Guillermo Martínez

—Deberíamos pedirnos una parrillada de carne. Me muero de hambre.
Mis compañeros de trabajo secundan la opinión de Daniel. Miro la carta para ver qué cosas puedo comer. Me alegra ver que lleva algo de pollo, pero las costillas y el solomillo son de carne de cerdo. Si lo acompañamos de patatas y una ensalada mixta, mi ración será bastante decente, y habré llenado el estómago lo suficiente como para no sentir hambre hasta la cena.
—¿Qué es el chorizo criollo?
—Está hecho a base de pezuña de vaca y rabo de toro.
Tardo unos segundos en reaccionar, pero como los demás se ríen, entiendo que es una broma y yo lo hago también. Aún hay algunas cosas que me cuesta comprender, aunque hablo el idioma a la perfección.
—No, en serio. Está buenísimo, te encantará. Es un chorizo especial para las parrilladas.
No insisto en preguntar si también es carne de cerdo. Desde que trabajo en el hospital he decidido ocultar algunas cosas por miedo a la reacción de los demás, como mi fe musulmana. Prefiero hacerme pasar por un egipcio tolerante y abierto al mundo. Bebo un poco de alcohol, incluso he llegado a fumar algún cigarro. Considero que Alá no se ofenderá si son cantidades pequeñas, y luego paso el suficiente tiempo rezando.
Me alegra ver que mis compañeros piden la ensalada por decisión propia, y que además de la botella de vino encargan una de agua fresca. Daniel y Jon se enredan en una conversación de fútbol. Lo que más les preocupa es el resultado de las apuestas que hacen. Deciden que lo mejor es jugársela al número de tarjetas en el partido, con base en la intuición de que un derbi siempre es muy intenso. Pienso en decirles que se equivocan al creer que esa afirmación tiene algún rigor. Hay suficientes factores que hacen suponer que algo ocurrido previamente en una competición deportiva no tiene que repetirse. Apostar a empate o victoria, aunque sea con una cuota menos elevada, aumenta en mucho la posibilidad de acierto. Pero intuyo que lo hacen más por diversión que por dinero.
Lara me habla de una paciente a la que está tratando. Es una persona con una larga enfermedad, y le ha preguntado por los métodos de suicidio asistido. A pesar de haber sido una estudiante modélica y tener un expediente increíble, no está preparada para ciertas situaciones. Lara no es una persona religiosa, pero es demasiado sensible. No se toma a la ligera las consecuencias emocionales que tiene ayudar a morir a una persona y piensa en pasarle la paciente a otro médico. Daniel deja por un momento la discusión de fútbol. Bebe un buen trago de su copa de vino y mastica unos palitos de pan con cereales. Arremanga su camisa mientras se suma a nuestra charla.
—Los médicos nos dedicamos a curar enfermedades, no a ayudar a nadie a morir. Y no lo digo porque yo sea católico. La eutanasia no debería ser legal. Incluso la tolerancia con el cambio de sexo en adolescentes o el gran número de abortos que se consienten me ponen de mal humor. Vivimos una dictadura que pretende apartar de la sociedad los viejos valores que funcionan como pilares de nuestra cultura.
Como hombre religioso puede tener razón en algunas cosas, aunque yo jamás me atrevería a expresarme así en público. Sin embargo, recuerdo que es viernes santo y que los católicos no deberían comer carne este día. Y también que, a pesar de ser un hombre casado, se ve con frecuencia con una estudiante de enfermería. Eso hace que ponga en duda la profundidad de sus valores.
Seguimos comiendo y tratamos de hablar sobre otros temas más ligeros, como las series de Netflix que estamos viendo. Llega la parrillada de carne y las patatas con la ensalada, todo a la vez. Me echo una modesta cantidad de lechuga, no quiero dejar poco para los demás. Sirvo a Lara, aunque luego pienso que podría verse como un acto de demasiada confianza, algo que sólo haría un novio, por ejemplo. Trato de no abusar de los vegetales, porque en general se suele asociar lo varonil con la carne. Arrimo la copa de vino a mi boca, pero sólo humedezco los labios. Como bastante pollo, y me sirvo una costilla también. Finalmente, y ante la expectación creada, cojo un trozo de chorizo criollo y lo pruebo. Es difícil saber qué carne es con exactitud, pero juraría que es cerdo al noventa y nueve por ciento. Les digo que no me gusta el sabor, se ríen y seguimos comiendo.
