Contrasentidos y sinsentidos: la piedra de la locura

Gerardo Alquicira Zariñán

Arte: Julio Martínez

“… su principio también es el de su farsa.
Son y no en aquello que les dio su ser.
Así, pues, son verdades pérfidas…”
Sonia Baudrin, Los lindes del infinito

Hojeando La piedra de la locura de Benjamín Labatut, descubrí que aquella nota de octubre de 2022 en la que The Guardian informaba que, por 77 años, una obra de Mondrian fue exhibida al revés en un museo de Alemania era algo más que la curiosa recensión de un suceso anodino: era una (otra) revelación desconcertante sobre la profundidad de nuestra ignorancia acerca de los derroteros por los que navega este mundo nuestro donde caben muchos mundos.

Esa pintura consta de dos versiones: un boceto hecho de cintas móviles y coloridas con la que Mondrian jugó con la composición, y la ejecución final en óleo. Las dos participan del mentado error. Pero esto no es lo que me parece más interesante de la noticia. (Por alguna razón, a la muerte de Mondrian, el boceto se consideró un cuadro acabado que merecía exhibirse, y ya desde su primera muestra adquirió el falso sentido que conservó hasta el último octubre, y que el óleo repitió). Tampoco lo es la raíz del error. (Cosa nada rara, Mondrian no firmó el boceto de las cintas, y por eso los primeros curadores que lo exhibieron se vieron forzados a indagar en las hipótesis más controvertibles para tratar de exhumar sus intenciones creativas). Menos lo es el hecho de que el descubrimiento de octubre haya desbaratado una larga historia de interpretaciones y críticas acerca del cuadro que creíamos conocer, y que la nueva verdad ya no soporta. Y ni siquiera lo es la falacia que nos convenció de que allí había de un error[1].

No, me llama la atención que esta noticia nos ha vuelto a mostrar que ese trasnochado afán de Verdad (con mayúsculas) nuestro no ha perdido vitalidad. Seguimos teniendo sed de absoluto, como Werther.

Seguimos aferrándonos a lo que sea con tal de sentir un poco de seguridad epistémica. Por ejemplo, la prueba que probó que la pintura de Mondrian se había estado exhibiendo al revés es una fotografía de 1941 que muestra el cuadro de las cintas descansando en su caballete, mientras su autor aún experimentaba con ella. Evidentemente, la orientación que tiene el cuadro en la fotografía es contraria a la que se adoptó para exhibirlo. Aquella imagen no revela nada más, pero la deriva fue unánime: Como no existen razones para creer que Mondrian concibió su obra bocabajo, no nos queda de otra que admitir ahora nuestro error (porque es nuestro) y celebrar el fin de nuestra ignorancia.

Heidegger escribió que “el origen de algo es la fuente de su esencia”. Algo “es lo que es y tal como es” gracias a su origen. Siguiendo este supuesto, la obra de arte es tal, gracias a “la actividad del artista”. El boceto de las cintas de Mondrian confirma dos veces esta afirmación y la desdice una: dio pie a la pintura en óleo porque la proveyó de su composición sugerente y de su error esencial (una ruptura con su esencia pretendida), pero lo hizo a través de una omisión (una inacción).

Me parece tenebroso que una fotografía tan ambigua haya bastado para fundar un diagnóstico así (que “New York City I”, una pintura abstracta, tenía un al revés contrapuesto a un derecho absoluto: que tenía una verdad connatural), porque es sintomática de esa disposición epistemológica que Labatut identifica en su libro como la fuente (la piedra) de nuestra locura contemporánea: hay pocos y pocas de nosotras que hoy no sacrificarían todo (hasta el placer de tener la razón) al despropósito más evidente, siempre y cuando esto nos deje vivir de nuevo la seguridad perdida de ese tiempo anterior al del sinsentido del mundo, cuando había verdades incontestables sobre las que podíamos erigir el edificio de la ciencia, y no sospechábamos que la esencia del cosmos es un caos irremediable.

