La tiranía de los espejos

A. de León

Arte: Rubén López Martínez

“I’m looking for the face I had
before the world was made”.
William Butler Yeats.

Α

No iba al gimnasio para que mis ligues fallidos se arrepintieran de rechazarme, ni por la vaga esperanza que ofrece internet —a cualquiera con cámara, disciplina y un escaso sentimiento del pudor—, de ser supermodelo. Actor disciplinado y narcisista, cumplí varios meses con el ritual de las pesas y las selfies sin camisa, y como mi ideal de belleza no es el de un fisiculturista, sino el de un efebo de la antigua Grecia, no tuve la frustración de los chicos delgados, que no engordan, pero tampoco ven sus músculos crecer. Mi complexión es agradecida, y en pocas semanas de ejercicio, mis músculos se empiezan a marcar. De las selfies sin camisa pasé a las selfies en calzones, y las reacciones en redes sociales no se hicieron esperar. Pero éstas no eran nada frente al encanto de mi reflejo: me sumergía en su mirada sexy, indiferente a las preocupaciones cotidianas; al desdeñoso Apolo de los espejos del gym —inmune a la mirada de los otros, que a mí me pone tan nervioso—, no le importaban la muerte ni el patriarcado ni la lucha de clases. Pero las cosas que me gustan de mi cuerpo —mis ojos, mi cabello, mis nalgas, mis piernas—, no compensan su inquietante asimetría. Ni el quiropráctico ni el gimnasio ni las clases de danza contemporánea me pusieron parejo, y aunque al principio me emocionaba la hinchazón de mis pectorales luego de la rutina de pecho, pronto noté que un lado crecía más que el otro y que las venas que empezaban a marcarse no se repetían exactamente en ambos brazos; la clavícula derecha sobresale más que la izquierda y la distancia de mi esternón a mis hombros no es la misma a cada lado.

El aprehensivo análisis de mi asimetría desembocó en el descubrimiento de las manchas en la piel, y aunque mi analista me dijo que tengo Trastorno Dismórfico Corporal —una percepción alterada de mi propio cuerpo—, bastaron tres meses de minuciosa atención en mi imagen para borrar el consuelo de sus palabras, cuando descubrí aquellas lagunas en mi piel. ¿Serán esas manchas blancas en los bordes de mi pecho producto de una temprana pérdida de colágeno, o los primeros signos de vitiligo? ¿No es cierto que alrededor de mi boca la piel está un poco descolorida? Y eso por no hablar de las cicatrices, de los lunares, de la sonrisa chueca.

Hombres y mujeres en mi página de Instagram —la mayoría, indeseados—, respondían con fuegos y corazones y piropos a mis selfies, pero ni aun las reacciones del par de personas que sí me gustaban pudieron hacerme olvidar mi asimetría. Yo me metí al gimnasio para seducir a los espejos.

B

¿Cómo habrá sido encontrarme, por primera vez, con mi reflejo? ¿En qué momento se me ocurrió que esa cara redonda que veía en los ojos de mamá era a lo que ella se refería cuando decía mi nombre, en lo que pensaba cuando pensaba en mí? Dese ese instante, mi mundo se redujo a lo visual, y mi existencia a la infinita labor de construir un reflejo que me gustara. Pero las selfies que tomo con mi celular barato no le hacen justicia al abdomen marcado de mi reflejo, al que —según los vaivenes de mi autoestima—, cubro de besos, desnudo, en el baño, o miro con la misma envidia que a los chicos más altos, más guapos, y más simétricos que yo. Mi mirada nunca será tan sexy como la de mi reflejo cuando, solos, trata de seducirme. Tal vez fue su voluntad, y no la mía, la que me hacía gastar mi mísero sueldo de profesor en ese reino de los espejos, donde yo soy la sombra que replica sus movimientos.

