Maternidad de segunda mano

Sandra Fontes

Arte: Irina Tall

Para mí, los miércoles siempre han sido el peor día de la semana. El nombre me resuena como mierda, y justamente el pasado llegué aquí. Yo debería estar haciendo mi tesis sobre ondas electromagnéticas planas en un medio no conductor. Seguramente este incidente hará que me retrase en la titulación. No puedo creer que esté caminando por este pasillo, custodiada por un enfermero que tiene bigotes de gato, dientes de foca y caminado de oso pardo. Seguro, ha de tener aliento a ajo.

***

Mientras meditaba sobre qué carajos hacía en un psiquiátrico, Lucina esquivaba las hojas de las plantas que rodeaban el corredor, hasta el momento desconocido por ella. Respiró hondo, sacó la mano derecha de la sudadera color marrón con la leyenda de I love Madrid, tocó la puerta. De adentro de la habitación salió una voz masculina estentórea.

Al abrir, un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Con un ademán, el hombre le indicó donde sentarse. Él se sentó frente a ella.

—Soy Camilo Jaimes Antonio. ¿Qué te trae por acá?

—Supongo que mi mamá —contesta inmediatamente. —Por cierto, yo soy Lucina Diez Iglesias —dice mientras acomoda un mechón de su pelo.

Camilo sonríe, se recarga en el respaldo del sillón.

—¿Tu mamá?

—¿No es siempre la mamá la culpable de todo? —contesta Lucina.

Camilo se encorva, recarga el brazo izquierdo sobre la rodilla del mismo lado, fija la mirada en la boca de Lucina.

—Una vez mi mamá se puso melancólica y me confesó que se casó con mi pa’por una mala calentura. Se embarazó de mi hermano mayor en su primer encuentro amoroso. Eso dio como resultado un pésimo matrimonio y dos hijos medio imbéciles, palabras textuales de mi mamá. Necesitaba estar de plano muy estúpida para no darme cuenta de que entre ellos no había amor ni pasión. Siempre dijeron que estaban juntos sólo por nosotros. Nunca nos preguntaron.

—¿A qué te refieres con eso?

—Mi mamá siempre tenía la última palabra en todo. Hacía todo cuanto quería. Seguro que tenía a mi pa’ sólo por la lana, que, por cierto, él tiene a montones. Ella estaba casi todo el día en casa. Salía los días de plaza a la comisaría y a llevarnos a la escuela. Tenía la vida casi resuelta.

—¿Casi resuelta?

—Sí. No es por dármelas de muy lista, pero yo creo que mi mamá fue quien sedujo a mi pa’ y se embarazó con la intención de amarrarlo. Élhacía todo lo que ella quería, nunca le negaba nada. Le tenía miedo.

—¿Tú le tenías miedo?

—¿Y cómo no? Cuando ella se enojaba se transformaba. Se volvía como un espanto, más fea de lo que era en su estado natural. No era bonita ni tenía buen gusto para arreglarse; usaba de esas ropas de segunda, porque además de todo era muy coda, no le gustaba gastar. A mí me vestía con la ropa que ya no usaba mi hermano y a él lo obligaba a ponerse lo que a ella ya no le agradaba.

—¿Fea? ¿Ella o su ropa?

—Ambas. Su ropa estaba siempre vieja, gastada y amoldada al cuerpo de otra. No conforme con eso, siempre presumía los precios de sus prendas. ¿Cómo ves que esta blusita me costó lo mismo que mi cajetilla de cigarros? Fumaba mucho. Por respuesta sólo obtenía una sonrisa de mi parte.

—¿Se enojaba frecuentemente o por alguna razón en específico?

—Creo que yo le caía mal o tenía envidia de mi cara y de mi cuerpo. Yo heredé la belleza de mi abuela. ¿A poco no te has dado cuenta? Mírame, mi piel morena combina con mis ojos grandes color miel. Me gusta mucho cuando cae este rizo sobre mi nariz —Lucina baja la capucha de la sudadera. Mueve la cabeza lentamente de un lado a otro. Modela su sonrisa. —Es algo así como el de Superman pero más largo y más lindo, ¿no te parece? Y, por si fuera poco, tengo las piernas bien marcadas —dice mientras se levanta el pantalón del uniforme del hospital, que es tan ancho que al hacerlo muestra el muslo.

Camilo desvía la mirada hacia la cara de Lucina.

—¿Alguna vez te dio muestras de esa envidia que dices?

—Sus acciones diarias me lo confirmaban. De niña, cuando salíamos juntas, le preguntaban: ¿es tu sobrina?, porque además mi tía, su hermana, es mucho más bonita que ella. He pensado que mi abuela la adoptó, porque ella siempre andaba recogiendo perros y gatos de la calle. Luego deseché la idea porque mi abuela era muy cuidadosa con los genes. A mi pa’ lo aceptó porque era guapo y “de buena familia”. Ya sabes, era lo que dicen un buen partido. Mi mamá tiene un parecido muy fuerte con una prima de ella, quizá las dos hayan sido recogidas de la calle…

Lucina se encorva para bajarse el pantalón. Se sonroja.

—¿Qué más recuerdas?

—No mucho, tengo muy pocos recuerdos de mi infancia, la mayoría me los construyo cuando hay momentos incómodos en los que necesito traer a la memoria aventuras de esa época. Algunas personas pensaban que estaba loca cuando les decía que no recordaba cosas de cuando era niña. ¿A quién se le puede olvidar la sensación de la caída del primer diente o cuál fue el regalo de reyes que más me gustó? Pues a mí, así que cuando me preguntaban decidí contarme mis propias historias. O tal vez nunca tuvimos regalos de reyes. Recuerda que ella era muy tacaña.