Para los postres pedimos una muestra de tartas. Me fascina esa que llaman «Tarta de la abuela». Está hecha con galleta, chocolate y crema pastelera. Entiendo que su nombre se basa en que es una receta sencilla, que podría hacer cualquiera en su casa. El resto de porciones son más elaboradas y sabrosas, pero se nota que son industriales y eso para mí les resta puntos.
Los chicos y Lara piden unos combinados. Yo me disculpo diciendo que la comida me ha caído pesada y solicito una infusión de manzanilla. En la sobremesa hablan de lo que harán el fin de semana. Daniel piensa ir a ver a su familia a la ciudad y disfrutar de las procesiones de Semana Santa.
—Es curioso. Tenía la idea de que en Europa no se celebraban fiestas religiosas. Es decir, claro que conocía la Semana Santa, pero no sabía que fuera festivo en todo el país. Pensé que esta era una nación laica.
Parece que a Daniel y a Jon no les gusta demasiado mi comentario. Lara se apresura a explicármelo.
—Es que este no es exactamente un país laico, sino aconfesional. Después de aprobar la constitución, se firmaron unos acuerdos con la iglesia para mantener ciertos días religiosos como festivos.
Los chicos piden una segunda ronda de ginebras con tónica y la cuenta. Cuando nos la traen, dividen el precio entre cuatro. Pienso que no es muy justo, porque ellos han bebido seis copas de cinco euros cada una; yo, sin embargo, he tomado una infusión que ha costado un euro cincuenta. Opto por no decir nada. Buscaré la manera de exponer en el futuro mi punto de vista sobre el tema sin ofender a nadie. Aceptamos poner cada uno de nosotros un euro para la propina y en seguida acaba todo el mundo su consumición y nos despedimos.
Siento la tentación de coger a Lara por el brazo e invitarla a tomar algo ella y yo solos, pero temo que no sea adecuado. Además, como ha tomado dos copas, tal vez piense que me quiero aprovechar de ella, cosa que no es cierta. Me gustaría acostarme con ella, pero no de cualquier manera.
Me subo al bus urbano que se dirige al centro. A esta hora va muy concurrido y no hay asientos libres. Se pueden ver caras serias y de cansancio. No es la imagen alegre que uno pudiera imaginar del primer mundo. De todas maneras me siento feliz de estar aquí. Me bajo en una calle comercial llena de gente. Es difícil avanzar entre la marea de cuerpos. Giro en una bocacalle y poco después encuentro la tienda que buscaba. Es un vegetariano que prepara comida para llevar. Tiene buenas valoraciones en Google y en general sus usuarios dicen que se sienten «muy satisfechos» con la atención y el producto. Cojo una carta del mostrador para observar su menú. Me decido a pedir un humus con pasta de sésamo y la crema de berenjena con pan de pita. Además, compro un poco de té verde con jengibre y limón, y un trozo de bizcocho de zanahoria. Así tendré de sobra para cenar y me dejaré algo para almorzar mañana.
Doy un paseo hacia el parque buscando un poco de tranquilidad. Hay un grupo de jóvenes con edad de ir al instituto. Visten ropa de marca con grandes logotipos que les queda demasiado ancha y reproducen música en unos altavoces portátiles. Deduzco, por el olor, que eso que fuman no es tabaco. Los dejo atrás y camino hacia el estanque. Hay pavos reales y en el agua nadan unas carpas. Un puente de madera pasa por encima y lo elijo como sitio adecuado para echar una foto. Retoco los colores para que se vea más atractivo y la subo a mi perfil de Instagram —al que tengo con mis conocidos de aquí; tengo uno distinto para mis amigos de Egipto—.
Miro a mi alrededor y me doy cuenta de que la mayoría de personas que hay son parejas que caminan cogidos. Eso hace que me deprima un poco y salgo a paso ligero. En la zona alta hay mesas de ping pong y un skate park. Compro una Coca Cola y me paro a ver los trucos que realizan. En mi infancia practiqué un poco de fútbol, pero en seguida me apartaron del deporte y me dijeron que me centrara en estudiar. Mis dos padres eran médicos. Ahora lo soy yo también.
Observo la hora y pongo rumbo a las mesas de ajedrez. Cuando llego, están todas ocupadas. Por fin veo una mano que se levanta y me dirijo allí. Claudio está acabando de colocar las fichas. Es lo más parecido a un amigo que tengo, fuera del ámbito laboral. Le gané aquella primera partida, y desde entonces jugamos dos veces por semana. No sé si está jubilado o si aún trabaja. Hablamos poco de nuestras vidas privadas. Todo va de ajedrez. Él es un estratega: prefiere una partida larga y que sea difícil en el medio del juego, aunque derive en un final fácil para uno de los dos. Siempre tengo que gastar el máximo tiempo posible en pensar mis jugadas y luego usar la improvisación. No siempre sale bien, aunque suele causar una buena impresión cuando ganas. Si quieres mantener la amistad con un jugador de ajedrez, no debes ganarle siempre. Perder un porcentaje de partidas es asumible. Hoy parece que me encamino a la derrota. Eso hace que Claudio esté más dicharachero de lo normal.
