Jorge Armando Ibarra

Siempre había pensado que matar a un hombre es un asunto de un golpe certero cargado de todo tu enojo. Pero no es así. Hay enojo: cegador, colérico y, sin embargo, supeditado a la supervivencia. Porque si sólo quieres matar y morir, lo tuyo es un suicidio con daño colateral, pero si lo que quieres es matar y vivir sabiéndote vengada, tienes que sobrevivir. Que te castiguen o no, es irrelevante. Si no les dejas a ellos que juzguen el agravio, no merecen intervenir en esto, porque vas a matar a un hombre, y necesitas sobrevivir para saber que te hiciste venganza.
Así que cuando el que debe morir te toca el hombro y te sonríe en los silencios, entiendes la complicación que es matar a un hombre. No puedes sólo dispararle; no lo espera y no merece la limpieza de esa muerte. Porque debe morir sin defensa, pero sabiendo por qué lo matas; debe entenderlo y sentir miedo, esa es tu venganza. Así que tampoco puedes darle oportunidad de defenderse, porque si vence, entonces se burlará, y con tu muerte, serán tres ofensas. Sin garantías después de la muerte, sólo tienes este breve momento de dolor que es la vida para vengar la afrenta.
Es una situación desesperante. Nada de lo que haces aleja las imágenes del agravio que danzan burlonas en tu mente. Cada uno de tus intentos por detener el fuego y justificarlo, o al menos darle sentido, simplemente se suma a lo vívido de los recuerdos que, llegado el momento, se desbordan y te paralizan de la peor forma posible; tu cuerpo actúa según la memoria muscular, pero tú estás perdida, distante, fijada en el momento en que te harás justicia.
—¡Grehtel!— el grito del sargento me saca de mi estupor. Aunque ya tengo la munición en la mano, me atraso en cargar el cañón, y justo cuando estoy por hacerlo, me jala del brazo y me dice que ya está cargada. Que me necesita en la cincuenta.
Bajo la munición, y la aseguro en la estantería. Pego mi mano a la escotilla y me preparo a la señal del sargento. En ese instante me doy cuenta de que cada bala que golpea el blindaje con un sonido fugaz como si fuera llovizna sobre lámina es una de varias que pasan justo donde estará mi cuerpo y mi cabeza. Morir es parte de mi línea de trabajo, y morir defendiendo nuestra unidad es un alto honor, uno por el que hay una condecoración.
Nunca en todos mis años de servicio había sentido tanto miedo de salir, así que llevo la mano a mi arma y pienso si acaso no debería sólo dispararle. No puedo matarlo así, sin más; hacerlo nos dejaría sin artillero y, por lo tanto, sin forma de defender la casa (y todo lo que a su vez protege). Además, no serviría a mi venganza, porque el informe diría que sufrí un colapso nervioso por la presión, que actué sin predeterminación, y así, con las estadísticas de suicidios a bordo de un U.B.T.T. desplegado, mi declaración, mi confesión sería desestimada como locura, tildada como «fuego amigo», no como lo que es: justicia, venganza.
Los segundos corren lentos. Me siento cada vez más tentada a la cobardía. Con mi mirada clavada en él, puedo ver instante a instante cómo aparta la vista del periscopio y gira su cabeza para verme, para despedirme. Como fantasmagorías anidadas en mi cerebro, escucho las mentiras que va a proferir, los engaños viles que hará. Así que, teniendo perfectamente claro las bajezas de las que es capaz, temo la sonrisa que está por dirigirme, y entonces mi mano, dueña de sí, va hacia mi arma, pero es interceptada por Gertz, cuyos cayos en las manos (producto de años conduciendo el hogar) me regresan a la realidad, y ese contacto familiar me detiene por suficiente tiempo para que me pregunte si me hallo bien. Cuando estoy por negar, el sargento sale de su propia esclusa abriendo fuego con su subfusil. Los tiros del arma hacen eco, pero no evitan que escuche los tres golpes que da con la palma (mi señal), y es entonces cuando emerjo, tomo la cincuenta y disparo.
