La contingencia de la escritura: breve introducción a la narrativa mexicana de los sesenta

Armando Gutiérrez Victoria

Arte: Irene Barajas

“La partición de las aguas fue señalada por La región más transparente”, dice José Emilio Pacheco en uno de sus “Inventarios”, fechado en abril de 1978. En ese mismo texto, Pacheco también señala que pocos se pueden hacer una idea de con cuánta avidez esperaron la aparición de la novela de Fuentes los entonces jóvenes de 1958, año de su publicación en el Fondo de Cultura Económica. No era para menos, La región más transparente fue comentada, debatida y leída aun antes de siquiera ser editada en formato libro. Todo el medio literario esperaba la novela de Fuentes porque habían leído adelantos de capítulos en las revistas y suplementos más importantes de la época, porque habían escuchado en boca de su autor pequeños fragmentos en alguna reunión o fiesta ocasional, o simplemente a causa de aquellos comentarios que uno hace entre amigos, entre colegas, en las salas de redacción, como si se tratase de algo destinado a cambiarlo todo.

Puede decirse, sin temor a la imprecisión, que la narrativa mexicana de la década de 1960 inició en 1958 con La región más transparente. La novela, como el mismo Pacheco señala en el texto aludido, vino a representar un punto de inflexión crítico en la tradición narrativa, no por su inclusión de técnicas y estrategias novedosas (pues muchas de ellas se habían visto años antes en obras como Al filo del agua de Agustín Yáñez, El luto humano de José Revueltas, Pedro Páramo de Juan Rulfo, Confabulario de Juan José Arreola o Balún Canán de Rosario Castellanos), sino por tomar como centro de su reflexiones y principal escenario de sus historias a la heterogénea y caótica Ciudad de México de finales de los cincuenta y principios de los sesenta.

Quizá sin plena conciencia de ello, porque ciertamente encontramos todavía una fuerte influencia de los temas y personajes emanados de la Revolución, Fuentes puso sobre la mesa del debate público y de los círculos intelectuales de su momento la necesidad de abrir la narrativa hacia nuevas preocupaciones, desplazar su mirada hacia otros sitios, continuar con las experimentaciones de orden estructural y estilístico con el objeto de buscar nuevas formas de representar el mundo, que cada vez más adquiría la imagen de una ciudad informe. O al menos fue de este modo como los jóvenes narradores mexicanos leyeron la tan ansiada novela que, al mismo tiempo, consagró a su autor a una corta edad y lo catapultó, como si de una figura del espectáculo se tratase, a la fama internacional.

Uno de los principales fenómenos que caracteriza a la década de 1960, y que puede pasarse por alto con facilidad, es la abundancia de escritores que se agruparon o vinieron a reunirse involuntariamente en la Ciudad de México. Procedentes de todos los estados de la República, aunque más notoriamente de Jalisco, Veracruz, Yucatán, Zacatecas y Sinaloa, los narradores jóvenes arribaron a la capital movidos por su oferta cultural, académica y laboral. Hallaron a sus pares en los salones de clases de la Facultad de Filosofía y Letras o en la Casa del Lago, donde continuamente se impartían conferencias, conciertos y puestas en escena; en las oficinas de redacción del suplemento La Cultura en México, de la revista Siempre!, o en alguna de las abundantes librerías y cafeterías que diariamente aparecían en las calles de la Ciudad de los Palacios.

Dice Sergio Pitol en El arte de la fuga, a propósito del ambiente que imperaba en la Ciudad de México de principios de los sesenta, que poco a poco se respiraba cierto aire de «jubiloso carnaval». Nunca antes se habían visto condiciones tan favorables para el escritor y su obra: había editoriales, había revistas y suplementos, había apoyo de las instituciones culturales y universitarias, había becas para la creación y, cada vez más, había lectores entre aquella clase media que se encumbró con el llamado Milagro Mexicano. Fue durante este periodo que aparecieron obras como Aura de Carlos Fuentes, Beber un cáliz de Ricardo Garibay, Los albañiles y Estudio Q de Vicente Leñero, La señal de Inés Arredondo, Farabeuf de Salvador Elizondo, Cruce de caminos y Figura de paja de Juan García Ponce, La obediencia nocturna de Juan Vicente Melo, Gazapo de Gustavo Sainz, De perfil de José Agustín, José Trigo de Fernando del Paso y Morirás lejos de José Emilio Pacheco.

No fue poca la importancia de las publicaciones periódicas y de la labor crítica que continuamente se desarrolló en sus páginas. Títulos como Revista de la Universidad, Revista de Bellas Artes, Cuadernos del Viento, Revista Mexicana de Literatura, La Palabra y el Hombre, La Cultura en México, Diorama de la Cultura, Ovaciones. Arte, Cultura y Letras, por mencionar tan sólo algunos, moldearon el panorama cultural de México durante esos años. En sus páginas, el lector promedio pudo leer por vez primera textos inéditos, adelantos de novelas, cuentos, entrevistas, artículos, ensayos y reseñas sobre libros, arte, cine, cultura, teatro y pintura, además de abundantes traducciones de los escritores que por aquel entonces el mundo estaba leyendo y comentado. El espacio discursivo que fundaron estas publicaciones ratificó la importante tradición de revistas literarias en el país y, al mismo tiempo, significó un punto de encuentro y lugar de lectura del enorme panorama de narradores que escribían por aquella época.