Hay pocas y pocos que hoy no darían lo que fuera por volver a sentir el sosiego de ese mundo extinto que soportaba y reverenciaba certezas atemporales. En medio de la locura de los tiempos (eso que los cortos de ideas y perezosos de la palabra llaman la «posverdad»), no deseamos nada más que tener certidumbre de algo, y por ello las noticias como la de la pintura nos alegran el día: nos convencen de que aún existen leyes inmutables, enterradas en el tiempo y la memoria como vestigios invencibles de una gran promesa, hecha por el Creador.

Pero, miren cómo son las cosas: esta reseña también empezó al revés. No quería hablar del cuadro en este ensayo, sino del libro. El supuesto error de la pintura también me confirmó la tesis más valiosa del ensayo de Labatut: que nuestra nostalgia de absoluto se alimenta de una miríada de posiciones contrapuestas y fantasmales con la que desde hace tiempo convivimos sin saberlo; una tan densa que parece homogénea y tan discreta que parece inofensiva, pero que no deja de susurrarnos que hemos venido contemplado el mundo al revés desde que la razón ha creído tener la razón.

Como la de la pintura de Mondrian, un mal día el contrasentido del cosmos de pronto nos pareció vertiginoso y falso, y nada nos costó juzgarlo un sinsentido[2]. Aunque sabemos que la historia reboza de tiempos convulsos, incluso más agudos que los de ahora, el problema contemporáneo es que los virajes de nuestro mundo nuevo superan en velocidad la heterogeneidad y furia a los que antes enfrentó la humanidad. “Estamos atrapados en una carrera alocada –escribe Labatut–, desencadenados del pasado y sin nada que nos ate a una imagen fija del futuro, pero completamente perdidos”. El cosmos hoy, más que nunca, nos parece un entramado de impresiones amorfas e inconexas, y en esta caída sin fondo a un abismo epistemológico hemos cerrado los ojos para evitar vomitarnos encima. Por eso nos parece que ya nada tiene sentido: porque apagamos las luces del averno.

Pero, el viraje de esta cordura nuestra, como el de la pintura, tampoco será perpetuo. Estos desenfrenados cambios de perspectiva no durarán para siempre, como tampoco lo hará el sentimiento de desamparo en el que ahora nos gusta galopar. Labatut argumenta que el caos no es un desorden: es un orden con leyes extremadamente difíciles de determinar para nuestros sistemas corrientes de pensamiento. “El caos parece sugerir que hay algo en la esencia misma de las cosas que escapa a nuestro alcance”, y ante su impenetrabilidad epistemológica, nos queda el pasmo de lo fortuito: nuestro mundo se ha vuelto tan impredecible tanto en la velocidad como en la dirección que toman sus cambios, que cada día nos parece el despliegue de una serie de destinos fatales que un dios caprichoso (la tragedia) ordenó sin motivo.

Hasta aquí, ha hablado Labatut a través de mí. Lo que sigue es mío por completo.

Frente a este nivel de penetración en la sinrazón del presente, sorprende que nuestro autor pregunte al principio de su libro: “¿Alguna vez comprendimos la realidad? ¿Podemos siquiera aspirar a ello, o acaso se trata de algo que está completamente fuera de nuestro alcance, un sueño infantil, un resabio de la Era de la Razón que está cabalgando desbocadamente hacia su fin?”. Sorprende, porque la tesis de que “lo real está fuera de nuestro alcance” ya la había anunciado Kant cuando hablaba del pasmo de la razón frente al noúmeno, y sin lamentarse con tanta pompa. También sorprende, porque la sospecha de que el mundo se quedó sin una narrativa universalista que nos ayude a discriminar la verdad de la mentira, el bien del mal, el arriba del abajo, ya lo habían anunciado las insidiosas necrologías filosóficas de la segunda mitad del siglo pasado (las muertes de la razón, el arte, el sujeto, el autor y la misma filosofía; los espectros de Marx; el fin de la historia).

Lo de Labatut es un portento: a pesar de su ingenuidad, aún pudo hallar una respuesta convincente y esperanzadora a una de las preguntas más imperiosas de estos días. “¿Por qué nos asecha la sensación creciente de que nada tiene sentido?” Él dice: porque nos asfixia una gigantesca, pero finita, “ola de novedad que se está derramando sobre el mundo”.

