Una realidad evasiva

Sergio Heriberto

Arte: Mariana González

(Comentario sobre Lección de permanencia, de Salvador Gallardo Topete).

*Lo siguiente es un conjunto de reflexiones sobre varios poemas del citado libro; para una mejor comprensión, consulte previamente la antología preparada en este número de S. G. T.

a Salvador Mecalco Valle

Desde Platón, sabemos que los poetas tienen una relación con la verdad más bien incierta: algunas veces, juegan a poseerla frente al auditorio; otras, se sirven de la incertidumbre para hacernos creer, de golpe, en un cielo de imágenes flotantes, incisivas. Con frecuencia, el juego no se agota en el asombro: está eso que llamamos «exorcismos» —no siempre logrados— aguardando al principal lector: el poeta mismo (cuya vocación se le revela en su engañosa ingenuidad): le da por olvidarse de su juego, del que está convicto, aunque enmudezca. “Te has quedado dormido / soñándote despierto, / y has despertado / dormido para siempre”, escribe Gallardo Topete. 

Para comenzar…

Descendiente de Gallardo Dávalos, el hijo —mote que eligió Topete para distinguirse del primero—recogió el legado estridentista de un modo imprevisto: apenas 4 o 5 poemas de Lección de permanencia (Instituto Cultural de Aguascalientes, 2019) guardan ese espíritu. Por otro lado, increíblemente hallamos en sus hojas un “Nocturno del espejo”, coqueteos con formas como el haiku y hasta un «son» político a Mandela. No quiero decir con ello que Topete, el hijo, traicionara al padre por el guiño xavierino; digo que su compromiso era conciliatorio, un roce entre dos ramas de la tradición enemistadas, hasta el punto de escindir el árbol en que habían nacido.  

Acaso el poeta idóneo no posee nación, pero trabaja en la memoria propia de manera minuciosa para que los visos de su infancia adquieran, como faros en la identidad, valor de guías: Aguascalientes se ha agrandado —y resignificado— en la obra de Gallardo; el signo colonial de la ciudad se ofrece en muchos de sus “Pantun”, sin que un aire provinciano los limite. Sin embargo, sólo quiero hablar de poemas donde existe una preocupación central (hipermoderna): las maneras en que un poeta pierde, recupera o, simplemente, juega con su propio límite, mientras la imagen de la amada corresponde a aquellos cambios. Para mí, eso era la clave que diferenciaba al hijo sobre todo y es motivo de este breve apunte.

El conocimiento y el amor

De seguro, lo que he dicho ha parecido algo manido, pero voy por partes. La mejor manera de esconderse, afirman muchos, es andar al descubierto; hablar como los maestros, y los maestros de estos, sobre algún terror congénito, el extrañamiento del origen y el fracaso del amor cuando se busca conjurarlos. En Gallardo, estos serían pivotes para entrar a otro(s) problema(s), lo que no dio pie a que lo(s) tratara sin escrúpulo, de todos modos. Encontramos grandes referencias en sus poemas cortos, como el de «Tu ombligo»: “Tu ombligo es / un remanso a mitad / del camino. / El cenote donde mi amor / llora desconsolado / la pérdida del paraíso.”[1]

El otro —aún más: su centro, su pequeño rastro umbilical— es un lugar para la pausa. No la vacación tonificante, sino aquella donde la dolencia nos revela humanos, sin respuesta, en medio del cammin di nostra vita. Sólo un parpadeo en el tiempo donde hablamos a otro, a su progenie, hasta llegar a Eva, la madre sin ombligo, que ve en otros el pequeño distintivo de quienes jamás participaron —ni lo harán— del paraíso. La existencia verdadera se ha escapado y tal vez sólo enamorados lo entendemos… No antes ni después. ¿En qué sitio inventar la salvación entonces? ¿De qué sirve esa verdad al hombre?

En el primer poema del libro, «Y si el amor no fuera», hay una réplica ofrecida anticipadamente a aquello: imágenes contradictorias, que no tocan tierra ni hacen suyo el fuego… ¡aunque resientan sus efectos (la ceniza) y logren atisbar su doble vida! No se necesita una respuesta concluyente: “Y si el amor no fuera / sino la sombra de una sombra. / La imagen de un espejo capturada / por los espejos del agua, / el ademán apenas insinuado / de un pájaro sin alas, / la ceniza de un fuego no iniciado… / Y si el amor sí fuera / no sombra de la imagen, / sino sustancia en sí / capaz de reflejarse: / no ademán, sí pájaro con alas: / no ceniza, sino llameante fuego.”[2]