Γ

En su primer año en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería, Harry Potter encuentra un espejo donde sus padres —asesinados en la guerra por Lord Voldemort—, siguen vivos. De no ser por la intervención de Dumbledore, se hubiera quedado ahí para siempre. El espejo de Oesed —explica el director de Hogwarts— te muestra el deseo más profundo de tu corazón, pero no ofrece verdad ni conocimiento. Hay hombres que han enloquecido frente a él, que ignoran si lo que muestra es real o siquiera posible. Harry lleva hasta ahí a su mejor amigo, Ron Weasley, para presentarle a sus padres, pero al pararse frente al espejo, Ron ve otra cosa: a sí mismo, solo —sin sus hermanos, que lo opacan, y sin sus padres, que lo asfixian—, alto, guapo y famoso.

Al quitarse de en medio para que Ron pudiera verse en el espejo, Harry debió sentir como si despertara para descubrir que Hogwarts, el deseo más profundo de su corazón, era sólo un sueño.

Δ

Las dos cabezas juntas, pero no contemplándose / (para no convertir a nadie en un espejo), escribió Rosario Castellanos. En mi primer examen de dirección escénica —Bodas de sangre, de Lorca—, puse a la chica que me gustaba —mi espejo de Oesed—, a hacer de la Novia: le puse una escena en brasier y le pedí que a los lamentos trágicos (ay, ay, ay de mí), les diera un sentido sexual. El momento culminante de mi espejo escénico era cuando Leonardo, su exnovio, le preguntaba: ¿Qué he sido yo para ti? Yo nunca supe qué fui para ella: ¿su amigo?, ¿su casi algo?, ¿nada?

Mi espejo de Oesed me mostraría la nada: ni hombre, ni mexicano, ni moreno, ni bisexual, ni jodido, ni «millenial», ni ninguna de las etiquetas que, desde que me pusieron género y nombre, me separan de mi cuerpo.

E

Seguro, no me molestarían tanto las etiquetas si fuera yo una princesa europea sin obligaciones dinásticas —que en el siglo XXI se hacen supermodelos—, con la etiqueta «Su Alteza Real» y con todos los privilegios y ninguno de los compromisos de un heredero al trono. Tampoco sería tan molesto ser hombre si yo fuera el actor Timothé Chalamet, modelo de belleza masculina —según las revistas de adolescentes—, de una era alérgica a la rigidez del género, tan seguro de su masculinidad que puede usar vestido y ligarse chicas guapísimas y muy femeninas. Tampoco sería tan terrible ser mexicano si fuera latino internacional en lugar de moreno, y burgués en lugar de jodido.

Narciso tuvo el placer de ahogarse en su propia imagen: yo quiero anularme en espejos ajenos.

Z

Nadie puede ver su propio rostro, y algunos emprendedores se aprovechan para ofrecernos, a cambio de nuestro oro —como el conquistador español, según la leyenda, a los nativos de América—, un espejo que promete revelarnos, por fin, el secreto de nuestro ser. Pero hay de espejos a espejos: superficies naturales, como los charcos y los ríos, que nos revelan el paso del tiempo, y espejos artificiales, que distorsionan nuestra imagen. Me miro en uno de estos últimos, y veo a un miembro de la generación a la que va a dejar de dolerle el amor, que se rebela contra el sistema pero que tiene una beca, duerme sus ocho horas diarias, come sus cinco comidas y va al gym y de fiesta y con la familia y escribe y hace un posgrado y nunca se queda con ganas de nada, ni de acostarse con alguien ni de hacer la revolución —eso sí, sin estrés, sin renuncias y sin que nadie se ofenda—.

Otro espejo, el de la madrastra de Blancanieves —el que dice: tú no eres la más bonita del reino—, me enfrenta a mi asimetría: si pudiera, me casaría con una princesa europea y adiós al marxismo; no tengo ni las ganas ni la disciplina de hacer dieta, dejar de fumar o hacerme vegano; no creo que nada que valga la pena —ni el arte ni la revolución—, se haga durmiendo ocho horas, sin estresarse, y no tengo la falta de pudor necesaria para vivir la vida promiscua que las canciones de moda y la filosofía de redes sociales prometen como antídoto contra el amor romántico.