—¿Qué vas a hacer el fin de semana, Karim?
—No tengo que trabajar hasta el lunes, así que me tomaré unos días para conocer bien a fondo la ciudad.
—La ciudad es una porquería. No hay nada bueno que conocer aquí. Lo mejor para ti sería volver a tu pueblo. Eso es lo mejor que podría pasarte, sí señor.
Me voy quedando sin peones. Ambos perdemos fichas importantes, pero las mías son más valiosas. De todas maneras, podría tratar de remontar siendo agresivo con la dama. Su caballo y su torre están indefensos y mal situados. Prefiero seguir con el rumbo de la partida y, poco a poco, veo cómo me encierro y me quedo sin opciones. Claudio acaba ganando y nos damos la mano.
—Es un placer jugar contigo. Aunque hoy no estabas nada concentrado. Tenías dos pasillos hacia mis torres y no los aprovechaste.
—Mis preocupaciones llenan hoy mi cabeza por encima de mi capacidad como jugador.
Recogemos las fichas y las guardamos en una caja de madera que se cierra con una tapa de plástico. Claudio las mete en su mochila y saca un cigarro. Lo enciende y, tras pensarlo, me ofrece uno.
—No debería fumar, me lo tienen prohibido. Pero si no echo unas caladas antes de ir a casa me vuelvo loco, Karim.
Finalmente acepto su invitación y fumamos juntos por el parque. Hablamos de cosas banales, de si hará mucho frío o cómo van creciendo los días. Pienso en pedirle consejo sobre Lara y si debo ayudarla con la paciente que quiere morir. Luego declino la idea, porque en estos momentos tengo una buena opinión de Claudio. Si resulta ser una persona por debajo de mis expectativas me sentiré defraudado. El cigarro sabe mal, eso no es ninguna sorpresa. Me resulta molesto al estómago y su olor es desagradable. Sin embargo he de reconocer que socialmente tiene su valor. En una persona torpe para tratar con los demás, como es mi caso, viene muy bien para la comunicación no verbal.
Nos despedimos y me mezclo con la multitud. Camino quince minutos largos hasta que llego al bloque de edificios donde vivo de alquiler. Me encuentro con unos vecinos que me saludan, sonrientes. Debe ser por mi buen aspecto, el traje me sienta muy bien. Cuando llegué a este país, tras horas de viaje vestido con un simple chándal, no tuve ninguna cordial bienvenida. Subo a la última planta y entro a mi piso con terraza. Me descalzo, enciendo una barrita de incienso, después cuelgo mi traje con cuidado y saco un chándal de algodón. El pantalón es azul marino y la parte de arriba, una sudadera roja sin capucha. Busco en el iPad el grupo que me recomendó Jon, llamado Muse. Es un poco fuerte para mi gusto, pero lo dejo por el momento. Tengo el móvil sin batería así que lo pongo a cargar y saco mi portátil. A esta hora suelo tener la video llamada con mi familia. Me conecto por Skype y en seguida aparece mi madre.
—Salam aleikum.
—Va-alaikum As-salaam.
—Otra vez en chándal.
—Madre, ya te dije que en casa visto en chándal. Al trabajo llevo lo que tú me regalaste. De todas maneras nos ponemos una bata blanca por encima, así que nadie se daría cuenta.
—¿Has ido a la mezquita?
—Esta semana he ido algún día.
—¿Hoy has ido a la Mezquita?
—No, madre. Hoy no he ido.
—¿Y por qué razón has llegado tarde para hacer la video llamada?
—Primero, he comido con los compañeros de trabajo y, luego, hemos ido a dar una vuelta; después, aproveché para dar un paseo y comprar comida halal.
El teléfono tiene ya suficiente batería, así que lo enciendo. Poco después empieza a sonar. Al principio trato de no hacerle caso. Finalmente, la curiosidad es demasiado grande y toqueteo la pantalla con disimulo. Mi madre se da cuenta de que no le hago caso, así que se enfada. Hay un mensaje de Lara. Es de hace una hora. Parece que está tomando copas en un bar del centro y me invita a pasarme. Simulo una avería, apago Skype y cierro el portátil. Lara me manda su ubicación. La tengo que apuntar en un papel porque el teléfono aún tiene poca batería y no podré llegar con el GPS. Consulto en internet la dirección, me pongo el traje y salgo hacia allí.
