¿Rebeldía en tiempos virtuales?

Guillermo Fadanelli

Arte: Irene Barajas

“Es evidente que nos hallamos en una etapa primitiva del desarrollo moral”, escribió, al parecer muy convencido, Thomas Nagel, quien sospechaba, como lo hacemos tantos, que la mayoría de los seres humanos no son, o somos, muy aptos para dar lugar a una ética fuerte, duradera, y al mismo tiempo flexible y abierta, que nos proteja de los males sociales. ¿Qué embarcación puede construirse a partir de una madera endeble cuando en el mar la tormenta nubla el horizonte y nos obliga a mantenernos inmóviles y en tierra? Varados pasamos los días mirando la aparente libertad del mar: o más bien su metáfora.

Algo contrario a la debilidad provocada y estimulada por la gula tecnológica y las normas morales que dicta el consumo guiado, radica en el hecho de rebelarse ante lo que es impuesto más allá del consentimiento de quienes resulten afectados. No obstante, en la actualidad, la rebeldía parece despertar la risa; al igual que esa confianza en el ser ético y el pensamiento incorrecto, que encontramos en la obstinación de Giordano Bruno, H.D. Thoreau, Paul Feyerabend, Antonin Artaud, Bataille, o incluso de Sid Vicious. Y, sin embargo, tengo la débil sospecha de que esta clase de seres existen y que son los únicos con quienes me gustaría trabar alguna clase de amistad. Ellos o ellas nos dan fe de que no somos sólo piedras animadas o sujetos intercambiables o predecibles.

Rebelarse ante lo que es impuesto como un dogma indiscutible y cerrado, ir en contra de las acciones, normas o ideologías que pasan por encima de un yo ético aceptado o avalado por el ser individual, que humillan y debilitan a quien intenta fortalecer su autonomía y conocimiento (las tesis, por ejemplo, a las que Bruno se negó a renunciar y que lo llevaron a la hoguera), o que incluso ha elegido no pertenecer de manera definitiva a ninguna secta productiva moralizante que lo convierta en cosa me parece un bien en general. Este ser rebelde da la impresión de cometer una inmensa y evidente tontería, un anacrónico absurdo, puesto que es la integración, el orden fraguado por otros, lo que se impone o reina en este mundo, y no la disolución o el apartamiento, como lo describía en sus libros Jean Baudrillard.

Ir en contra de lo impuesto es sano. Lo contrario sería lo común: por ejemplo, caminar durante una hora en vez de tomar un transporte que te conduce a tu destino en cinco o diez minutos, puede considerarse una especie de delito sicológico o, simplemente, un crimen a secas. La rebeldía tendría que ser una acción eficaz, aunque tenga fundamentos románticos o novelescos. ¿Es así? ¿Qué importancia tiene mi afirmación en estos tiempos? ¿No existen ya instituciones y empresas que fueron creadas para sopesar y tasar tal rebeldía, amansarla y encausarla según las leyes y conductas imperantes, para que no causen ruido o distorsión en sus alrededores?

Las instituciones sociales o civiles existen, claro, pero ensimismadas en sus funciones o lesionadas por la corrupción, olvidan su origen: todas ellas, sean hacendarias, judiciales, médicas, etcétera, han sido consecuencia, al menos histórica e hipotéticamente, del deseo del bien, de la justicia, de la reparación del desastre o de la anticipación al mal.

Mis opiniones, de escritor y personaje de mis propias novelas, tienen que ser consideradas, necesariamente, como los balbuceos de un romántico tardío, disperso, rencoroso y lunático que se ha caído de la cama en plena madrugada. Los románticos son por antonomasia los caídos de la cama, los rebeldes en sí: esto es claro, ya que la posición horizontal y el reposo ofrecen una tranquilidad que no ofrece la postura bípeda, inclinada por lo regular a la destrucción y a la búsqueda de honores provocados por dicha destrucción: personalmente, lo más placentero que me ha sucedido en la vida ha sido en posición horizontal.

