste un abrazo y que algo o alguien te escuchara. Nada más violento. Eres adicto hasta a no sentir placer más que en los genitales, y en otros escaparates inmediatos. Odias a la mujer, al hombre y a todos los demás, y es porque te odias profundamente a ti mismo, porque has sido violento desde antes de que tuvieras memoria.

No tendrás hijos. Bien. Menos seres = menos violencia. Se trata de cantidad de nuevo. Una guerra inversa que hemos interiorizado. Este sistema es odio profundo, impotencia inmensa, tristeza abrumadora para los que nos ha sido privada mucha, mucha de nuestra alegría.

Debía tocar este fondo. Al final, los padres determinan nuestro destino. Si no hubiera tocado el abismo, seguiría en el confort, creyendo que estoy bien en la superficie, mientras tapo todo el conflicto interno que me determina.

Algo que alivia mi tristeza es pensar que no fue nuestro tiempo, que fuimos torpes. Siento que estoy haciendo lo que mi papá quería: que yo me hiciera responsable de ese ser pequeño. Y no sé si algún día lo entiendas. Espero que sí, que tengas un hijo al que ames más que a todo, y sepas que el amor de pareja no es puro. Yo, sin hijos, ya lo sé, y me entristezco. El problema es que, al momento, no supe conciliar esto con mis demás responsabilidades. Siempre fue un conflicto saber dónde estar: no tuve decisión, no quería estar en ningún lado. Siento que ganó el alcoholismo y la depresión familiar.

A veces, mi papá actúa como si quisiera alejarnos de nuestras parejas, sobre todo a mis hermanos mayores. Pero conmigo no pasaba eso; al contrario, él creía que estaba bien contigo.

No huyas. Hablábamos de otra cosa. Por ejemplo, ya ni siquiera diferencias cuando te violentas de cuando te das satisfacción. No, esa chatarra no es amor. Ese refresco, esa serie, ese celular tan temprano jodiendo tus ojos con esa canción sobre un pendejo y una tipa que se gratifican por ser impulsivos, por hablar de genitales, y que aun así tendrán más hijos… Nada de eso te conforta.

Muy violento ese amor de nuestros padres, que ellos quieren que reproduzcamos. Un amor que no puede ser “romántico” porque no es real siquiera. Es otra adicción. ¿O es real porque es adictivo? No quería tener un dolor tan temprano, no quería refugiarme en más violencia disfrazada. Y aquí seguimos, en la máquina del absurdo y la incomprensión.

Ya es tarde, ¡córrele!, tienes que chingarte rápido porque, si no, te ganan ese excedente de logros que hace la diferencia entre ser un triunfador y un don nadie.

Siento culpa de nuevo. Al final, sólo quería que me entendieras, que me dijeras que sí, que ese ser pequeño que era yo es… Lo dijiste, pero no con el sentir que yo esperaba. Dijiste que ese niño es sólo mi problema, y aunque entonces tenías razón, no era la respuesta que deseaba. Ya no sentimos igual, esa es la verdad. Ya no quieres entenderme ni apoyarme más, lo entiendo. Me has puesto muchas veces primero a mí que a ti.

Y sí, aquello es mi problema, el no tener la decisión de decírtelo ni de intentar conciliarlo antes. Todo ha sido una bola de nieve. Me arraigué al tiempo. Ahora lucharé con la culpa, pero no con el arrepentimiento, porque lo entiendo: no siempre uno está en tiempo.

No importa, aún en todo ello, puedes vomitar toda esa violencia por un momento. Puedes acariciarte un poco y guardar silencio para escucharte. Aún puedes. Quizá ahí haya un poco de amor, pero no lo esperes de nadie, sólo detente y espera. El amor no es humano, es divino, y eso casi nunca se conoce, por mucha religión que profesemos… Mejor callar. Si te escuchas, paciente, quizá vislumbres un poco de amor real.

Si te hubiera dicho que inhalé un par de veces cocaína en tu casa cuando apenas salíamos, esto hubiera terminado rápido. Algo más irrelevante oculté: que, en alguna etapa, busqué amor virtual. Me daba tanta vergüenza como drogarme. Hablando de cosas religiosas, las diferencias entre tú y yo explotaron hasta en eso. Uno no puede decir que se droga como decir que le gusta el alcohol, o que se ha concebido un Daemon. Uno no puede decir muchas cosas, ni en ciertos momentos ni nunca. Pese a ello, desde el principio debí decir que no creía en el matrimonio ni en la familia —y no hasta ahora, cuando te manifesté, tarde, que por ti sí creería en ello—.

No cabe duda de que amar es eternizar el momento. Algo tan sagrado no tiene que hacerse costumbre. No hay que preocuparse mucho por el futuro, pero no perder la esperanza en el mismo. Lo más difícil es no dejarse determinar por el pasado, aunque más difícil aún es aceptar la diferencia amando. A lo mejor sólo los héroes y algunos dioses saben amar. Yo no. Tal vez tú sí, mi amada.

“Quiero decir que estoy harta de mí

Si algo de ti permanece aquí…

¿Por qué, en la libertad, te vas a encarcelar?

Mi enemigo no eres tú

Tu enemiga no soy yo…

Tírala, tírala, saca la primera piedra…

Sácalo, sácalo, antes que nos lleve el diablo…”

Winter Rico (Ciudad de México, 1991). Estudió la carrera de música y de filosofía, ambas en la UNAM. Como escritor, en 2019 ganó una mención honorífica dentro de la categoría de Ensayo creativo en el concurso 50 de la revista Punto de Partida de la UNAM. En 2023, la revista literaria Campos de Plumas publicó uno de sus ensayos para su número especial de cuarto aniversario. Su trabajo, tanto musical como literario, se caracteriza por el lirismo, la improvisación y la exploración experimental.