El sitio está en la planta baja de un edificio de viviendas. El exterior está decorado con madera. Da la impresión de que lleva muchos años abierto, sin embargo es una especie de franquicia, y en realidad la sensación de mobiliario gastado es impostada. Hay fotografías del parlamento de Londres, del Big Ben, de una cabina de teléfono y de autobuses rojos de dos plantas. Ella se encuentra en la barra, sola. Por un momento pensé en la posibilidad de que estuviera acompañada de alguna amiga o familiar. Repasaba mentalmente una lista de posibilidades para zafarme de la incómoda situación. Podría decir que me pillaba de camino al cine y pasaba a saludar, por ejemplo… O fingir una llamada de un conocido o una súbita indisposición.
Cuando me ve, sonríe y se levanta a darme un abrazo. Huele muy fuerte a alcohol y sus ojos dan la impresión de haber estado llorando. Habla un poco raro, como si le costara un gran esfuerzo hacerlo.
—Gracias por venir, no quería estar sola. Se supone que tenía que ir a cenar a casa de mis padres. Viene mi hermana y su prometido. No los soporto, ¿sabes?
—Da igual, no tenía nada importante que hacer. Estaba ordenando mi correo electrónico.
Se ríe muy alto, aunque no me parece haber dicho nada gracioso.
—¿Ordenando tu correo electrónico? Suena absurdo y aburrido.
Se vuelve a reír a un volumen muy elevado. Varias mesas se giran hacia nosotros. Lara llama al camarero y pide dos ginebras. El chico se esfuerza en la elaboración: echa mucho hielo en un vaso ancho y más alto de lo habitual, corta un par de trozos de corteza de limón, sirve la ginebra con un medidor y pasa la tónica por una espiral metálica. Observar toda la operación es divertido. Parece una pequeña obra de teatro que justifique lo que van a cobrar. Les echa un par de frambuesas congeladas y nos coloca las copas sobre un posavasos verde. Lara quita todo lo que no es hielo maldiciendo y le da un trago muy largo. De una tacada se bebe más de la mitad.
—Perdón, creo que voy un poco beoda. Todo esto me supera, Karim. El curro en el hospital, la mujer que pide la eutanasia asistida, mi novio, la familia. Todos esperan que haga siempre lo mejor. Y muchas veces no sé qué es eso que debo hacer.
No sabía que ella tuviera novio. Encuentro que está muy confusa, pero los datos que me da no son suficiente información para saber cuál es el origen del problema, ni como afrontarlo. Le doy un sorbo a mi vaso y asiento con la cabeza.
—Y tú eres el único que parece estar siempre bien. No presionas a los compañeros, ni metes caña, ni criticas a las espaldas. Tú siempre haciendo lo correcto.
—Me temo que estoy un poco confundido. No entiendo muy bien cuál es el problema que te angustia.
Le da otro trago largo a su ginebra y se la acaba. Me mira con los ojos en las órbitas y se acerca mucho. Huele a alcohol y a tabaco y lleva el rímel bastante corrido.
—El problema es que necesito echar un polvo, ya.
Me coge del brazo y me saca del bar. Cerca de allí hay una parada de taxis y nos subimos a uno. En el asiento de atrás nos vamos dando besos con lengua y tengo una erección. Ella me toca por encima del pantalón. Puedo observar al conductor mirando por el espejo retrovisor. En la radio suena una canción de Radiohead. Aunque ya he tenido relaciones con otras chicas, no han sido muy satisfactorias. Además, nunca he copulado con una mujer occidental. Y, desde luego, nunca ha sido algo improvisado, siempre he tenido tiempo para prepararme de antemano.
Lo primero que pienso es que no estoy depilado. Además no tengo una mochila para cambiarme y vestirme con ropa cómoda al acabar. Luego, me pregunto si esto es adecuado. En términos generales, esta chica me gusta, de hecho me gusta lo suficiente como para plantearme algo serio con ella. No sé si sería ideal que nuestro primer coito fuera bajo estas circunstancias. Al bajarnos, Lara no encuentra la cartera, así que yo me hago cargo de la cuenta. Antes de llegar al portal de casa, ella vomita y se queda pálida y con mala cara. Cuando se recupera, entramos y subimos en el ascensor. Se abraza a mí y me toca la cara. Sus dedos están fríos y tiembla. Cojo sus llaves para abrir la puerta. Se disculpa y se dirige al baño. Vuelve a vomitar. Sale para preparar un par de copas con dos botellas pequeñas de ginebra color rosa. Son de una marca que se llama Puerto de Indias. La encuentro demasiado aromática y además no me parece bien que siga bebiendo. Le propongo que se dé una ducha primero, tal vez así se mejore. Acepta y se mete en el cuarto de baño.