Los jóvenes escritores estaban al tanto de sus congéneres en otras latitudes, de los debates que se llevaban a cabo en Europa sobre el papel de escritor y su compromiso político, de los experimentos narrativos emprendidos por los autores de la nouveau roman en Francia, de la tradición en lengua alemana de la literatura, tan ampliamente comentada por Juan García Ponce, así como de la literatura norteamericana, española, argentina, cubana y hasta japonesa. Hay que decir, sin embargo, que si bien estuvieron al tanto de todo ello los escritores mexicanos mantuvieron una relación tensa y contradictoria con el resto del mundo. Se advierte en sus declaraciones cierta cautela y desconfianza crítica ante las novedades y las influencias. No desean proyectarse como seguidores, meros epígonos latinoamericanos, aunque muchas veces su escritura delate una comprensión profunda de los procedimientos de otras tradiciones. Hay, desde esa perspectiva, cierto afán por apropiarse de los hallazgos en beneficio propio y fundar, de esta manera, una imagen del narrador mexicano a la par del francés, del norteamericano o de cualquier otro en el mundo.

No extraña que sus temas poco a poco se distancien de aquellas escenas del campo, del conflicto armado, de la circunstancia nacional, del afán revisionista de la historia y sus protagonistas, para desplazarse así a la ciudad, a sus personajes, a los jóvenes que, como ellos, la viven día a día. Y cuando no, se vuelven sobre la abstracción, sobre el experimento, sobre la desautomatización del lenguaje, sobre la suspensión del tiempo y los cruces genéricos. De lo primero dan cuenta las obras de Gustavo Sainz y José Agustín; de lo segundo las de Elizondo, Melo, Ponce y Pacheco.

En este contexto, los géneros autobiográficos tuvieron un importante auge y fueron leídos con especial interés. Ya no importaba que sus protagonistas dieran cuenta de los años revolucionarios, del quehacer de la política y del Estado, sino que ahora interesaba la figura del autor por sí mismo, en tanto creador, en tanto conciencia crítica y productor de textos. Todos buscaron penetrar en la vida de sus escritores favoritos, conocer cómo armaban sus libros, qué leían, cómo vivían su día a día, quién les tendió la mano por primera vez, dónde leyeron sus primeros textos. Así, el Palacio de Bellas Artes, por iniciativa de Antonio Acevedo Escobedo, inauguró el ciclo de conferencias “Los narradores ante el público” en 1965 con el objetivo de dar cita a la heterogénea pléyade de cuentistas y novelistas mexicanos para que hablaran con los asistentes de su propia vida. Por la sala Manuel M. Ponce pasaron figuras como Juan Rulfo, Rosario Castellanos, Edmundo Valadés, Luis Spota, Guadalupe Dueñas, Inés Arredondo, Juan García Ponce, Jorge Ibargüengoitia y Amparo Dávila. En estos mismos años, Emmanuel Carballo promueve a los novísimos jóvenes a través de la colección de breves autobiografías “Nuevos escritores mexicanos del siglo XX presentados por sí mismos”, al mismo tiempo que desarrolla un proyecto de entrevistas autobiográficas con grandes figuras de las letras como Salvador Novo, Martín Luis Guzmán, Jaime Torres Bodet, Agustín Yáñez y José Gorostiza, que ven la luz primero en prensa y luego en Diecinueve protagonistas de la literatura mexicana del siglo XX.

Vale decir, por otro lado, que Fernando del Paso, Juan Vicente Melo y José Emilio Pacheco llegaron a la cúspide de la experimentación narrativa, cada quien por distintos caminos, en los años previos al movimiento estudiantil de 1968 y su brutal represión. José Trigo, La obediencia nocturna y Morirás lejos deberían ser leídas como uno de los momentos más interesantes y fructíferos de la narrativa mexicana, a la par de los indiscutibles clásicos que tan afanosamente se comentan en las escuelas y las universidades. En las páginas de estas novelas, el asunto principal es el lenguaje mismo, la representación de la realidad literaria y las indagaciones sobre el tiempo, la historia, el mal, la identidad y el ser humano. Poco importa su argumento, lo que importa es el modo en que se nos presenta, la abundancia de posibilidades, la lengua toda que se transforma constantemente en otra cosa.

Sólo el decisivo choque en 1968 entre las fuerzas del gobierno y los estudiantes, procedentes de los centros universitarios y conocedores de los movimientos organizados alrededor del mundo, dio por terminado uno de los periodos más luminosos y ricos de las letras mexicanas, quizá el más importante del siglo XX, porque vino a poner en el mapa, no sólo del continente, sino del globo, a México como una potencia cultural. Pocas veces se tiene consciencia de la cantidad de circunstancias culturales que hicieron posible este momento y que propiciaron la convergencia, no de una generación, sino de todo un sistema literario de narradores. Se los ve, en muchos casos, desde una perspectiva oblicua, aislada, como subjetividades desvinculadas de sus colegas, de sus amigos, como unos cuantos libros asociados con un nombre. Pero lo cierto es que ellos mismos se mostraron al mundo como una enorme red, como un grupo construido de enormes singularidades, islas interrelacionadas por afinidades artísticas e intelectuales.

Hoy, que abundan los libros, que el mundo ha cambiado y que la aparente prosperidad del campo intelectual mexicano se muestra tan propicia para la escritura, no está de más echar la vista unos años atrás para conocer un poco de dónde venimos.

Tlalpan, febrero de 2023

Armando Gutiérrez Victoria (Ciudad de México, 1995). Actualmente cursa el Doctorado en Literatura Hispánica en El Colegio de México. Ha publicado artículos académicos en revistas nacionales y extranjeras, así como textos de creación (cuento, poesía, ensayo) y crítica en publicaciones como Punto en Línea, La Palabra y el Hombre, Campos de Plumas, Primera Página, Nudo Gordiano, Periódico Poético, Íbidem, Didasko, Pérgola de Humo. Es director de la publicación independiente Irradiación. Revista de Literatura y Cultura.