Franco García

“Por los caminos del sur,
vámonos para Guerrero”
José Agustín Ramírez
Roberto Bolaño murió el 15 de julio de 2003 en el Hospital Universitario Valle de Hebrón de Barcelona, España, a causa de una insuficiencia hepática. Tras varios días de espera y en coma, jamás llegó el hígado que posiblemente le salvaría la vida. Nicanor Parra, el poeta chileno favorito de Bolaño, escribió alguna vez en un artefacto: “Le debemos un hígado a Bolaño”.
Pese a que se cumplirán 20 años de su fallecimiento, este narrador chileno-mexicano-español sigue siendo un éxito de ventas, y mucho se ha hablado en torno a su vida y obra literaria en distintos países, principalmente latinoamericanos. Buena parte de ella es autobiográfica y eso la hace aún más interesante y estudiada. En su libro de cuentos Putas asesinas, editado por Anagrama y posteriormente por Alfaguara, figura una maravillosa historia/odisea, una crónica de viaje que va del Distrito Federal a Acapulco en 1975: “Últimos atardeceres en la tierra”. Desde el título uno puede imaginarse los versos finales de un poema épico, o que algo trágico o una aventura ocurrirá. El cuento de Bolaño se inaugura con una situación específica: el encuentro entre el padre de B y B. Ambos personajes —uno exboxeador de cuarentainueve años; el otro un lector de poesía, de veintidós años— deciden tomarse unas merecidas vacaciones al sur de México.
“La situación es ésta: B y el padre de B salen de vacaciones a Acapulco. Parten muv temprano, a las seis de la mañana. Esa noche, B duerme en casa de su padre. No tiene sueños o si los tiene los olvida nada más abrir los ojos. Oye a su padre en el baño. Mira por la ventana, aún está oscuro. B no enciende la luz y se viste. Cuando sale de su habitación su padre está sentado a la mesa, leyendo un periódico deportivo del día anterior y el desayuno está hecho. Café y huevos a la ranchera. B saluda a su padre y entra en el baño”.
Luego, Bolaño describe la naturaleza entre el Ajusco y Cuernavaca y las tierras calientes del estado de Guerrero, hasta que después le parece monótono y decide leer un libro de poesía: una antología de surrealistas franceses traducida al español por Aldo Pellegrini, argentino también afiliado a la corriente.
“Desde hace dos días B está leyendo este libro. Le gusta. Le gustan las fotos de los poetas. La foto de Unik, la de Desnos, la de Artaud, la de Crevel. El libro es voluminoso y está forrado con un plástico transparente. No es B quien lo ha forrado (B nunca forra sus libros) sino un amigo particularmente puntilloso”.
Por azar B encuentra la foto del poeta Gui Rosey, de quien más adelante se obsesionará por su final trágico —o, mejor dicho, su desaparición— durante la ocupación nazi en Francia.
“B lee otra vez los poemas de Gui Rosey y la breve historia de su vida o de su muerte. Un día un grupo de surrealistas llegan al sur de Francia. Intentan obtener el visado para viajar a los Estados Unidos. El norte y el oeste están ocupados por los alemanes. El sur está bajo la égida de Pétain. El consulado norteamericano dilata la decisión día tras día. En el grupo de surrealistas está Breton, está Tristán Tzara, está Péret, pero también hay otros que son menos importantes. A este grupo pertenece Gui Rosey. Su foto es la foto de un Poeta menor, piensa B. Es feo, es atildado, parece un oscuro funcionario de ministerio o un empleado de banca. Hasta aquí, pese a las disonancias, todo normal, piensa B. El grupo de surrealistas se reúne cada tarde en un café cerca del puerto. Hacen planes, conversan, Rosey no falta a ninguna cita. Un día, sin embargo (un atardecer, intuye B), Rosey desaparece”.
Bolaño siempre se consideró un poeta y tal vez anhelaba tener un final trágico como los poetas que él admiraba. En este sentido, B se compara con Rosey e imagina la muerte de este en una ciudad costera al sur de Francia, aunque “no ha estado nunca en Europa. Ha recorrido casi toda Latinoamérica, pero en Europa aún no ha puesto los pies”. A partir de esa imagen, Roberto Bolaño recrea, pues, aquellos años esplendorosos de Acapulco de la década de los setenta: el glamour, los excesos, las películas; La Costera, La Quebrada, la bahía de Puerto Marqués, las avenidas Constituyentes y López Mateos, la vestimenta y el habla populares; canciones de Lucha Villa y Lola Beltrán, el calor, los restaurantes o las fondas a la orilla de la carretera; los suburbios, los bares o clubes nocturnos y la comida exótica y tropical del Pacífico.