Echo un vistazo al salón. Hay ropa tirada en el sofá y acumula polvo en los muebles. Enciendo la televisión. Los canales no están puestos en orden, lo cual me pone bastante nervioso. Pienso en colocarlos numéricamente, pero tal vez ella prefiera ese desorden. Como tarda mucho, me acerco al baño y pico suavemente en la puerta con los nudillos. No responde, así que me asomo y la veo sentada en el plato de ducha, dormida. Cierro el agua, por lo que me mojo la camisa. La seco con una toalla como puedo y me la llevo a su cama. Pienso en ponerle ropa interior. Quizás no encuentre aceptable que hurgue en sus cajones y le ponga unas bragas. La tapo con la sábana y bajo un poco la persiana. Aunque ya no hay luz en la calle, el sol no la molestará por la mañana. Busco una cafetera y le preparo un café. Como no tiene termo, se le enfriará, pero le bastará con calentarlo un poco en el microondas. También le preparo una tortilla de dos huevos y un poco de verdura y se lo dejo tapado en la mesa, con una nota. A mi padre le encantaba tomar todo eso cuando se levantaba con resaca.
Salgo del edificio y camino hacia mi casa. Hay un recorrido muy largo. No tengo suficiente batería, así que no puedo usar los mapas de Google, debo ir un poco a ojo. Me miro en un escaparate. Tengo un aspecto raro con la camisa mojada. Si abrocho mi americana, la cosa no mejora demasiado, pero al menos no tengo frío. Dos chicos que beben en la calle me insultan y me hacen un corte de mangas. Me llaman moro de mierda. No les digo nada porque en general sería empeorar la situación y podría llevarme unos golpes. He aprendido a tolerar cierto nivel de insultos.
Cuando estoy cerca de mi edificio, veo una cafetería que abre toda la noche. Entro y me pido un café americano y un bollo de canela. En la televisión repiten un partido de fútbol donde gana el equipo de la ciudad. La gente no le hace demasiado caso y la mayoría de ellos mira sus teléfonos. Un anciano que tengo en la mesa de al lado juega a algo parecido al Candy Crush. Me pregunto si estoy haciendo las cosas bien. Con mi familia, con mi vida, esta noche con Lara. Me pregunto qué hubiera pasado si no se llega a dormir en su ducha, si me hubiera aprovechado de ella. Pago mi cuenta y dejo un par de euros de propina. El camarero me da las gracias un montón de veces. Una vez en la acera me paro un momento y pienso a dónde ir. Giro antes de llegar a mi casa y me dirijo a la mezquita del barrio. Estos días organizan eventos que acaban tarde, tal vez encuentre a alguien por allí. Normalmente trato de evitar el contacto con los musulmanes para facilitar mi integración. Sin embargo no logro profundizar en mi relación con la gente de la ciudad y tratar con ellos los temas que me preocupan de verdad. Veo unos cuantos conocidos a la entrada que me reciben con palmadas en la espalda.
—Karim, vienes muy elegante.
—Vengo directamente de trabajar. ¿Está Ahmed?
—Quizás lo encuentres en su despacho. Estará a punto de irse a casa, es muy tarde.
Paso al interior y encuentro al imán. Lleva una mochila marrón que sujeta por un asa y camina arrastrando los pies. Se sorprende al verme y me coge del brazo. Caminamos juntos hacia la calle.
—Menuda sorpresa. Después de semanas sin venir, apareces así. Nos pillas de puro milagro. Estamos acabando de recoger todo. Hemos organizado una cena social para conseguir dinero que ayude nuestras actividades, ha venido mucha gente. ¿Qué te trae por aquí a estas horas?
—Creo que me encuentro un poco perdido. Necesito ayuda.
Ahmed se frota los ojos y mira la hora en su reloj. Es un Casio de correa negra.
—No sé si es la hora adecuada. ¿Qué es eso que no puede esperar a la mañana?
—Hay algo que me preocupa y yo… no tengo con quién hablar.

Guillermo Martínez (Madrid, 1983). Cursó estudios en la Universidad de Oviedo, la cual abandonó antes de licenciarse. Ha publicado sus relatos en distintas antologías de concursos, como el Antonio Trueba (de la Biblioteca de Almería) o el certamen internacional Cuando Puedas. También se pueden leer sus relatos en las revistas digitales Almiar, El Coloquio de los Perros o El Caminante.