H

No soy siempre el mismo cuando me paro frente al espejo de Oesed: si soy Ron, me seduce con la promesa de reducir el mundo a miradas de admiración para mí; si soy Harry, yo soy el que se disuelve en la mirada amorosa de los demás, que me anula y borra la cicatriz que me hace ser quien soy. En el espejo de Oesed veo lo imposible, pues, como dice Dumbledore, ningún hechizo puede resucitar a los muertos, y ningún hechizo puede crear el amor; pateo el espejo, y los fragmentos se convierten en los ojos de mis muertos, donde creí, alguna vez, escuchar: “eso eres tú”. Entonces mi cuerpo se disuelve en los reflejos con los que, alguna vez, me definieron, y con los que busco, a veces, coincidir: cocorito, mi rey, chapulín, torero, príncipe, pollito, es varón, va a tener muchas novias, qué guapo, qué inteligente, seguro descubrirá la cura contra el cáncer, nos va a sacar de jodido, qué lindo, me encantas, eres muy dulce. Pero el reflejo en que me miro nunca es igual al de hace un segundo: los reflejos son una cosa que sin duda ocurre en el presente. De ahí su fascinación, pero también su vértigo. Las imágenes, en cambio, son eternas: algo queda capturado para siempre, tanto en la imagen fija de la selfie como en la imagen en movimiento del cine. Elizabeth II saludará por siempre desde el balcón el día que le pusieron la corona, y mis padres y mis abuelos, en el video de mi primer cumpleaños, nunca dejarán de sonreír.

Θ

Shawn Mendes —mi arquetipo de belleza masculina, divido como estoy entre el deseo de ser él y de que se acueste conmigo—, luego de posar para Calvin Klein en una sesión de fotos en ropa interior, tuvo un episodio de Trastorno Dismórfico Corporal. No se reconocía en la persona que veía en las fotos: Aparecí sin camiseta en varios carteles publicitarios repartidos por toda la ciudad. Y la verdad es que, después de participar en una sesión de fotos en la que se supone que has de salir sexy, tu mente se puede ver muy afectada, porque al final te obligas cada día a estar a la altura del chico de la imagen. En el espejo de Oesed yo vería a Shawn, pero Shawn también vería a Shawn, el chico al que ninguno de los dos nos parecemos.

¿Qué vería el reflejo de Shawn si dentro del espejo hubiera un segundo espejo de Oesed?

I

¿En qué momento la franqueza de los espejos, que nos recordaban el paso del tiempo, fue remplazada por las imágenes, que lo anulan? El tlamatinime, el sabio de la filosofía nahua, pone un espejo delante de los otros, los hace cuerdos, cuidadosos; hace que en ellos aparezca una cara, una personalidad, se lee en el Códice Matritense. Los espejos de Occidente —falsos espejos de Oesed—, desde el yo cartesiano hasta el sujeto trascendental, anulan esa cara y esa personalidad: en ellos se cumple mi sueño de no tener raza ni clase ni género ni manchas en la piel.

El triunfo de la Modernidad está en que el colonizado vea su oro como una carga; el que se lo cambia por otra cosa se convierte en su salvador.

K

El hombre más feliz del mundo puede usar el espejo de Oesed como un espejo normal, es decir, se vería a sí mismo tal y como es, dice Dumbledore. Un hombre idéntico a su reflejo, un hombre que, como el Dios de Dante, lo que quiere, lo puede. Un hombre a salvo del cambio, del devenir, como el Ser de Parménides, que no fue ni será; es, y que el poeta filósofo imagina encadenado por la Justicia, como Prometeo en la roca. La inmovilidad del Ser me recuerda a las máscaras funerarias de los egipcios: ya no una sombra, sino una estatua; ya no un reflejo cambiante, sino una imagen eterna. Si el Ser, el rostro o la Máscara se adquieren con la muerte en vida, prefiero mirarme en el espejo de Tezcatlipoca, que libera de su imagen al que se mira en él: el espejo humeante no le devuelve su rostro, sino el vacío que se oculta detrás.

En el espejo de Oesed, me vería con la cara de huevo del Bosco y los surrealistas.

Λ

Soy adicto a las páginas de supermodelos de Instagram: a sus fotos en ropa interior, sus videos en las playas de Europa y haciendo ejercicio (los hombres), y bailando (las mujeres). Fantaseo con tener su cuerpo y su vida y volverme su novio.

Entre estos personajes, hay una especie particular: los adictos al gym. Si tuviera su cuerpo, no sufriría por amor. Estos seres, que basan su identidad en el ejercicio y la dieta, se ganan la vida encarnando las fantasías de sus seguidores. Se les acusa de ser banales, pero encarnan los ideales de la ética occidental, aunque no hayan leído La crítica de la razón práctica: autonomía, serenidad, autocontrol. Nada rompe el equilibrio psíquico de estos dioses griegos, que arreglan las cuitas del corazón con los mantras del éxito: querer es poder, vibra alto, nada puede dañarte si tú no lo dejas, rezan los textos con los que acompañan sus videos paseando por el parque sin camisa. A su autoestima de hierro se suman el ascetismo cristiano —con el rigor de las dietas—, y una pizca de promiscuidad posmoderna: a menudo pasan de las rutinas de ejercicio a los videos pornográficos con otros/as modelos de internet.

Mi propia página porno, con miles de seguidores, un cuerpo perfecto acoplado con otros cuerpos perfectos: eso vería en el espejo de Oesed

M

Es curioso que me preguntes, todas las sesiones, qué eres: si un histérico o un obsesivo, un melancólico o un borderline. Qué eres, como si fueras un objeto, me dijo una vez mi psicoanalista. A pesar de mi culto al No Ser, escondo mi rostro tras una colección de etiquetas, sin coincidir, jamás, plenamente con el modelo.

A veces creo que, como los amantes de Rosario Castellanos, queremos convertir al mundo en un espejo para nuestras poses.

N

En el gimnasio identifiqué, de inmediato, a la chica a la que quería ligarme: delgada, güerita y chichona. Había otra chica que me gustaba pero que no era delgada, ni güerita, ni chichona. Nunca me atreví a hablarle a la primera, seguro como estaba de que no se iba a fijar en mí en medio de tantos hombres con cuerpos simétricos. Con la segunda tampoco pasó nada, porque “no era mi tipo”, que es un eufemismo para decir que me gustaba más, pero que estaba fea.

Ξ

Me imaginaba que a ninguna de ellas le podría yo gustar por la misma razón que preferí a la chichona sobre la fea, por algo que leí en mi libro favorito: La belleza es incompatible con la inteligencia: uno se pone a pensar y de inmediato se convierte en pura frente, o en pura nariz, o en alguna cosa horrible ¡Qué distinto el encantador modelo de tu retrato! Te aseguro que Dorian Gray nunca ha pensado nada en su vida. Desde que leí esa novela, quise renunciar al pensamiento por el placer, al cuidado cristiano del alma por el culto pagano al cuerpo. Pero el mismo Wilde dice que la separación del alma y el cuerpo es una mutilación cuyas consecuencias aún padecemos.

Las almas —cuenta Sócrates en el Fedro—, antes de encarnar, persiguen a su deidad favorita en el Mundo de las Ideas, hasta que algunas, distraídas, caen en la tumba del cuerpo y olvidan su vida anterior. Sin embargo, un día, se enamoran, y el cuerpo amado reactiva el recuerdo de la deidad, que se siente en el alma y que, a su vez, se siente en el cuerpo, en la sensación de que las alas perdidas del alma, como una erección aprisionada en los pantalones, empiezan a brotar.

Los mortales —se cuenta en La República—, vivimos como encerrados en una caverna, donde, desde la infancia, hubieran proyectado frente a nosotros un teatro de sombras, que, por nuestra ignorancia de las cosas reales, confundimos con la verdad. Aunque se podría decir que Platón equipara las sombras con los cuerpos —ilusorios en relación con el mundo de las Ideas, de las que el mundo sensible no es más que una copia imperfecta—. Las sombras del mito de la caverna, planas e insubstanciales, reducidas a la pobreza ilusoria de lo visual, se parecen muy poco a los cuerpos —que, en el Fedro, son encarnación del alma, y no su copia inferior—.

Tal vez lo que me gustaba de la chichona no era su cuerpo, sino su sombra: una imagen en mi cabeza. El cuerpo de la otra chica, que me estremecía con su cercanía y con su forma de moverse, tal vez activaba en mí la reminiscencia de la deidad, donde la vista pierde sus privilegios frente al resto de los sentidos: el alma se convierte en experiencia corporal, y la belleza disipa las sombras que la ocultaban.

Cuando nos gusta alguien por su imagen, no nos gusta su cuerpo, sino una pose frente al espejo: nos enamoramos de una sombra en la caverna de Platón.

Π

¿Son posibles otros espejos, unos que no nos condenen a repetir una imagen fantaseada? En eso se parecen las almas del Fedro y el neurótico de las teorías de Freud: el héroe platónico persigue a un único dios, o peor, en El Banquete, a un solo sexo, como el sujeto edípico persigue, en cada cuerpo, a sus figuras parentales. Quizás por eso el padre del psicoanálisis recostaba a sus pacientes en el diván y se sustraía a su mirada, para liberarlos de la tiranía de la imagen.

¿Qué será de las almas distraídas que, en el Mundo de las Ideas, perseguíamos a más de una deidad? Almas frente a las cuales es impotente el espejo de Oesed, que nos engaña con la promesa del deseo más profundo del corazón, como si uno tuviera un único rostro y un modelo perfecto a imitar…

P

Mi maestro de danza contemporánea insistía en darnos clase en un salón sin espejos, porque estos atrofian la sensibilidad: nada peor para un artista del cuerpo que volverse dependiente del espejo, es decir, de su imagen, de la mirada ajena, donde se vuelve un objeto hecho para el disfrute de otro… listo para ser etiquetado, consumido y desechado. Mejor ser bailarines ciegos, conectados, en medio de una pirueta, lo mismo con la columna que con el dedo chiquito del pie. Ciegos, como en la placenta, cuando aún no teníamos reflejo ni identidad.

Σ

El cosmos es un gimnasio enorme donde las sombras de la caverna han suplantado a los cuerpos: los reflejos los arrojaron al otro lado del espejo, donde —como Shawn en el laberinto de fotos de Shawn que no es Shawn—, replicamos los movimientos de las sombras que los dueños del gimnasio proyectan frente a nosotros.

T

Frente al espejo de Oesed, Shawn tal vez se vería exactamente como en sus fotos: libre, por fin, de su cuerpo, que —por más bueno que esté—, suda, envejece, y muere. El supermodelo o el creador de contenido —fantasía de una generación donde cualquiera podría vivir de su imagen, si tiene una buena cámara, internet, poco pudor y, sobre todo, un cuerpo proporcionado, simétrico, normativo y “bello” —, renuncia a su mirada para ser mirado, a su cuerpo para ser reflejo, a la imperfección de sus tres dimensiones por la bienaventuranza de lo plano, perfecto e insubstancial.

Y

Para salvar el cuerpo habría que destruir la mirada. El Minotauro, en el laberinto de espejos, tendría que estrellarse contra los muros para encontrar el auténtico espejo de Oesed, ese que, en cada uno de sus pedazos, muestra un deseo distinto. Los pedazos, a su vez, en cuanto se reflejen unos a otros, provocarían la conflagración de la que habla Heráclito: el fuego que, en un ciclo eterno, destruye y regenera el cosmos, que nunca está fijo ni terminado: las galaxias —que no son galaxias, sino fragmentos de polvo y llamas—, se mueven y transforman sin cesar. 

Φ

¿No sería maravilloso abandonar la humilde fantasía de ser el centro del cosmos por la más radical de fundirme con él?

A. de León (Ciudad de México, 1996). Histrión, filósofx y escritorx. Licenciadx en Literatura Dramática y Teatro por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde cursa actualmente los prerrequisitos para la Maestría en Filosofía. Es becarix de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de Ensayo (2021-2022) y ha publicado en distintos medios digitales.