Padre e hijo se hospedan en el hotel Las Brisas, hacen recorridos por la Costera Miguel Alemán, cenan, no dejan de ir a bares o clubes nocturnos. Su relación, por momentos, es fraterna y, por otros, distante, fría. El padre de B quiere divertirse, disfrutar la noche entre tragos y mujeres, y para ello le solicita recomendaciones al recepcionista. Mientras tanto, B vagabundea, va a la playa, donde renta una tabla y se dirige a una isla, lee su libro de poesía y en el hotel donde se hospedan habla brevemente con una turista norteamericana de poesía. Durante la conversación, sale a relucir un texto “con rima pegajosa, similar a una ronda infantil” del poeta Henry Wadsworth Longfellow (Portland 1807-Cambridge 1882), reconocido por su poema La canción Hiawatha, además de haber traducido la Divina comedia.
La referencia de Longfellow quizás se deba por su creación mitológica al estilo norteamericano, pero también por sus infortunios, por ser un profesor en Harvard e hispanista. Bolaño es muy astuto, conoce de poetas de cualquier parte del mundo y nada de él hay que pasar por alto. Sí, poesía y vida cotidiana estuvieron relacionadas en toda su obra, personajes de la vida cotidiana que podían llevar en su interior un alma poética y que dependía de la situación para hacérselos saber. La mujer únicamente aparece en el hotel y suele ser un poco enigmática, hasta con un gesto maternal, tierno y melancólico. Por otro lado, los sueños son otra pieza clave en la obra bolañiana, como en el siguiente fragmento:
“Sueña que vive (o que está de visita) en la ciudad de los titanes. En su sueño sólo hay un deambular permanente por calles enormes y oscuras que recuerda de otros sueños. Y hay también una actitud suya que en la vigilia él sabe que no tiene. Una actitud delante de los edificios cuyas voluminosas sombras parecen chocar entre sí, y que no es precisamente una actitud de valor sino más bien de indiferencia”
Los sueños en Bolaño son inspirados en Jorge Luis Borges, ambos hábilmente los llevaron al límite. El mundo onírico bolañaiano converge al infinito, referencias tras referencias que posteriormente se convertirán en poemas, novelas o cuentos inacabados. Es decir, sueños dentro de otros sueños, una historia dentro de otra, un poema dentro de otro poema. Roberto Bolaño, gran lector de literatura clásica y contemporánea, tal vez podría haberse inspirado en el viaje de Ulises en su regreso a Ítaca, imagen que aparecerá cuando regresa de Chile después del golpe de estado contra Salvador Allende en 1973.
“En el cielo aparece, de forma por demás silenciosa, un avión de pasajeros. B deja de mirar el mar y contempla el avión hasta que éste desaparece detrás de una suave colina llena de vegetación. B recuerda un despertar, justo un año atrás, en el aeropuerto de Acapulco. Él venía de Chile, solo, y el avión hizo escala en Acapulco”.
Ahora B está en la playa, a salvo en su segunda patria, cierra los ojos, los abre, se siente abatido por instantes y también se deja llevar por su padre como Alighieri con Virgilio. Ambos personajes chilenos adquieren significación y construyen su identidad a partir de una serie de acontecimientos. El Padre de B se emociona, disfruta del sol, la brisa, el ambiente turístico, entabla amistad rápidamente con desconocidos y hasta con un ex clavadista —que también lee una novela de vaqueros, un guiño a las lecturas favoritas de su padre León Bolaño— durante un acto de clavados en La Quebrada. B descubre que será un tipo cargado y piensa que ya no se podrán separar jamás de él y el viaje, que quizás podría haber sido una reconciliación entre padre e hijo, poco a poco resulta aburrido, desastroso. B tampoco deja de pensar en la desaparición del poeta Gui Rosey. “Seguramente se suicidó, piensa B. Supo que no iba a obtener jamás el visado para los Estados Unidos o para México y decidió acabar sus días allí”. Posteriormente, intenta imaginar una ciudad costera del sur francés. Como ya se dijo, nunca ha estado ahí, “así que su imagen de una ciudad mediterránea está condicionada directamente por su imagen de Acapulco”.
Posterior al encuentro con el ex clavadista, los tres se dirigen a un local barato, donde comen huachinango y ostiones y hablan de lo curioso que resulta ser que a la salsa o al picante en México le llamen chile y ellos sean de Chile, algo que siempre ha inquietado a los chilenos. Desconozco si Bolaño escuchó las chilenas pero hubiera sido interesante encontrar alguna referencia musical regional del estado Guerrero en alguno de sus magistrales textos. Visitan el picadero San Diego y de ahí se dirigen a los suburbios de Acapulco, donde sólo los valientes ingresan y, si todo marcha a la perfección, logran salir con vida.
“Después, sin saber cómo, B sigue a su padre y al ex clavadista (que hablan todo el rato de boxeo) hasta un local en los suburbios de Acapulco. El edificio es de ladrillo y madera, carece de ventanas y en el interior hay un juke-box con canciones de Lucha Villa y Lola Beltrán”.
