Una jaula salió a buscar un pájaro

Alejandra Zaragoza Serrano

Arte: Sol Zamora

Una jaula pende de la rama de un árbol en la quietud de la noche. La jaula está mohosa y vacía. Sueña con el pasado, el tiempo donde la pintura que la cubre estaba intacta. No como ahora, descarapelada y amarillenta.

Cuando era bella y joven, los pájaros anidaban en su interior, se movían de aquí para allá y de allá para acá, provocaban sensaciones en sus entrañas que la hacían sentir viva. Recuerda que llegó a albergar las especies más extrañas de pájaros en su interior, desde colibríes hasta tucanes. Mucho tiempo vivió con una familia de excéntricos, los cuales tenían afición por las aves exóticas. Después, cuando en ella comenzó a reflejarse el paso de los años, los dueños de la casa la sustituyeron, y la jaula fue a parar a un tianguis en donde una mujer la compró por unos cuantos pesos. Así fue como la jaula llegó al jardín de la familia Kafka, que es el lugar en donde ahora habita.

Nunca colocaron aves dentro de ella en su nueva casa; simplemente la colgaron de un árbol del jardín con el único fin de servir a los niños de juguete. Desde ese día tiene que aguantar patadas y jaloneos. Una vez hasta tuvo que soportar que una niña entrara en ella. La jaula se sintió ultrajada en aquella ocasión —qué vulgar era que un ser humano la habitara cuando podía habitarla un ser con virtudes aéreas, superior—. La jaula es orgullosa, no se resigna al olvido, quiere volver a la dinámica de sus años mozos, y durante todo el día se muestra segura de su valor frente a las otras jaulas y los habitantes de la casa y el jardín. Pero esta noche está más melancólica que nunca. Está cansada de que no suceda nada en su vida. Sigue en la orilla del jardín desde hace muchos años y el árbol que la sostiene está mudo. Contempla el ancho y largo del lugar, los rosales, los geranios, los cipreses y la pequeña cosecha que la dueña de la casa cultiva.

Piensa en su mala suerte, pues no es sólo una jaula deshabitada, sino también una jaula capaz de sentir dolor y alegría. ¿Cuántas veces en sus primeros años vio con desprecio a las jaulas viejas, como lo que ella es ahora? Las miraba tranquilas, pues, pesar de sus fierros viejos, se miraban satisfechas de haber cumplido con el cometido para el que habían sido creadas; pendían de los árboles, livianas y serenas porque su interior dejó de pesar. Pero ella era muy joven para poder apreciar la serenidad, a ella le gustaba el trajín de los pájaros y simplemente le parecía que nunca dejaría de ser útil, que sus fierros nunca se oxidarían, y que su color siempre resplandecería.

¿Por qué el proceso de las otras jaulas no funciona igual en ella? ¿Por qué sigue añorando a los pájaros que alguna vez la habitaron, en lugar de disfrutar de su descanso? La jaula no da tregua a todos esos pensamientos, y se imagina a múltiples aves habitándola nuevamente. Hay muchas que de vez en vez se acercan a ella, pero huyen repelidas al ver a los pájaros atrapados en las otras jaulas. Dentro de la casa, un niño la observa desde su ventana. De entre todas las jaulas, las que están habitadas por pájaros —más nuevas y bellas—, él la observa a ella, a la que yace en la orilla del jardín. El niño pocas veces sale: dentro de su habitación se la pasa escribiendo, su salud nunca ha sido muy buena, y no le gusta bajar a la sala en donde su padre lee el periódico diariamente.

Los días pasan, las noches llegan, y la melancolía de la jaula aumenta. Espera que algo suceda, y por momentos piensa que su tristeza, si duele lo suficiente, y si la dosis de dolor es la adecuada, puede generar ese cambio. Pero nada de eso sucede, su melancolía es en vano y continúa haciéndose vieja en aquel rincón solitario. Entonces decide hacer un último intento, aprovechar una última posibilidad para dejar de morir en silencio. Si los pájaros no vienen a ella, ella tendrá que ir a los pájaros. 

¿Cómo puede una jaula salir a buscar un pájaro? En todo momento se concentra imaginando una única cosa: que puede volar como si fuera un ave. Una noche la lluvia cae a cántaros, un rayo azota en el árbol que la sostenía y ella se precipita a varios metros de este, un poco doblada por el impacto, y su puertecilla sale volando.

Al día siguiente la jaula yace tirada en el jardín y siente extrañeza en su anatomía. Al principio cree que es el impacto de la noche anterior. Pero, conforme pasan los minutos, se da cuenta de que su cuerpo ahora tiene la capacidad de moverse por sí mismo; que se le ha dotado, no sólo de movimiento, sino también de la de la facultad del vuelo.

La jaula se impulsa y emprende su camino hacia las nubes, es consciente de la inutilidad que ahora tiene su cuerpo para encerrar pájaros, pues ya no tiene puerta, pero no le importa, ¿Para qué quiere aprisionar un pájaro si pueden ser uno de ellos? Ahora sabe que lo que siempre quiso fue ser un ave.

El niño Franz la observa fascinado desde la ventana. Escribe algo en su cuaderno y vuelve a la cama. Franz sabe de la soledad de la jaula y de su propia soledad, se pregunta si algún día también será capaz de salir de su casa emprendiendo el vuelo. Sabe que para eso falta mucho, ahora únicamente quiere conciliar el sueño y soñarse una jaula libre, volando junto a los pájaros.

Alejandra Zaragoza Serrano (Jalisco, 1993). Escritora. Licenciada en Contaduría Pública. Actualmente cursa la licenciatura en Lengua y Literatura. Cursó el Diplomado en escritura creativa en la SOGEM. En el 2019 se hizo acreedora del Premio Nacional de Cuento Gabriel Borunda. Fue seleccionada en dos ocasiones para participar en la antología de cuento del Festival Rulfiano de las Artes 2020 y 2022. En 2020, publicó el cuento La mutación en la editorial Tintanueva. Algunos de sus trabajos han sido publicados en revistas como Marabunta, Antología de Micrificción de la Escuela de Escritores, Antología de Poesía Concepto 2018 y Cuentos con aroma de café del Tintero Taller Editorial.