El tiempo del escritor                     

Reynaldo Bernal Cárdenas     

Arte: Julio Martínez

¿Se puede ser escritor a una mediana edad, es decir, a una edad en la cual no esperaríamos que a nadie se le ocurriese la idea de cambiar de profesión? O, dicho de modo más preciso, ¿se puede llegar a ser buen escritor si se ha empezado en estas lides, por ejemplo, a los cincuenta, sesenta o más años, acaso después de la jubilación? Es claro que, aunque los ejemplos no abundan, la historia sí muestra uno que otro caso. Ahora bien, ¿cuántos son significativos? Apostaría a que no son tantos como uno supondría: se dice que Frank McCourt publicó su primer libro a los sesenta y seis años; no sería hasta los cincuenta y cinco cuando Charles Perrault escribió Cuentos de mamá ganso; el príncipe de Lampedusa no tuvo especial interés por la creación literaria hasta los cincuenta y ocho años; Isak Dinesen comenzó su carrera a los cincuenta, y Sam Savage a los sesenta y cinco.

La cuestión —que en sí misma parece irrelevante— se me convirtió en una fijación desde 2017, año en que, con cincuenta y cinco encima, y abocado a la penosa coyuntura de un divorcio, decidí llevar una vida diletante, y dedicar mi tiempo libre a la escritura. Sin embargo, cuando leí la lapidaria sentencia de García Márquez, la conclusión se tornó clarísima: “El oficio de escritor, sus técnicas, sus recursos estructurales y hasta su minuciosa y oculta carpintería hay aprenderlos en la juventud. En realidad, hasta los treinta años uno escribe a chorros, se le ocurre más de lo que puede digerir, y se piensa que los conocimientos artesanales son un estorbo y que es mejor la espontaneidad. En ese momento es verdad, pero cuando la espontaneidad se acaba uno se queda sin nada si no aprendió a tiempo la sabiduría, porque los escritores somos como los loros que no aprenden a hablar después de viejos”.

¡Loro viejo no aprende a hablar! Esa contundente oración, aparte de gritarte “¡abuelo, no pierdas el tiempo intentándolo!”, tiene cierto matiz de irrefutabilidad indesligable de la grandeza de quien la pronunció, y advierte con dureza que la juventud es una condición sine qua non para aventurarse a tomar la pluma por primera vez.

Procurando no desalentarme, apelé a la ilusión, esto es, al beneficio de la duda, como cuando te recomiendan pedir una segunda opinión pese a que el diagnóstico funesto fue emitido por un médico reputado. Una esperanza idiota, claro.

Después de infinitas consideraciones, e invocando los saberes de la ciencia respecto a los efectos de la edad en el deterioro cognitivo del cerebro, sólo hallé evidencias de que cualquier actividad que mueva a pensar es útil. Pero mi interés procuraba discernir si, más allá del mero hecho de acoger el acto de la escritura como ejercicio mental, se puede llegar a ser buen escritor. Porque al parecer, no todo depende de lo sano que tengamos el cerebro, sino también de algún tipo de ímpetu que sólo se posee en la mocedad. Era a lo que se refería Gabo.

Con deducciones cada vez más imprecisas, inferí que la pregunta había que trasladársela a quienes han tenido la literatura como medio de vida y han participado en la formación de nuevas generaciones de escritores, tanto en aulas universitarias como en espacios menos formales, por ejemplo, talleres literarios. Lanzaría el balón al terreno de aquellos que desde muy jóvenes comprendieron y aceptaron el llamado de los libros: a los maestros. Sin duda que, conociendo de primera mano el proceso escalonado de numerosos estudiantes, sabrían dictar valiosas conclusiones. De mi parte, pensé, correspondía únicamente la decisión de intentarlo, de sumergirme valientemente en el mundo de las técnicas narrativas y ver qué sucedía. Me sentaría cara a cara con la hoja en blanco. La desafiaría. Una cita de Paul Auster que aparentaba ir en contravía a lo expresado por el Nobel colombiano alentó aún más mi determinación: “En literatura no hay genios precoces, no es posible. Se pueden dar en música, en artes plásticas, en ajedrez, en matemáticas, pero en literatura no, porque para dominar el lenguaje hace falta que pase mucho tiempo”.

A esa altura de las cosas, y como aportación para dilucidar en algo el asunto, reconozco que sólo puedo referir mi experiencia personal y, en últimas, dar una mera opinión.

Tengo cincuenta y nueve años y, creo haberlo dicho, volví los ojos a la literatura a los cincuenta y cinco. Al principio fue un simple y renovado interés en la lectura, quizá por aburrimiento. Luego busqué en internet sitios dedicados a la divulgación, bibliotecas virtuales, específicamente de cuento, pues mis expectativas como literato no podían ir más allá. Me volví seguidor del sitio web Narrativa Breve por la excelente selección de obras y autores, también por la lista de los 1001 mejores cuentos de la historia. Si iba a aprender de alguien, sería de los grandes, así que asumí el reto de leer uno o dos cuentos de la lista cada día. Tiempo después, empecé a escribir relatos muy cortos que en su momento creí prodigiosos. Tuve incluso la osadía de enviarlos a concursos en línea o por correo ordinario. Sin embargo, mi mayor atrevimiento consistió en contactar con el escritor y profesor extremeño Francisco Rodríguez Criado, creador del reconocido blog, y enviarle un par de historias —desastrosas, por cierto— que en mi ilusoria imaginación veía ya publicadas. Huelga decir que fueron ignoradas. Como tuve el suficiente sentido común para intuir que mi visión era poco realista, pero seguía con el anhelo intacto, me inscribí en un primer taller literario. La buena experiencia de exponer mis textos a otros y recibir comentarios de primera mano fue enriqueciendo mi panorama, de modo que, poco a poco, me adentré en el fascinante mundo de la ficción y fui ajustando un decente pulso narrativo. Me volví obsesivo con la lectura consciente, con la corrección y la musicalidad de las frases, de los párrafos, es decir, con el ritmo. Me ocupé no sólo en contar bien una historia, y en concebir personajes sólidos, sino en mimar el lenguaje. Leía con lápiz en la mano, tomaba nota de cuantos artilugios se me revelaban en páginas y páginas de lectura. 

Me percataría, mucho después, de que no era que nunca me hubiera picado el bichito literario; de hecho, de niño leía cuanto caía en mis manos, y tenía una afición particular por los comics y las ediciones de bolsillo de wésterns norteamericanos. También recuerdo a Genaro Carrero (un barcelonés muy amable, profesor de español durante mi bachillerato) alentándome a escribir, pues advertía cierto potencial en su estudiante. El último año gané incluso un modesto concurso de cuento a nivel escolar. Sin embargo, los caminos de la vida se bifurcaron, alejándome por décadas de ese interés.

En suma, creo que una tardía inclinación hacia las lides literarias obedece, de alguna manera, al hecho de que siempre la tuvimos, pero que, por las razones que sean, no atendimos tempranamente.

En fin, resultó que, al cabo de tres años de estudios, de numerosas jornadas de trasnocho, y otras tantas de ingente trabajo, mis relatos comenzaron a aparecer publicados en blogs de literatura online, periódicos, radios, revistas y antologías impresas, otorgándoseme de paso el título de «escritor» (con el cual no me siento muy cómodo). Y, aparte de ser finalista en algunos concursos, hubo una satisfacción especial el día en que mi nombre apareció en Narrativa breve; más aún, cuando alguno de los cuentos allí publicados fue calificado generosamente por su creador como joya literaria. Parecía haber pasado el examen. No digo que en tres años te vuelves escritor, eso es imposible. Sólo digo que, si no habías escrito antes, o al menos no de forma consagrada, es posible que esforzándote lo suficiente, y con cierta dosis de talento, quizá logres escribir unas cuantas cuartillas decentes en pocos años.

Para concluir: ¿Se puede llegar a ser buen escritor a los cincuenta, sesenta o más años? En mi opinión, sí. Pero es una labor titánica que tendrá siempre el factor tiempo en contra, porque pretender recuperar en corto plazo lo no aprendido en la juventud requerirá redoblar esfuerzos, hacer enormes concesiones y sacrificios a los cuales podríamos no estar dispuestos. Habrá que renunciar de repente a la apacibilidad de una jubilación gratificante para adentrarnos en terrenos inhóspitos y peligrosos que bien podrían dejar más frustraciones que satisfacciones. Asimismo, debemos entender que, de llegarse a dominar decorosamente el oficio, la obra global no será muy prolífica. Esto significa, sin rodeos, que el éxito masivo ya no está a nuestro alcance. Otro aspecto para considerar es que no importa qué buen profesor se tenga; puede ser un premio Nobel, pero él jamás nos convertirá en escritores. Eso depende sólo de nuestro trabajo.

Si encuentra usted que una de estas razones le genera temor o antipatía, angustia o frustración anticipada, quizá deba distraer su mirada y no complicarse, dedicarse a dar de comer a las palomas, ayudar a cuidar sus nietos, o disfrutar los placeres de la vida; pero si usted es de temperamento obcecado, y ni la contundente sentencia de un Nobel lo detiene, comience ya a leer a los grandes, inscríbase en cuanto taller literario pueda (o lo admitan), olvídese de la vida social, y esté dispuesto a que digan “el abuelo enloqueció”, porque si siempre escuchó el llamado de la vocación, pero las circunstancias no le permitieron dedicarse a ella, quizá haya llegado el momento. Además, siempre será una ventaja la experiencia acumulada y la perspectiva de la vida a esta edad. Pero sepa que ya no estamos para un Nobel, ni tan siquiera para un premio relevante. No nos mueve eso en realidad, sino la posibilidad de permanecer vivos en unas páginas aun cuando hayamos dejado este plano terrenal, tal como sucedió con Laura Ingalls Wilder.

Sí, quizá nos llegó el momento, el momento de intentar ser buenos escritores. Porque ni el mismísimo Gabo, en sus maravillosas páginas, imaginó jamás que pudiese existir, más allá de cualquier lógica, una extraña raza de loros que después de viejos sí aprendiese a decir algo.

Reynaldo Bernal Cárdenas (Bogotá, 1962). Estudió música en sus primeros años y después fue seducido por las letras. El género del cuento marca su andadura como escritor en varios proyectos literarios que han visto la luz como publicaciones y antologías en formato impreso y virtual de varios países.