El golpe de cada tiro me empuja hacia atrás, pero mis manos se mantienen firmes. Disparo sin apuntar. La sola amenaza del arma hace que los infelices que pretenden acercarse cometan los errores que les van a costar la vida. El sargento cubre mi espalda; él sí tira a matar. Yo sólo los rocío para que la tierra o el ladrillo que desprende un tiro fallido de mi arma les aterre. Pero uno de ellos decide que, en vez de esconderse, va a intentar lanzar una granada. Es una mala idea, está cerca, puedo decirle al sargento que se encargue… pero no lo hago.
La granada podría caer en alguna de las dos esclusas. Entonces, sólo tendría que salir y luego él estaría muerto. Mas que una idea estúpida, es traición, de la más vil. Gertz me conoce desde que era una niña, él fue quien me la presentó y con su carácter estoico me ha salvado una y otra vez la vida. Además, visto lo visto, aunque la granada entrara, el sargento preferiría comérsela solo a permitir que nos mate. Y aunque yo abandonara a la familia para sobrevivir, unos minutos después estaría sola en medio del campo enemigo. No es miedo a morir; es una mala idea, pero no tan mala como la de pararme frente a un tanque y lanzarle una granada. Así que dejo de disparar, desplazo la cincuenta y, sin menor consideración, disparo. La primera bala golpea cerca del soldado, haciéndolo dudar; la segunda silba, ominosa, obligándolo a cerrar los ojos; la tercera lo golpea en el hombro y, al hacerlo, su torso se destruye en una mancha roja mientras muere sin saberlo. Ver la flama roja que describe su sangre al estallar la granada me recuerda que yo sé matar. ¿Por qué dudo en hacer lo que debo?
Cuando las balas están por terminarse miro a mi alrededor: el pelotón que intentó cerrarnos el paso está casi por completo destruido. Pero toda vida vale, así que el peligro es mayor, y ahora él no es el más importante; lo soy yo, porque es en este momento que una granada o un soldado con un lanzacohetes puede eliminarnos. Aviso al sargento que voy a recargar, y él prepara su arma para cubrirme. Cuando ceso de disparar tengo un breve instante de concentración y, mientras saco el estuche vacío, siento cómo me tocan la pierna. Me asqueo al confirmar que no es Gertz, sino él, sonriéndome mientras me pasa un cartucho ya listo.
Todo pasa por mi cabeza, desde patearlo e intentar ahorcarlo, hasta desenfundar mi arma. Pero no puedo, porque el sargento me grita que se acercan y porque no es la forma de matarlo. No así, sonriéndome. Frustrada, hago de manera excelente mi trabajo. Padres, hijos y hermanas mueren abatidos por mi arma. Lo primero que te enseñan al prestar servicio es que no matas personas, salvas a aquellos a quienes matarían, y cuando alcanzo a una chica, su último grito me recuerda mi propia herida, la razón por la que me dieron de baja temporal, y por la que mi esposa tomó mi lugar, recargando el cañón de esta unidad, nuestra casa: Donde está el corazón (así se llama).
Mientras tomo las balas calibre cincuenta, mi mente piensa en lo que pasó, en las cosas que le tuvo que haber dicho, las mentiras que profirió. Luego la imagino a ella, arrepentida de haberse metido en esto. Las Unidades Blindadas Todo Terreno no son como la infantería ni tienen los mismos objetivos, las mismas armas, los mismos peligros. Ni siquiera las mismas medallas. Una bala entró y me dio en el pecho, donde está el corazón. Él rompió el combate y se replegó para buscar auxilio médico. Las cosas no se veían bien ni para mí ni para nuestro puesto. Cuando volvió de la patrulla y le informaron de mi situación, mi esposa jamás dudó que sobreviviría. Así somos nosotras, nos decimos todo con el silencio.
Luego, la presión: una línea de artillería se movía para ponerse a distancia de tiro de la base. Ella estaba tan segura de que yo sobreviviría que levantó la mano para defender el hospital que salvaría mi vida, y ya que me había escuchado tantas veces contarle sobre mi día a día, era la segunda persona que mejor conocía mi cañón. Sabía manejar una cincuenta, y no era ninguna novata, el manual decía que si no había otro miembro de blindados disponible, la infantería era el único sustituto viable. ¡Jamás pongas a un marino o a un piloto en el asiento de un glorioso terratán!