Buena parte de «Exiliados de la luz» (primera sección del libro) exhala ese aire de inquietud; el poeta alumbra un escenario donde el punto cumbre de la vida, en un principio, está rodeado por espectros, cosas que obtendrán su forma sin llegar a nacer nunca —aun cuando luego se consuela con la posibilidad contraria. Y es que, ¿alguna vez supimos qué era estar sobre el Edén? Hoy, habitando cerca de sus ruinas, lo miramos con recelo, con escepticismo. Sin cordón umbilical, pero con gran ombligo. Únicamente la orfandad es real, la indecisión del que pregunta, tiene la respuesta y no deja de estar confuso. ¿Y si el amor fuera y no fuera?;¿y si el conocimiento de él crece, inseguro de sí mismo?

“Nadie evoca lo real —dice otro poema—, / recuerda la apetencia del momento, tira de la hebra sutil / y el fantasma del sueño / aparece en escena”. Mas, como asomase nuevamente el tema, el poeta le daría otro sesgo, ahora entonando sin solemnidad: “Oprimo el botón negro / del jacuzzi rojo / y el agua de otro tiempo lanza / su espumeante lujuria / contra el doble escollo de tus muslos”[3]. De tal modo, vemos que el poeta busca aligerar (con tonos y modulaciones varias) todo el peso de un descubrimiento, aunque de alguna forma, lo haya presentido: puesto que el amor posee más de una dimensión, requiere de aproximaciones más flexibles, y tal vez de extremos (es decir, bifrontes).

No evocar lo real —sino tan sólo sus «cenizas»— prueba la visión del poeta: si el amor es y no es algo de lo que pudiera hablar, encontrará dos rutas por seguir: atestiguar la pervivencia de la amada, aunque este mundo se derrumbe, o afirmar su imagen (espectral y fija) en cuanto mire hacia sí mismo… ¡y sólo hacia sí mismo! Desde luego, aunque él busque evitar esta última, difícilmente va a evadirla. No responde —pero no evita tampoco— las preguntas turbias: ¿el amor puede comprometer la realidad? ¿Por qué el esfuerzo de inmortalizar al otro ha de venir, por fuerza, de una voz ensimismada? ¿No hay otros caminos viables, menos dolorosos, para el poeta?

La primera opción tiene un paisaje desquiciado (en «pájaros sin alas»), aunque todavía Eros salve la belleza luego del desastre: “Exiliados de la luz caímos / a la nada, / como piedras rodantes / chocando amorosamente / entre sí, / incendiando de estrellas / el firmamento.”[4]. Pero la fragilidad acecha a las visiones donde la mujer quizá no habita humanamente. Si los simples rastros de lo amado son bien acogidos por el mundo, al menos al principio, cuando el poeta increpe al escenario entero, todo se hará añicos: “El vacío se rompe / y los pájaros / aletean moribundos. / Sólo tú, estatuada en tu origen, / enraízas en tu sombra / y tu nombre, como eco, / te repite.”[5]

Nada más la amada posee el nombre originario, el que le dieron en Edén. Con ello se ha librado de la ruina, pero ha sido condenada a la fijeza. Eva se basta sola o, dicho de otro modo, queda intacta, acaso para siempre lejos del amante. No debe extrañarnos, pues, que la segunda ruta hallada por el poeta sea una evolución de la primera; una donde los hombres no poseen visión directa ni legítima del mundo ni de la mujer: “…lo amado está en nosotros / graficando su imagen, / antes del encuentro causal / que lo define. / (Como la mancha de herrumbre en la pared / hace presentir el rostro deseado) […] / y la nariz aspira el aroma de la rosa / aún no nacida…”[6]

Como en el final del poema que se acaba de citar (“X”): lo otro se nos niega en el tapiz del tiempo; aun cuando lo celemos mientras duerme, “siempre nos enamoramos de nosotros mismos”. Cada esfuerzo por salir del pozo es una trampa: el mundo es pleno afuera (muy afuera) de nuestros sentidos: “el ojo acude a la luz / como al anzuelo; / muerde voraz la imagen / de un fantasma traslúcido, / la forma de la flor / mas no su aroma…”. Y, sin embargo, por extraño que resulte, hay un consuelo en que, al final, ya contemplada o no, reconocida o no, la flor pueda seguir, plena en sí misma y proclamándose “exudando esencias llamativas / para un enjambre sin fin / de libadores”[7].