Esta «orgía de lo nuevo» es, como toda incursión en lo desconocido, un proceso angustiante, pero también pasajero. Nuestra locura no será permanente. El mérito de este pequeño libro de color limón es este descubrimiento, uno tan precioso y sólido que no flaquea ni siquiera bajo esa prosa atareada con la que se escribió, producto de un ejercicio de lirismo conmovido en medio de la llamada Primavera Chilena. Aunque el ensayo no se salvó de esa verborrea efectista que casi todos los ditirambos coyunturales exhiben por efecto del oportunismo social (“Te dolió una parte del cuerpo que no sabías que existía: la piel de la memoria”, es otro ejemplo), aún logró cavar lo suficiente en la crisis para derivar una propuesta tranquilizadora. La cura de la locura contemporánea es posible: basta con someternos a una (otra) bestial trepanación que nos arranque del cerebro esas piedras con forma de bulbo de amapola que nos impiden encontrarle un sentido al gran cuadro del mundo. Abrir los ojos, vomitar y esperar a que nuestra mirada se acostumbre a la oscuridad será aquella lobotomía.

***

Posdata: Me parece que Labatut estaría de acuerdo con que la primera piedra que deberíamos extirparnos es la fascinación que sentimos por las cosas de los lunáticos. “Después de todo, los serpenteantes caminos de la sinrazón poseen una belleza hechicera y orgánica de la que carecen por completo las líneas rectas de la razón y las estrictas conexiones de causa y efecto”. Sobre todo, habrá que ver cómo podremos arrancarnos del cerebro ese culto político al idiota más rematado, porque esta adoración nos ha convencido de que quienes traen “consigo la fuerza de la sinrazón” son los únicos que podrán mostrarnos cómo navegar mejor “sobre las olas frenéticas del cambio”, y así ha encumbrado ya a imbéciles como Trump, Piñera, Bolsonaro o Boris Johnson, y amenaza con darle la presidencia de Francia a Marine Le Pen o, en nuestras pesadillas más asfixiantes, la de México a Samuel García.

El mejor medio para lograr esa extracción tal vez será tomar distancia de aquellos locos que gritan con más fuerza, como el mismo Labatut hace con la mujer que protagoniza el segundo ensayo de su libro –una bloguera que lo acusó de plagiarla en Después de la luz. Pero, como él, no debemos hacerlo para soslayar un error, sino como quien se sabe igual de equivocado que su rival; no como los tripulantes de la nave de los locos que le dan la capitanía al que parece menos cuerdo para evadir mareos y responsabilidades, sino como quien no logra distinguir si, en la escena de este delirio colectivo, representa el papel de médico, tonsurado, paciente o monja.


[1] Aquí resumo el desastre: en uno de sus márgenes cortos, la pintura muestra una concentración de cintas transversales que pierde densidad a medida que nos acercamos al centro, y luego vuelve a condensarse como una nube paralela en el lado opuesto del cuadro. Ambas densidades, sin embargo, no son recíprocas: la segunda es sensiblemente más piadosa que la primera. De la orientación del cuadro depende su sentido: de la forma en la que hasta ahora cuelga el cuadro, la segunda densidad nos hace pensar en una nube mansa sobre un bulevar; en la nueva, el juego de las densidades se transforma en tormenta. La orientación “errada” nos había hablado sobre el asfalto bajo nuestros pies y de las altas torres de Nueva York, que inoculan las nubes con los sueños prometeicos de Norteamérica. La nueva nos habla del frágil y aburrido empedrado bajo nuestros pies que nos impide caer al abismo de la Tierra, y de un nuevo diluvio universal…

[2] Me parece que Lyotard fue el primero que dio la voz de alarma. Derrida la definió con agudeza y concisión en Sobre un tono apocalíptico recientemente adoptado en filosofía.

Gerardo Alquicira Zariñán (Ciudad de México, 1994). Escritor, editor y redactor web egresado de Filosofía en la FFyL, de la UNAM. Formó parte del XV Diplomado en Creación Literaria del CentroXavier Villaurrutia, y en 2020 coeditó y prologó la antología de ensayo Crisis, bajo el sello de Página Salmón. Cuentos, ensayos y poemas suyos han aparecido en la revista homónima y otras publicaciones como La vaca Independiente, Metáforas al aire y De-lirio.

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