Gertz dijo que ella era la versión pelirroja de mí; que se movió bien, que se mantuvo sin miedo, que venció a la crisis que se apodera de ti al estar dentro de este ataúd armado; que ayudó a destrozar las artillerías y que me amaba. Pero en la refriega, el depósito de un tráiler se derramó sobre Donde está el corazón, y con el calor, el sistema eléctrico se frió, así que no les quedó de otra más que abandonar en movimiento. Como el veterano que es, Gertz se cercioró de que los demás estuvieran listos antes de rodar por debajo; el sargento esperó a que ella bajara, y salió un momento antes, pero ni él ni ella salieron. En llamas, el terratán cayó en un barranco.
Desperté con la noticia de que recibiría la Ataúdes de Acero, la única condecoración póstuma que se entrega, y que se reserva para los beneficiarios de un miembro caído de la división blindada. Esto es porque los marinos no tienen a donde correr, los pilotos van a caer y el deber del soldado es sobrevivir; sólo nosotros tenemos por descripción del trabajo recibir disparos y regresarlos, sin ningún lugar a dónde ir, porque desde que se cierra la escotilla, esencialmente este es nuestro ataúd de acero. Por ello, una aprende a dejar ir las cosas en este oficio; para cuando yo desperté, los pelotones llevaban 6 días tratando de recuperar los cuerpos del terratán. Una noche de lamentos incontrolables después, los rescatistas regresaron con ambos vivos.
La abracé y besé profusamente. Mi vida había vuelto, y aunque ella me besó con la misma fuerza, supe que algo había cambiado, algo se había roto. No la presioné. Eso hace el Cuerpo de Blindados en cualquiera que no esté roto antes de entrar. Pero todo cambió. Tardaron en rehabilitar Donde está el corazón casi el mismo tiempo que me tomó sanar. Le agradecí a Gertz, al sargento y sobre todo a él por haberla mantenido viva durante aquellos angustiosos días. Además logró arreglar la radio y hacernos saber que estaban vivos, así que olvidé todos los años que su mirada y sus manos “sin querer» me incomodaron, tanto o más que sus constantes insinuaciones. Siempre lo pensé como un patán, pero eso bastó para olvidar sus sonrientes insinuaciones.
Mas ella no me pudo dar la cara. Casi al final de mi convalecencia, por todas las peripecias que pasamos para lograr la licencia de matrimonio y la aprobación del clero, le pedí que me diera la cara. Valiente como siempre ha sido, lo hizo. Me dijo que tras cinco días de encierro, se acostaron.
No debió destrozarme como lo hizo. La diferencia entre compartir dormitorios y regaderas con el campo es la realización de que, como soldados, en realidad sólo somos cuerpos. Carne, alimento para los cuervos, héroes del momento o números para los informes de rendimiento. Con la misma desfachatez con la que le disparas a un joven para salvar tu vida, o derribas a un helicóptero sin pensar sobre quién va caer, compartes tus raciones con un compañero y le dices que todo estará bien sabiendo que no lo estará. Y sí, le compartes el cuerpo así, sin más; lo entregas para que sacie una necesidad porque sabes que cada minuto es el último minuto de tu vida. Así que cuando tomas los votos matrimoniales, la fidelidad y la lealtad no cuentan en el campo, son cosas que suceden, de las que no se hablan. Pero la afectaron, y me afectó a mí. Desde hace dos semanas viajo con un hombre que tuvo lo que sólo debía ser mío. Y su sonrisa que cree galante, y sus toques que son indistinguibles de los de los demás me enervan más que nunca. Durante dos semanas no supe qué creer de él, busqué todos los pretextos para odiarlo, y si bien varias veces me rogó un acostón, a pesar de lo mucho que le gusto, jamás me forzó o se aprovechó, y eso que oportunidades no le faltaron. Así que llevo toda la operación de cazar al Galgarín confundida, porque aunque se acostó con ella, la salvó. Y no pude olvidarlo.
Hoy en la mañana todo cambió. Mientras escuchábamos por radio que en este campamento enemigo podría estar nuestra presa, se desarmó el aparato. Gertz se salió a fumar, al tiempo que el sargento lo puso a repararlo. El bastardo era casi tan bueno reparando el radio como disparando un cañón, y cuando se me salió en voz alta, el sargento dijo todo lo que importaba: el radio fue lo único que no se reemplazó tras el accidente porque estaba completo. Cuando lo felicitó por su habilidad, él me sonrió y finalmente supe lo que mi mujer me dijo con la mirada mientras me confesaba su infidelidad. Él le cedió el paso para salir, y a ella sorprendentemente se le atoró la bota. Luego, para no dejarla sola, él cerró la unidad, se pusieron los seguros, y esperaron el impacto. Quedando atrapados. Durante dos días le dijo que iban a morir, y luego de tres días de saberse enterrada viva, lejos de mí, desesperó. Él insistió en que sin posición jamás los encontrarían, y al cuarto día le ofreció la única bala restante como alternativa a la inanición. Ella estaba dispuesta a tomar la salida, pero no quería dejarlo solo, y le preguntó si podía hacer algo por él. Los cuatro días de indirectas rogando por sexo de pronto sonaban como un único pedido razonable, y ella se entregó. Sin embargo, antes de poner fin a sus vidas, él encontró una pieza con la que pudo rearmar toda la radio. Al sexto día llegaron por ellos. Él la engañó. Eso la rompió, nos rompió y ahora debo matarlo.
—¡Grehtel!— gritó el sargento para sacarme de mi estupor, mientras se preparaba para salir de la unidad— ¡Cúbreme!
Un par de balas golpearon cerca y el sargento sintió dos tiros en el brazo provenientes de un soldado que se coló en mi distracción. Salté de inmediato, lo derribé sin que lo esperara, y lo golpeé dos veces antes de que cediera el arma y le disparara. Su uniforme denotaba que era un oficial, y una banda en el pecho decía Galgarín, así que, por instinto, lo esculqué y encontré unos binoculares y unas esposas. No sé qué fue lo que me hizo tomarlas, como tampoco por qué decidí usarlas ahí, en medio del tiroteo, pero así como las levanté, en línea recta vi, gracias a una ventana, el interior de un depósito, y ahí, entre bombas de gasolina, estaba el Galgarín. Antes de gritar mi descubrimiento, tres soldados aparecieron con los fusiles listos, y ninguno disparó, porque él salió tras de mí con el subfusil del sargento, y no le tembló la mano. Mientras me gritaba que regresara, y me cubría para hacerlo, me hizo sentir vil por lo que estaba por hacer, pues si le hubiera reclamado su bajeza, me hubiera dejado morir y no me sentiría sucia.
Tan pronto entré, lo empujé con enojo y el sargento me sujetó para exigirme respuestas sobre mi comportamiento errático. No dije nada, pero él me leyó. Porque besó el cuerpo de mi esposa, aprendió mis secretos y supo que ya lo sabía, que quería matarlo; peor aún, supo que no lo haría porque el deber de defender la casa es secundario a la misión. Entonces, lo dije, les expliqué dónde estaba el Galgarín. Todos compartimos el miedo de enfrentar a un tanque más veloz y mortal que el nuestro. Pero Gertz no nos dejó dolernos; dijo que él, haciendo su magia al volante, podía llevar la unidad a una cresta donde él tendría tres tiros para acabar con nuestra presa. Después de eso, me tocaría a mí balear todo lo que se nos acercara. Era justo. Yo iba a recargar su cañón, y él iba a ser el hijo más importante de la patria por tres tiros. Luego, destruyera o no al enemigo, él no valdría nada. Ahí podría tomar mi venganza sin traición a la familia.
Gertz cumplió. Con la habilidad que lo caracterizaba, convirtió al terratán en la bestia metálica que todos temían. Destrozó a los regimientos motorizados que le trataron de cerrar el paso, como a la artillería que creyó que podría disparar, antes de que las orugas del tanque se los comieran en una sinfonía agónica de metal crispante. Así que cuando Gertz detuvo el terratán en la columna señalada, mientras se atendía la herida que se hizo al chocar con una viga de contención que requirió tres golpes para ceder. En ese instante, con el cañón cargado, el artillero movió dos milímetros la palanca y bajó la elevación para hacer el primer y mejor apuntado tiro. Fuego.
Un rayo verde golpeó la estación de bombeo, inflamándola como el infierno. Pese a la increíble llamarada, todos maldijeron, pues no había garantía de que el Galgarín hubiera sido destruido, así que simplemente cargué el cañón y le di el segundo tiro mientras él sudaba. El sargento salió a cubrirnos desde su posición, los disparos rebotaban contra nuestro blindaje. En cualquier momento, una bala podría rebotar y matarnos, pero yo era más útil recargando el siguiente tiro. Él ya no sonreía, miraba con atención las llamas por la mirilla (necesitaba ver el momento en que el enemigo se asomara para hacer el penúltimo tiro de su vida). Una munición de tanque pasó por encima de nosotros, sacando chispas al roce con nuestro blindaje. El sargento bajó empujado por el calor, y Gertz no se movió porque arruinaría el tiro. Fuego. Nuestro disparo impactó al Galgarín que salía entre las llamas, haciéndole un hoyo, pero sin reventarlo. Saque el casco vacío, y coloqué el último tiro de su vida, mientras él maldecía y agradecía a todos los santos por un tiro certero que no fue decisivo. Cuando aseguré la bala, sin poder evitarlo, llevé mi mano a la pistola ansiosa de la retribución. Quizá lo sintió, o lo esperaba, de cualquier forma cometió el peor pecado de un artillero pues separó el ojo del periscopio, y sólo lo regresó porque el sargento le gritó que disparara.
Con el ojo metido en la mira, dijo mientras jadeaba.
—Grehtel, necesitamos hablar… tú sabes que haría lo que fuera por ti.
—¡Dispara! —gritó el sargento mientras descendía para descansar los tiros en el brazo.
Apreté la boca mientras imaginaba que el Galgarín dispararía primero. Todos estábamos en silencio, y mi corazón se escuchaba más fuerte que toda la metralla comiéndose bala a bala nuestra protección. Saqué el arma para asegurarme de que, sucediera lo que sucediera, pudiera matarlo antes de morir. Fuego.
Sin poder ver nada, excepto la nuca del hombre al que iba a matar, escuché el tiro seco que se perdió en la distancia hasta que se coronó con una explosión. Gertz gritó emocionado y movió la palanca para sacarnos de ahí, pero la viga se había enganchado a la oruga, así que había que liberarla manualmente para salir cojeando de ahí. Fue en ese momento que tomé mi decisión: di dos pasos y salté fuera del Donde está el corazón. La única razón por la que no morí es porque nadie pudo creer que alguien se asomara en medio de ese infierno de balas. Caí al suelo, y me arrastré entre el lodo hasta llegar a la válvula de liberación, cuando se infló la palanca, jalé con todas mis fuerzas, y supe que sólo seguía viva porque el sargento, Gertz y él salieron escupiendo plomo.
Cuando liberé la oruga, la cadena cayó sobre mí y me prensó el torso al lodo. Él bajó y jaló la cadena para sentir cómo a su muñeca derecha le colocaba la misma esposa que yo tenía en mi muñeca izquierda. En esa posición, yo no podía levantarme y él no podía regresar o agacharse.
—Sólo quería saber a qué sabían tus besos y estaban en su piel— dijo, mirándome triste antes de que el calibre .50 del enemigo lo destrozara inmisericorde, y con su sangre sobre mí, finalmente fui vengada. Gracias a la infantería que llegó tras de nosotros los demás sobrevivimos.
Escribo esta confesión para que no haya duda alguna de lo que hice, por qué y cómo lo hice. Porque maté a un hombre, y me declaro culpable de haberlo hecho.
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La Cabo Especialista de Municiones, Grehtel Herce fue sentenciada a pena corporal por homicidio premeditado. Debido a que no hubo traición y mantuvo el decoro del uniforme y la estación, no se le aplicó la pena de muerte. Ella y su esposa recibieron la condecoración Ataúdes de Acero para el Cabo Especialista Artillero Dean Artigan, muerto en combate, quien las listó como su única familia.

Jorge Armando Ibarra Ricalde (México). Escritor, cronista, máster, diseñador de procesos lúdicos y especializado en la transmisión cultural directa a través de la oralidad. Dedica todos sus trabajos de diseño y escritura a la defensa del ocio como derecho, no como utilidad mercantilista.