Disfraces

Llama la atención que el nombre de Lección de permanencia sirva para encabezar una poesía con signos como los descritos. Su creador mismo se afirma en lo finito, y la obra, en un constante desconcierto, por momentos crítico. Con todo, Gallardo Topete no es un poeta pesaroso ni se asume como tal. He hablado nada más de algunos poemas, y estos forman parte de “Exiliados de la luz”. Otras secciones como “Poemas del insomnio” y “Raíces” poseen más tonalidades. No obstante, coinciden en lo elemental: el pensamiento en torno al límite, no sólo de la percepción, sino de las acciones con sentido poético. Veremos cómo, luego de un repaso.

La manera en que la antología Lección de permanencia ha sido organizada es anormal: comienza con los poemas que el autor forjó en sus últimos catorce años de vida; sigue con los del insomnio (1952-1970), y otros ciclos que remiten a los años 1958, 57 y 52. Inesperadamente, esto no afecta su mensaje. El libro es un árbol que busca su semilla y, por lo tanto, su unidad es más bien íntima. También impredecible: asusta el modo en que esos ciclos establecen relaciones a nivel simbólico, porque el Gallardo joven ha de responder ciertas preguntas del maduro y, justo en el asunto convenido, los ejemplos sobran.

¿Qué le queda hacer al poeta cuando el mundo se distancia de él y sólo trata con su pura imagen? ¿Extraviado su manual de alquimia, no puede buscar de nuevo las esencias? El problema es que, por ratos, ni siquiera las imágenes son claras; el artista debe hacer espacio-para-sí al forjar un mundo. “Uno arranca a las piedras / capiteles, / burila acantos, serafines, flechas. / Descubre el ojo / que el tezontle oculta, / púdico cubre / el vientre de las rocas / persigue geometrías, / inventa laberintos / y se pierde / en el trazo emplumado de serpientes.”[8] Aun después del extravío, si continúa puliendo piedras, la conciencia de sus actos lo delata. No descree tanto del mundo como de sí mismo.

El poema que he transcrito a medias se une a la amplia reflexión moderna de Gallardo sobre la verdad y el poeta, ya abordada hace un momento. Sin embargo, la lección que extrae es milenaria, simple como tétrica: “Uno cubre de máscaras / la piedra, / modera aristas / y retrata muertes / que tienen rostro igual / al de la vida. No le resta al hombre más que contemplar al viento, «con su lengua terca», devolviendo la pureza intacta de la piedra, antes desnuda. Toda intervención humana en la naturaleza tiene esa fortuna —lo que no hace que dejemos de esculpir ni registrar incluso ese fracaso.

Espejos, iris ciegos, frutos sin nacer… Todas, imágenes que usó Gallardo repetidas veces, porque no tratamos con las cosas, sino con sus simulacros; no las vemos, las recreamos. El sujeto que habla, paralelamente, está «deshabitado», como en un poema de “Raíces”. No causa extrañeza, pues, que sus disfraces tengan tanto peso en esa parte de la antología: todo vestido afecta al cuerpo que lo porta, pudre su epidermis o la dignifica. Hallamos la vindicación del «traje proletario de poeta», hasta después de muerto (cuando habrá, también, una manera de encubrirse)[9], o la necesidad de que la sangre, sublevada, rompa el esqueleto, aquel «traje burgués que lo apolilla» con su «piel de lagartija»[10].

Lo anterior se da en un clima que, seguro, mantendrá su efecto en el aspecto erótico, por si lo habíamos olvidado. Esta ocasión, el uso del vestido habría de ser, también, imposición de una frontera: “huí en galope / cuando vi tu agua; / me revestí de piedra la epidermis / por no sentir el rose de tus alas; / me alfombré de estopas el oído / porque tu voz alondra no llegara / y ahora ya lo ves…”. ¿Qué es lo que ve ella, propiamente? ¿Una vez más, quizá, lo que no pudo ser? El poeta volverá con eso en mente a aquellos símbolos que lo obsesionan: “en la flor no nacida, ahí te quiero (…) / te quiero con las garras / que debí tener / para que tú, (…) gacela de mi hambre, no escaparas.”[11])

Si el amor tiene algún peso en la creación, tiene que ser el máximo. ¿Se puede uno arrancar la vestimenta —valga el patetismo— en el momento de acercarse al otro? Las caretas nos exceden y la amada lo comprende (“y ahora ya lo ves…”), aunque ese gesto puede ser el último. «Estatuada en sus orígenes», ella pudiera o no estar ahí; su imagen, que cimenta al poema, deberá aprender a transformarse si va a dar sentido al habla —y tal vez en ausencia. Pero lejos de significar una derrota para el que ama, ¿no ha sido este el principal motor para su búsqueda? Sin el ocultamiento de lo amado no hay pesquisa erótica y, sin esta, no hay tampoco verso con sentido.