Rafael Sánchez Ferlosio, el escritor y filósofo español (1927-2019), escribió en La homilía del ratón que, repentinamente, había tantos cocineros o chefs porque las mujeres los habían expulsados de la cama (sé que es un comentario incorrecto —tan incorrecto como haber nacido, añadiría Cioran seguramente—, pero cuando Sánchez Ferlosio escribió lo anterior no se llegaba todavía a los actuales extremos de censura moral y literaria).

Acepto que el romanticismo es, sobre todo, además de expulsión de la cama, conciencia del continuo asedio de la enfermedad, desconfianza ante la razón pura y rechazo a cualquier determinismo social o ciencia exacta de la mente. Sin embargo, ¿qué importa ser señalado como un romántico, pragmático, relativista, pesimista o vendedor de tamales cuando intentas describir tu experiencia desde la literatura? Los perros tienen que ladrar y las mariposas volar, ¿no es así?

Ese filósofo obsesionado por la locura que el romanticismo ha provocado a lo largo de la historia, Isaiah Berlin, escribió que J. G. Hamann había encendido la mecha de esta tendencia del espíritu en Occidente al enfrentarse a las ideas y a la filosofía de la Ilustración. Hamann se inspiraba, supongo, en David Hume, quien sospechaba abiertamente que detrás de los ampulosos sistemas racionales, de las certezas científicas, no existía más que una fe animal, un conjunto de pasiones, una necesidad de creer en los hechos, pero no una verdad irrebatible, universal, contundente y, sobre todo, perene.

La incapacidad de adaptación a los ejércitos de la globalización da la impresión de ser una tara o arritmia que provoca incertidumbre en los reclusos condenados a vivir en sus habitaciones marciales y ordenadas. Gritar públicamente a los maleantes de cualquier clase, reclamar, alzar la voz contra el abuso de los emporios, corporaciones, instituciones o centros de poder se asemeja, en la actualidad, a cometer un acto de locura, ingenuidad y mala «educación». Esto sucede, creo, porque en realidad no sabemos a quién o a qué, exactamente, van dirigidas las quejas, los golpes, la amargura de saberse inquilino de una soledad social demasiado ruidosa (como reza el título de la novela de Bohumil Hrabal): los culpables no existen ¿de qué son culpables?, resultan invisibles ante el ojo inocente, desaparecen bajo el humo creado por una naciente burocracia virtual y por corporaciones que se ocultan detrás de unas siglas imponentes (nuevos símbolos religiosos).

En caso de que el arte fuera —como pensaba Schiller— promotor de cierta armonía social y de una comunicación más genuina y solidaria entre los seres humanos, se enfrentaría a una insuperable paradoja o ridículo, pues un arte dirigido sólo a cumplir una función predicha pierde su capacidad lúdica, inesperada, beligerante e inductora de la inteligencia. Resulta, al menos, más emocionante, que tal arte carezca de una función delimitada y de un estar allí, de un lugar calculable, hecho que le garantiza, además del misterio necesario para vivir, la posibilidad de no ser asimilado, succionado, y de mantener todavía una mínima dosis de rebeldía en contra de la desmemoria histórica y del amansamiento moral extremo. “La cultura y su transmisión a partir de mitos, signos, acciones es una constante lucha contra la desmemoria”, he llegado a exclamar. ¿Lo es?

Guillermo Fadanelli (Ciudad de México, 1963). Escritor, ensayista y cronista. Ingresó a la facultad de Ingeniería en la UNAM, pero decidió dedicarse a la literatura luego, por lo que fundó la revista Moho (1988) y la Editorial Moho (1995). Su obra contiene tintes autobiográficos, lo que dota a su obra de una potencia poco vista en nuestras letras. De su obra se destacan las novelas: La otra cara de Rock Hudson (Anagrama, 1997), Mariana Constrictor (Almadía, 2011) y Malacara (Almadía, 2020), entre otros libros. Ha sido galardonado con el Premio Impac-Conarte-ITESM, por su novela La otra cara de Rock Hudson (1998) y el Premio Bellas Artes de Narrativa Colima para Obra Publicada, por su novela Lodo (su reedición estuvo a cargo de Almadía, en 2018). Impulsa y colabora en diversos proyectos literarios y culturales.