
Campos de Plumas: Ya nos hablaste de tu amistad con Octavio y Marie Jo, pero hubo otros grandes escritores que frecuentaste mucho. Ese fue el caso de José Emilio Pacheco y del propio Monsiváis, del que ya nos hablaste un poco…
Luis Antonio de Villena: Sí, a Monsiváis lo conocí poco después. Me lo presentó José Emilio Pacheco, y efectivamente era la antípoda de Octavio en todo (en el aspecto, en la manera de hablar, en los intereses culturales, en la forma en que se manifestaba). Eran personajes antagónicos.
“Yo me di cuenta de que a Monsiváis los españoles no le hacían mucha gracia al principio, todavía vivía ese mundo de los gachupines. Yo soy gay y él también lo era, empezamos a hablar de cosas relacionadas, y ahí ya entró la literatura. Me daba cuenta de que escribía libros donde nunca mencionaba españoles (o mencionaba españoles del siglo de oro; Góngora, Quevedo, algo de la generación del 27, lo justo…). Por eso cuando aquí en España una editorial intentó sacar algunos libros suyos, no tuvieron éxito. Carlos era un personaje de la Ciudad de México, el gran cronista que hablaba y entendía lo que ocurría en ella. Eso le alejaba mucho de Octavio Paz. No obstante, tuvimos una buena relación; poseo varios libros dedicados por él, y una o dos veces, le llevé a conocer la vida nocturna de Madrid. (Recuerdo una, sobre todo, donde Monsiváis perseguía a un chico muy blanquito, muy distinto a su estilo… Parecía un poco lo contrario a sus ideales).
“De esa época viene a cuento otra persona que me gusta recordar, porque fue un buen amigo y además hizo que yo publicara una primera antología de poesía rarísima, editada en el ’84 por la editorial Oasis, allá en México. Un señor nacido en Argentina, pero que se había hecho mexicano: Luis Mario Schneider. Fuimos muy amigos, incluso salimos de noche a conocer el México nocturno gay; él me guiaba y era compulsivo, cosa que a mí me llamaba la atención, porque era un gran erudito, escribía libros de investigación literaria espléndidos… Sin embargo, cuando salía por la noche se convertía en un ciclón; íbamos de un sitio a otro, tomábamos en todos los bares, me hablaba de «chamacos» guapos, como él los llamaba. En algún momento, Luis Mario me presentó también a Luis Zapata Quiroz, el autor de El vampiro de la colonia Roma, de quien también tengo un libro dedicado.
“A José Emilio Pacheco lo conocí en el año ’79, en un congreso de escritores en las Palmas de Canaria. Cenamos juntos y tuvo esa dadivosidad conmigo que tanto le caracterizaba. Yo le di un libro mío y él me dio cuatro suyos. A partir de ahí comenzó una buena relación con él, muy literaria. En España se me pidió realizar un libro sobre Pacheco para la editorial Júcar en 1986; me puse en contacto con él y a él le gustó mucho la idea —me repetía que estaba muy agradecido porque era el primer y único libro que se iba a hacer sobre él. Este constaba de un estudio sobre su obra y una breve antología de poemas al final. Iba ilustrado, además, por lo que solicité a José Emilio unas fotografías. Él me envió un sobre con muchas, muy particulares, de él en su casa a finales de los 60’s. Tristemente, cuando yo le di las fotos al editor, se perdieron. Fue una pena porque el sobre estaba lleno de fotos, muy personales, con Vargas Llosa y mucha gente conocida. Años después, me dijo que el editor nunca se las envió de vuelta, y cuando contesté que debió haberme dicho antes para intentar recuperarlas, contestó: “No, no pasa nada, se han perdido, qué le vamos a hacer”. Eso era muy de José Emilio, quitar ciertos elementos trágicos a las cosas.
“En aquel libro, hablo de los poemas de José Emilio, de su técnica y modo de escribir, de la relación que tuvo con la generación española del 50. Contrario a Monsiváis, José Emilio era enormemente pro-español, le gustaba mucho España. Después, él me dedicó un largo poema incluido en su libro El silencio de la luna, que —yo creo— era una especie de agradecimiento por el libro que hice sobre él. Y ahí empezó una especie de rueda y tuve que decirle a José Emilio que parara, porque cada vez que él sacaba un libro nuevo, me ponía dedicatorias como “A Luis Antonio, con el enorme, el eterno agradecimiento de José Emilio.” Y luego, “A Luis Antonio, con el eterno, con el inmenso, con el infinito agradecimiento de José Emilio”. Y claro, a mí me parecían muy excesivas, pero luego él contestaba: “Pero es que es verdad”, y entonces yo no sabía qué decirle. Tendré muchísimos libros de José Emilio, casi todos con dedicatorias similares. Siempre fue muy generoso.

“Alguna vez que estuve en México paseando con él, le dije: “José Emilio, quiero que me digas qué poetas jóvenes mexicanos debo conocer”, y me llevó a una librería donde se dedicó a ir por las estanterías. Sacó unos 20 libros, entre ellos uno de Eduardo Lizalde, con quien después hice amistad (incluso lo invité una vez a España para que fuera jurado del premio Loewe). Y bueno, cuando José Emilio terminó de seleccionar los libros, yo iba a pagarlos, y él dijo que no, “estos te los he recomendado yo, y entonces yo tengo que pagarlos”. Luego me llevó a su casa, que es muy agradable, y me regaló unos libros más. De repente, estábamos hablando de poetas, y si había alguno que desconocía, él iba a un estante, lo sacaba y me lo daba.
CP: Justo en tu última visita a México, en el 2019, fuiste a presentar al Palacio de Bellas Artes un nuevo libro sobre él, Iniciación a José Emilio Pacheco.
LAV: Sí, la Universidad Veracruzana me propuso hacer un nuevo libro. Había que modificar algunas cosas del antiguo, porque José Emilio había escrito muchas cosas después, y ahora que había muerto, se podía hablar de él como un clásico. Así que quitamos la parte de la antología y yo hablé de sus últimos libros y de nuestra amistad, que había crecido muchísimo. Ahí cuento muchas anécdotas de nuestra relación —entre ellas, cuando lo conocí en el ’79 en aquel congreso al que asistieron también Juan Rulfo y Juan Carlos Onetti, dos grandes de las letras que eran dipsómanos y casi mudos. Onetti no salió de la habitación porque estuvo todo el tiempo tomando durante los nueve días que duró el evento. Por su parte, Rulfo sí salió, pero prácticamente no hablaba, tú le veías a la cara y la tenía inmóvil, casi sin expresividad. Eso se lo comenté a José Emilio y él me dijo que el alcohol le había robado la expresividad. Pero yo deseaba conocerlo, así que me lo presentó. Quedamos un día con él en un gran jardín dentro del hotel, nos saludamos y José Emilio intentó preguntarle algunas cosas, pero Rulfo sólo respondía “sí, puede ser, tal vez…” De ahí no pasaba, hasta que, en un momento, José Emilio le dijo: “había oído, maestro, que está usted sintiendo deseos de volver a escribir”. Supongo que era una pregunta que le hacían cientos de veces, y repuso: “Ah… pues mire, sí, parece que voy sintiendo ganas de volver a escribir”, y ahí acabó. Un poco después nos separamos y nos fuimos, y yo le dije a José Emilio que a mí me había gustado mucho conocer a Rulfo, pero me parecía que el encuentro había sido un pequeño fracaso, porque él no había dicho prácticamente nada. José Emilio, muy simpático, me dijo: “te equivocas, ha dicho la frase más larga que yo le he oído en años”.
“Al final de todo, también debo a José Emilio la relación ultima que he tenido con alguien muy conocido de las letras mexicanas: Elena Poniatowska. Con ella tuve un momento muy peculiar. Le dieron el premio Cervantes aquí en Madrid y se hizo una comida en el palacio real. Yo llevaba un saco muy historiado con muchos adornos y bordados, y estando yo hablando con Elena, se acercó el antiguo rey Juan Carlos y me dijo: “ay, pero tú vas mucho más elegante que yo”, y bueno… Tiempo después, en México, le llevé a Elena un libro para que me lo dedicara y ella puso: “para Luis Antonio, con el recuerdo enorme de sus chaquetas. Con un abrazo de Elena”. Entonces yo le dije: “Pero Elena, ¿esto qué es?” y contestó “¿no te acuerdas de lo que pasó en el palacio, cuando el rey te dijo que llevabas un saco magnifico como de terciopelo, con bordados en oro?” Y en ese momento nos hizo mucha gracia. Recordé, pues, la primera vez que Octavio Paz me habló de ella, diciéndome que Elena era una mujer notable, muy inteligente.
CP: Por último, cuéntanos sobre tu relación con la literatura joven de México
LAV: Me ocurrió desde que estuve en México buscando libros con José Emilio, dentro de los autores que él me recomendó, que había algunos jóvenes que entonces eran de mi generación, como José Luis Rivas. Luego ya vino un momento donde empecé a tener relación con personajes más jóvenes que yo. Pero en algún momento uno de ellos se fusiló un libro mío. Yo saqué una antología de la poesía gay y lésbica universal, llamada Amores iguales, en 2002, y él me pidió esa antología para hacer una edición pequeñita, que se distribuiría en el metro de México. Pero él sacó una edición donde se afirmaba como autor de la antología, y aunque había incluido unos poemas míos y me daba las gracias, terminó por plagiar esa obra.
“Un poeta con el que he hecho buena amistad es con Juan Carlos Bautista, que tiene una obra muy corta, pero notable. Escribió un libro muy bonito que se llama el Cantar del Marrakech, y que él vino a presentar a Madrid con algunos amigos como Hernán Bravo Varela, pidiéndome que yo realizara esa presentación en la librería del FCE. Con todos ellos he hecho una buena relación. Con Juan Carlos he estado muchas veces en Jalapa, sobre todo en Tlacotalpan, que es un pueblo muy bonito, de siglo XVIII, al sur de Veracruz, donde nació Agustín Lara. Tiene un trazado completamente racionalista, con calles simétricas, y casas que son como de colorines.
“Juan Carlos tiene allí una casa con alberca en la que yo fui muy feliz, aunque hacía mucho calor. Tú salías a Tlacotalpan a medio día y el pueblo estaba vacío, pero luego, ya por la noche, se animaba; llegaban varios chicos, te metías en la alberca, tomabas unos tequilas, y aquello era un encanto. Como ven, esa es una relación vital y literaria, porque está hecha con poetas notables como los que he mencionado. Luego, en las últimas visitas a México, ya aparecieron Demian Ernesto y José Antonio Albarrán, junto a un grupo nutrido de jóvenes que vinieron a la presentación de mi antología (lo cual me sorprendió porque me di cuenta de que alguien me conocía en el país).

CP: Aquí te seguimos leyendo mucho y nos da la impresión que ahora, con tus publicaciones constantes en México, te leemos cada vez más. Pero, además de los que has mencionado, ¿qué otros poetas mexicanos te llaman la atención?
LAV: Les contaré que, en un viaje a México en el año ’92, me invitaron a ir un congreso sobre los Contemporáneos que tendría lugar en el Colegio de México, donde participaban Octavio Paz y José Emilio Pacheco. Yo di una conferencia sobre Salvador Novo, que luego se publicó en un tomo grande que recogía todas las ponencias. Salvador Novo siempre me pareció un personaje curioso, y sobre todo en ese cancionero, terrible, erótico, que tiene sobre los mayores. Recuerdo aquel verso genial de “levántate la barriga que me voy a quitar la dentadura”. Era una de esas cosas que al final de Novo generaban un poco de escándalo, pero que a mí me gustaban. Como verán, mi relación con México no es pequeña.
CP: Claro, pasan los años, pero acá en México te sigues manteniendo como un poeta, no nada más vigente, sino eternamente joven, y esa relación que has hecho con la juventud, esa vitalidad que tiene y el cariño por el país y la poesía hace que los jóvenes te veamos como un amigo…
LAV: Tratar con jóvenes sirve siempre de mucho estímulo. Aquel que trata siempre con personas de su edad, por el contrario, acaba entristeciéndose. Inevitablemente, las personas de tu edad te señalan el paso del tiempo, el fugit irreparabile tempus, aunque sea involuntariamente. Pero con jóvenes, no; con jóvenes tienes un trato más vivo, porque te enseñan esa vida, esa otra vida: la que tiene que ver con la vida misma; esa vida de noche, de mariachis, de las discotecas en la zona rosa… Me gusta mucho estar en México, sentarme en una terraza que da al paseo Álvaro Obregón, mirar las estatuas que hay sobre el camellón (si te has fijado, hay algo gay oculto en ellas). Así que, si un día me ven en México tomarme una margarita a las doce de la mañana al lado del paseo, sabrán que es uno de mis sitios favoritos…

México en Luis Antonio de Villena (Primera parte)

Luis Antonio de Villena (Madrid, 1951). Poeta, ensayista, narrador, crítico literario, traductor y periodista español. Es licenciado en Filología Románica. Su obra se ha traducido a diversos idiomas y cuenta con varios galardones literarios–el Premio Internacional de Poesía Generación del 27 (2004), y el Premio Nacional de la Crítica (1981) son algunos–. En 2004, la Universidad de Lile (Francia) le otorgó el Doctorado Honoris Causa. Entre su vasta obra podemos encontrar El viaje a Bizancio (Colección Provincial, León, 1979), La muerte únicamente (Visor, Madrid, 1984), y El afán desmedido (Universidad Veracruzana, Xalapa, 2017). Actualmente colabora en la Radio Nacional de España. Recientemente vieron la luz sus dos últimas obras, Las caídas de Alejandría (Pre-Textos, España, 2019) y Grandes galeones bajo la luz lunar (Visor, España, 2020).