Tal vez en todo ello pueda resolverse el aparente escollo de poner al simulacro como un eje artístico. Para Gallardo, en todo caso, más vale sacar provecho de la ambigüedad que entraña nuestra relación con lo inmediato, con lo que es y no es. Podría hacerse un análisis en casi todo diferente al mío (son más los poemas donde el mundo, con su páramo de espejos, no parece confrontar al Hijo…). Creo, no obstante, que estas inquietudes animaron a su voz contra una especie de estatismo: “No me señalen tumba, / digan: ‘se murió / aquí y allá / como se muere el viento’. (…) ‘Se fue como los ríos / tan lento / en su quedarse yendo / para seguir viviendo / pero muerto’”[12].

Con aquellas líneas nos dejó un joven Gallardo (de 25 años apenas) su lección de mutación, el salvavidas paradójico del hombre. Sólo así podría ser fiel a su obra. Cuando halló su voz, le sucedió eso que dijera Paz de Pellicer: tal vez su primer libro pudo ser el último, lo que es aborrecible en otros, pero en él, un don mayor. También, al leerlo, uno se enseña a agudizar la vista, aunque cernida sobre lo desarraigado. Las incertidumbres no le afligen; lejos se halla del maudit en crisis. No se desespera porque su problema no es lo que desea, sino tal vez el deseo hablando sobre el vacío. Y esto, aunque lo obviemos, siempre necesita de coraje.

*

Bibliografía: Gallardo Topete, Salvador, Lección de permanencia, Instituto Cultural de Aguascalientes, México, 2019.


[1] “Tu ombligo”, en Lección de permanencia, p. 18.

[2] “Y si el amor no fuera, p. 11.

[3] “Nadie evoca lo real”, p. 22. El mismo tono, por si fuera poco, reaparece en textos como “Sincretismo”, con humor sacrílego: “El cachondo Adán llegó al paraíso / y al ver el mono tras la verde floresta / se convirtió en Homo Erectus, / conciliando las sagradas escrituras con la ciencia.” (p. 27).

[4] “Exiliados de la luz”, p. 39.

[5] “Una escuadra de pájaros”, p. 32.

[6] “Porque lo amado está en nosotros”, p. 12. Este es el segundo poema de Lección de permanencia.

[7] “Como pez que nada”, p. 13.

[8] “Barroco”, p. 99

[9] “esta corbata al luto de los hombres / que no escucharon en el radio / proclamar el arribo de la espiga (…) Y si mañana llego a tu esqueleto / olvidado de todos, desterrada mi voz / de los teléfonos, / grita mi nombre porque yo lo sepa / cubriendo aún mi desnudez de yerba”, en “Raíz para mi nombre”, p. 115.

[10] “Raíz de fuga”, p. 117.

[11] “Raíz para tu viento”, p. 113.

[12] “Raíz para morir viviendo”, p. 119.


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Salvador Gallardo Topete: breve recopilación.

Sergio Heriberto (Ciudad de México, 1991). Narrador, poeta y ensayista. Es licenciado en filosofía por la UNAM, y actualmente forma parte del consejo de redacción de la publicación virtual Universidad – Diario Digital. Ha escrito artículos en Tierra Baldía y El soma, así como un libro infantil: Zapote y la criatura comelona (Callis Niños, 2015).

Salvador Gallardo Topete (Aguascalientes, 1933-2017). Poeta, narrador y editor. Estudio Derecho en la Universidad Autónoma de Zacatecas. Junto con Víctor Sandoval fundó el periódico El hombre del búho. De su obra publicada se destacan los libros Caín y Abel (Paralelo/Espiga, 1960), Desanclaje (Paralelo, 1963), Raíces (Paralelo, 1963), No pretendo la voz: antología personal (Universidad de Guadalajara/Patronato del Teatro Isauro Martínez/Xalli, 1991), Un día de estos (Instituto Cultural de Aguascalientes, 2001), Contorno del fuego (Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Instituto Cultural de Aguascalientes, 2013), El investigador córvido (Ediciones Sin Nombre, 2014), entre otros. Fue editor de la publicación Disertaciones, además de ser miembro del consejo directivo de Talleres. Perteneció al Grupo Paralelo. Formó parte de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística.