Recuerdo y porvenir (Poemas)

Darío González

Arte: Edith Garcia

Recuerdo y porvenir

Susurro en hojas, en frutas que se chocan como el toro y la nube,
árbol de ojos cascabeles, pizarra y mirada de búho,
de brazo blanco y piel marmórea.

¿Quién trazó tus pasos bajo tierra?
¿Quién, si no tú, dirá el sagrado aceite?

La luna en tu corteza cuelga en pesos lagrimales,
el gato juega con tu cuerpo a la venganza,
los campos se extienden para engendrarte hijos
exactos y únicos como tu nombre.

Aquí todo se nace entre tus ramas,
vienen los rayos a cargarse en tu fruto,
quiere tener voz amarilla su acento
y nosotros, que en nuestra cacería
robamos a veces tu secreto espíritu de llama
venimos, una antorcha, una humareda, a verte,
ojo de luna, lima amarga en cúspides altivas,
primo del laurel, sobrino de sus ríos
¿Qué consejo habrán tus ramas de decir a nuestros nietos?

Cuando tú te enciendas en las ropas de la tarde,
una máquina hará responder entre tu gente, salmodiando
la alabanza de tus venas, el olor de su trabajo
y su excelencia de ciudad que aspiración es del recuerdo y porvenir.

Levanta, rama verde, los hilos de tu de lluvia
no corras, no te agaches, ni te alces el cuello,
roba al agua su agua y en su andar de chasquido en chasquido
no te pares a la hora más temprana, no te caigas,
pues tus casas te albergan, bello niño de aceite,
en sus aspiraciones que se alzan a la luna
peldaño a peldaño, queriendo ser de nube, imitando su textura.

En tu acorde monumental llámame cuando no haya más que la añoranza,
quiero ver de nuevo la grandeza de tu nombre
oculta y resplandeciente en la sierra, en el alfil,
quiero saber tu nombre oculto en ese susurro eterno de tus ramas.


La silenciosa condición

«a cuyo, aunque no duro,
si bien imperïoso
precepto, todos fueron obedientes.»
Sor Juana

En el rugido del día, la piedra que hiere,

la punta de negros montones y el manto sin forma

desde donde se hace pardo el rincón

y el alba a sus pieles se desgarra.

En el punto donde fuera escrito el nombre,

la cicatriz que sangra los humos oscuros,

ahí se haya escondido el que mira de azufre,

el que descuartiza la caza y espanta el aire

con su más débil aliento

en el fondo de las angustias mudas;

pues han nacido de palidez y ardor

las espinas más dulces de la vida;

porque en su conocer fugitivo

el oro de sus manos arrastra lo marchito

como en las ramas el odio y la espina

donde calla el dolor,

donde el silencio grandes carga cadenas

hasta caer de susurros en lo oculto.

El hueco silba entonces,

mana de hierbas grises como por grietas

el aire silbando esparce la peste

donde el pie lapida y la mano hiere,

deja la trucha saltando en la orilla

toda de palidez adornada entre las piedras,

ahí queda también el que camina,

aquí lo que se arrastra,

porque en su serenata de afiladas rocas

se escurre el de las manos negras

por todos los rincones de las calles.

Así es como florece el árbol marchito,

igual que el dolor, igual que la peste,

en las piedras caen el mundo desplumado

y agrietadas las paredes gritan sus dolores,

porque cae de sufrimiento hasta la quemadura,

porque la herida nace del fuego

y el que saca la mano del negro

y el que carga de azufre el azufre

hacen sepulcros y hacen paredes

bajo el ojo del sol que se eclipsa

como queriendo llorar las sentencias.

Aquí, el silencio aquí come las venas

hasta el más leve palpitar,

entierra el plomo de sus uñas hasta los huesos,

quebranta la fe, derrota victorias.

Aquí, en el vaivén sin pulso,

el aire huele al pecho herido

y al cuerpo derruído entre las piedras,

todo recorre el camino de espaldas,

la danza se vuelve de luto,

el arma muda se ondea sin cuerpo,

el roto de lumbre y el dolor se estremece en el odio,

toda su marcha se funde en un grito sin labios

y aquella que alza sus pies de esqueleto

cruza este mundo con manos fundidas.

Celebra el perro la matanza,

el aire despierto cae como el pájaro herido,

de las grutas vuelve retorcida la serpiente,

pues al final sólo queda el secreto

donde nada ha de ojos y nada tiene su nombre,

porque el dolor de las cosas se queda en murmullo

para que el de las manos oscuras no entienda,

para que el de las manos de oro

no arranque la piel de los vivos.

Aquí donde se respira el odio,

aquí donde yace el silencio,

aquí donde se muerde el mundo la lengua más viva,

ha erigido su templo la masacre

desde que avanza la noche hasta la costa del sol.

Darío González (Uruapan, 1999). Estudiante de Letras Hispánicas en la UAM Iztapalapa. Su obra ha sido publicada en las antologías La Ciudad de los poemas, Antología de poetas jóvenes de la UAM y Muestrario poético de la Ciudad de México. Ha participado en varios encuentros de poetas en Michoacán, Guanajuato y la Ciudad de México.