Lucina sonríe sólo del lado derecho. Camilo lo nota.

—Daba lo mismo qué le preguntara a mi mamá, ella tampoco se acordaba y cuando lo hacía casi siempre se confundía entre las cosas de mi hermano y las mías. Cuando no había opción recurría a mi pa’, pero él contaba todo fantaseando. Por ejemplo, me decía que mi diente se lo llevó el príncipe de los ratones, porque era tan especial que lo vendió a un marajá para que le hiciera un anillo a su quinta esposa. Lo de que mi diente era especial se lo creí, pero eso de que un hombre tuviera cinco esposas, pues, como que lo puse en duda. Se me hizo imposible que alguien se casara más de una vez.

—¿Cuál es tu recuerdo más feliz de la infancia?

—El día que llevaron a mi mamá por primera vez a la comisaría. Fue porque había golpeado tan fuerte a mi pa’ que lo dejó inconsciente. A nosotros nos tenía encerrados en una alacena de la cocina; no recuerdo el tiempo que estuvimos ahí, pero fue largo. Logramos salir al escuchar un fuerte golpe, rogamos para que mi mamá se hubiera caído, pero por desgracia fue él. Mi hermano le habló a mi abuela para que fuera a la casa. Cuando llegó y vio a mi pa’ inconsciente, llamó a la ambulancia, y ellos a su vez a la policía. Se la llevaron esposada. Fue muy chistoso ver la cara desfigurada de mi mamá, se veía más fea.

—¿Chistoso? ¿Qué era lo gracioso?

—Ah, pues que ella se sentía una reina con sus trapos de segunda, su pelo esponjado lleno de spray, así como su maquillaje con colores fríos y siempre, pero siempre, usaba pestañas y uñas postizas del número cuatro. Caminaba muy decidida, desafiando al mundo. Le envidio eso.

—¿Cómo «eso»?

—La seguridad con la cual andaba. Ella siempre mostraba confianza.

—¿Te hace sentir algo que ella fuera tan segura de sí?

—No estoy segura, tal vez sólo me hace sentir como una hija que no tiene nada que ver con su mamá.

—Explícame un poco más.

—Sí, yo soy bonita, pero timorata; ella fea, pero segura. Siento que no podría haber más diferencia entre las dos. A mí no me gustan las personas feas, porque entre más lo so n, más rencor le tienen a la vida.

—¿Crees que la seguridad radica en la belleza física?

—Creo que no escuchaste lo que te dije. Pienso que disfrazaba todo con su autoestima, nunca le noté inseguridad. Después de las golpizas que nos arrimaba se encerraba en su cuarto, se ponía ropas como de fiesta y se cargaba la cara de maquillaje, algunas veces hasta parecía borracha. Una ocasión me pegó tanto que se encerró en su habitación por horas y se transformó brutalmente. Al salir tenía el cabello pintado de verde muy intenso y corto hasta la nuca.

Camilo se lleva la mano en forma de pistola a la cara. Pone el dedo índice en la nariz y el pulgar en la barbilla. Suspira.

—¿Recuerdas qué provocó que te golpeara tan fuerte?

—Sí. Mi pa’ me había regalado un vestido hermoso y a mi hermano un par de jeans, ambos nuevos y a la medida. Mi mamá, aunque era abstemia, tenía comportamientos de alcohólica. En mi casa estaba prohibido el alcohol… Yo nunca he bebido. Me atemoriza pensar qué haría mi mamá si detecta el olor. Cuando mi papá bebía, se perdía hasta que se le bajara la borrachera y hasta la cruda. Y aun así no se escapaba de la paliza. Nunca entendí por qué la aguantaba.

—¿Paliza?

—Literalmente, le daba con un palo de cortinero. No paraba hasta que lo dejaba seminconsciente. En otra ocasión, le dio a mi hermano con un sartén caliente en la espalda. Se lo dejó pegado. A él le pagaba más que a mí y eso me enojaba. El miércoles pasado fue la ocasión más reciente que le intentó pegar. Él ya no se dejó.

Por unos segundos, el silencio se apropia de la sala. Ahora Camilo se peina desde el bigote hasta la barba con la mano, después la pasa por la cabeza para jugar con su cabello rizado y largo.

Lucina mira atentamente la mano de Camilo y le pregunta:

—¿Leíste mi expediente de ingreso?

—¿Cuál sería la diferencia entre lo escrito y lo que tú me puedas decir?

Lucina se hunde en el sillón gris percudido, se lleva las manos a la capucha de la sudadera, la toma de la orilla, se la coloca y logra cubrir la cara.

—Ahí nos les dije lo aliviada que me sentí cuando rodó por la escalera y se rompió la columna. El ruido que hizo y el grito que pegó me liberaron. Mi hermano y yo observamos cómo iba cayendo. Al llegar al suelo nos tomamos de la mano para caminar juntos hasta la cocina por un helado.

—En el expediente dice que fue arrojada, ¿tienes idea de quién pudo haberlo hecho?

Lucina se quita la capucha de la cara, se acomoda el rizo largo que cae por su frente, lo detiene en la oreja izquierda, sonríe.

Sandra Fontes (Querétaro 1972). Escritora. Le fascina la mente creativa, disruptiva y rebelde de las mujeres que se atreven a romper con estructuras preconcebidas.