En dicho lugar de mala muerte, el padre de B y el ex clavadista juegan a las cartas mientras B sale al patio trasero a vomitar porque ha bebido demasiado tequila. Bien pudo ser mezcal, sólo que Bolaño optó por mencionar tequila. Después aparece una joven prostituta y le hace un «guagüis». Una vez que terminan, B vuelve al interior y analiza, como buen detective, lo que pronto sucederá. Además del padre y el exclavadista, hay dos tipos. Aunque B susurra al padre que deben huir, él le responde que no puede irse, pues va ganando. “Luego contempla a las mujeres que a su vez lo contemplan a él y a su padre con una conmiseración palpable. Ellas saben lo que nos va a pasar, piensa B”.
El viaje ahora se torna peligroso, como un «viaje al final de la noche». B tiene miedo, está preocupado por sus vidas y las prostitutas lo saben mejor que nadie. Bolaño supo mantener esa atmosfera desde las primeras líneas, desde la situación/encuentro con su padre. Mantuvo el peligro, la ternura, el miedo, la alegría en los lugares más estratégicos de Acapulco. El entorno del Puerto constituye, entonces, el posible destino trágico de los personajes. “Un poeta lo puede soportar todo”, sólo los más fuertes sobreviven. En un apartado de Los detectives salvajes existe una frase que probablemente sea un honor a su padre: “Hay momentos para recitar poesías y hay momentos para boxear”. De algún modo u otro, la figura paterna y de un ex boxeador no dejan de estar presentes en la vida y obra literaria del autor latinoamericano, y en este cuento lo define. Incluso el perro que se encuentra amarrado afuera del local se llama Púas, tal como el mote del boxeador mexicano Rubén «El Púas» Olivares, campeón mundial en las divisiones de pesos Gallo y Pluma.
“El lomo del perro está erizado y por el hocico le cae una baba transparente. Quieto, Púas, quieto, Púas, repite la mujer. Nos va a morder, piensa B mientras retroceden hasta la puerta”.
Al cabo de unos minutos, la situación empeora: todos los de la mesa se ponen de pie. El padre de B, tranquilo, recoge una buena cantidad de billetes, uno por uno, y uno de los desconocidos grita que no saldrán con ese dinero del sitio. Dentro de este fragmento existe un acto heroico y poético que está por experimentar B al volver con su padre. La tensión está por iniciar/concluir y entonces el local se convierte en un ring para B. No sabe si volverá al DF o terminará sus últimos días en Acapulco. De un momento a otro le regresan esas primeras imágenes de Gui Rosey y su desaparición:
“B piensa en Gui Rosey que desaparece del planeta sin dejar rastro, dócil como un cordero mientras los himnos nazis suben al cielo color sangre, y se ve a sí mismo como Gui Rosey, un Gui Rosey enterrado en algún baldío de Acapulco, desaparecido para siempre, pero entonces oye a su padre, que le está recriminando algo al ex clavadista, y se da cuenta de que, al contrario que Gui Rosey, él no está solo”.
Un poeta menor, repite B, con un final trágico. Como Bolaño declaró en una entrevista durante la Feria del Libro en Chile: “Era una apuesta de vida o muerte”. B sabe que él y su padre se encuentran en la boca del lobo, en las meras entrañas del infierno tropical y si quieren salir con vida de ahí deben fajarse a golpes. B desafía a la muerte con alegría mientras agoniza.
“Después su padre camina un poco encorvado hacia la salida y B le concede espacio suficiente para que se mueva a sus anchas. Mañana nos iremos, mañana volveremos al DF, piensa B con alegría. Comienzan a pelear.”
Sí: un final elegante, abierto, infinito como sus sueños de Roberto Bolaño. Sólo él, hombre de muchas palabras, de prosa potente y constructor de enormes historias, logró hacer del Acapulco de los setenta un personaje y espacio extraordinarios desde España. Espacio que les permitió a los personajes contar con un valor simbólico, cambiando su perspectiva de la vida durante su viaje. Sin duda alguna, siempre tuvo esa fijación por la inmensidad del mar e irónicamente los restos del mayor detective salvaje fueron lanzados al mar Mediterráneo, casi como lo describe en este texto —quizás un destino soñado por él mismo—. Y más que un cuento, una crónica de viaje: un verdadero nocaut literario.

Franco García (Guerrero, 1987). Economista por la UNAM. Ha publicado en Punto de partida, Punto en línea, Ágora, Opción, Mono, La otra voz, Trinchera, Acapulco Cultura, Minificción, Monolito, Rankia, Palabrerías, Zompantle, Capote, Enpoli, Sputnik, Periódico Poético, Revista Noche Laberinto, Letras y Voces, Irradiación, entre otras. Parte de su obra ha aparecido en antologías de minificciones y cuentos.