El agujero

Jorge Efrén Velázquez De Jesús

Arte: Anayatzy Morales

El soldado Álvaro Baca, en compañía de otros militares, escudriñaba las azoteas en búsqueda de algún manifestante. Levantaba las tapas de los aljibes, clavaba la puntiaguda daga proveniente de su rifle sobre las oscuras aguas. Algunos de sus compañeros disparaban; otros lograban hallar a algunos. El cumplimiento de su deber ensordecía la súplica y los sollozos.

“¡Son unos pinches huevones!”, exclamaron los soldados. Baca quien, aunque sin discutir la orden, por dentro tuvo dudas relampagueantes— supo que hubo personas ajenas al asunto que recibieron fuego cruzado. Bajó las escaleras rumbo a la salida del edificio. En tanto llegaba a la planta baja, escuchaba el lamento inconsolable de mujeres convertidas en espectros lacrimosos que lanzaban suplicas al aire que pudiesen responder sobre el paradero de sus hijos. No podía titubear. Siguió su camino al exterior.

Un olor metálico, intenso, penetró en la nariz de Baca como las dagas de los rifles lo hicieron en los aljibes. Su entrenamiento lo preparó para soportar la fauna de olores tumefactos, pero este era un perfume siniestro que llevaba la alquimia de la muerte. Algo tenía claro: esa esencia quedaría impregnada en su olfato mucho tiempo.

Miró los cuerpos regados en el piso, que se asemejaban al reguero de hojas desprendidas de las ramas ante la llegada implacable del viento de otoño. Aquel batallón representó ese vendaval despiadado que trajo un ocaso de plomo. Escuchó la voz gruesa e imponente del General Ordaz que ordenaba recoger los cadáveres. Varios camiones comenzaron a desplazarse, estacionándose en posición de recolectores. Baca avanzó a donde estaba una pila de cuerpos. Al agarrar uno, percibió una extraña tibieza. Podía jurar que en cualquier momento pudiese levantarse.

Llegaron unas pipas. Desenrollaron las mangueras y dieron vuelta a la manivela. El agua salía a chorros. Aquella mezcla se convirtió en un oleaje escarlata que dejaba una espuma carmesí que besaba las orillas de las banquetas. Las mangueras hacían su esfuerzo, pero la sangre se resistía a dejar el piso.

Uno de los superiores se aproximó a Baca, le señaló que se subiera del lado del copiloto en la cabina de los carros de volteo. Caminó rápido. Abrió la puerta. Tomó asiento. Intentaba poner en orden sus ideas, pero el ruido de la puerta del conductor distrajo su atención. Un soldado de complexión lánguida se subió, encendió el motor y prendió las luces frontales que revelaban a los demás soldados arrastrando los cuerpos. Baca perdió la mirada en un punto distante en las paredes de los edificios que exhalaban un denso hermetismo.

El vehículo de volteo emprendió la marcha. Se abrió paso entre camiones de cisterna, tanquetas, ambulancias militares y murallas de soldados. Conforme avanzaban, el petricor de la lluvia de plomo se desvanecía. La ciudad permanecía serena: las calles eximidas de transeúntes, los negocios que todavía descansaban, los techos de las casas ausentes de gatos. Las farolas lucían fantasmales y los semáforos en rojo de la avenida insurgentes norte no detenían al camión de volteo que detrás tenía la escolta de un convoy. El soldado Héctor Castrejón daba un vistazo a ambos lados de las avenidas y pisaba el acelerador.

—Nos va a cargar la chingada. Está noche será larga, ¿no crees? —dijo.

—Sí, estará de su puta madre —respondió, Baca.

Ambos soldados se miraron como si la fraternidad de lo que hicieron les solidificara un aire de amistad y confidencia, de tal forma que ni necesitaron presentarse. Aquel vistazo en que Baca volteó pudo notar, por medio de las luces altas, los enormes cráteres que había en el rostro de Castrejón. Cráteres a través de los cuales podrían fácilmente andar algunas hormigas.

—Pinche desmadre que se hizo hace rato. Sólo bastaron unos cuantos tiros y todo se fue a la mierda. Sin embargo, no sé… —Castrejón movía la cabeza—. No sé, pero estos cabrones… —señaló con su dedo pulgar hacia la caja de volteo—. Mira… No tengo un puto cerebro de científico, mas algo me hace pensar…

—Lo sé, desgraciadamente, pienso lo mismo.

Baca y Castrejón sabían que tenían la orden de disparar, aunque los sujetos de guante blanco, que andaban dispersos en varias partes de la plaza, nunca les dieron confianza. Recordaron el disturbio de un discurso, las luces de bengala por el cielo y disparos que iniciaron la lluvia de plomo. Recordaron también la cacería implacable, sobre todo de los enguantados, y por último la recolección.

Concluida su recapitulación observaron unos imponentes árboles como gigantes amenazantes que salían del parque de los Sauces. Dieron vuelta hacia el cerro de Zacatenco. El camión de volteo y el convoy se adentraron en una niebla espesa que envolvía al cerro junto con ellos como si hubiesen dejado el mundo y ahora penetraban a otro donde las reglas de Dios finalizaban y comenzaban las leyes impuestas de una deidad siniestra, ávida de carne y huesos.

Los soldados que venían en el convoy aferraron sus manos a sus fusiles. Tragaron saliva. Intentaron alimentarse de un coraje fallido. Al igual que Baca y Castrejón, sabían que estaban cumpliendo su deber. Unos ojos llameantes comenzaron a parpadearles. Metieron el dedo índice suavemente al gatillo y, traspasando la niebla, notaron que se trataba de unas excavadoras que estaban en espera.

¡La niebla! La maldita niebla que se entrometía con el cumplimiento del deber. Las luces altas apenas daban cierta visibilidad. Castrejón quería mirar más allá del parabrisas; no obstante, sólo se topó con seres sobrenaturales de formas macabras y grotescas, producto de una transformación perturbadora creada por el efecto translucido que ejercía la bruma sobre la fauna del cerro. Castrejón Manejó despacio hasta lograr estacionarse de una forma estratégica que pudiera permitir a la caja echar los cuerpos al agujero.

El convoy se estacionó, paralelo al autovolteo. Baca y Castrejón aguardaron un momento antes de bajar. Entre la espesura de la niebla, alcanzaron a observar que bajaron unos soldados. Esperaron un momento. Escucharon unos golpes repentinos en la ventana del lado del conductor. Divisaron una silueta como si fuera un espectro que salía de un umbral. Castrejón bajó la ventana y el soldado les dio unas indicaciones:

—Dice el oficial Diaz que esperemos hasta que las excavadoras hayan hecho el agujero —agachó la cabeza, tosió y prosiguió: —nadie imaginaba que sí se ocuparía.

El soldado se perdió en la penumbra. Castrejón subió el cristal. Baca señaló usando el dedo índice al exterior del parabrisas. Le comentó a Castrejón que hizo algo de entrenamiento por estos terrenos; recordó que en algunas partes halló símbolos extraños sobre la tierra, restos de veladoras, vasos de cristal con ingredientes raros que no tenía manera de descifrar. Escuchó que Castrejón sacaba una bolsita de plástico enrollada de la que no distinguía bien su contenido. Comenzó a desenrollarla y miró a Baca:

—Vas a necesitar de esta madre para que aguantes.

—Pero eso… —levantó sus hombros —Además, ¿no se supone que tenemos entrenamiento?

—Para lo que hicimos hace rato, sí; pero este es otro pedo. Y como te dije: tendremos noche larga. Por cierto, quizás… no tardarán en ofrecértela…

Baca intentaba mantenerse sobrio: no quería descubrirse como un primerizo, pero accedió. Un fuerte tosido despertó una enorme carcajada de Castrejón. Sin problema alguno continuaron dándole soplidos al cigarro, ya que tenían de cómplices a los cristales empañados, al igual que sus otros compañeros, quienes, de repente, bajaban los cristales dejando escapar las fumorolas que se dispersaban en el universo espectral de la niebla.

Retomaron la charla que Baca comenzó al principio. Castrejón también platicó sobre cosas extrañas que había presenciado durante sus expediciones de reconocimiento; no obstante, recalcó que quizás muchas fueron producto de desvelos, falta de comida y, por qué no —hizo énfasis en la mano que sostenía el cigarro—, la hierba.

La plática abordó lo sucedido hacía unas horas, cuando sintieron una fuerte sacudida que los obligó a ponerse derechos en el asiento. Ambos abrieron sus respectivas puertas y, gracias a las luces frontales, vislumbraron una silueta que les hizo señas, indicándoles la dirección del agujero. Bajaron del camión y caminaron entre la espesura de la niebla. Baca miraba a los soldados, que no eran muchos, alrededor del agujero que estaban haciendo las excavadoras. Veía los montones de tierra extraídos alrededor de ese hoyo, como si estuviesen desesperados por liberar alguna fuerza suprema que hubiese sido condenada a vivir en las entrañas de las profundidades.

Las excavadoras se detuvieron un momento. No lograban cavar más profundo. El oficial a cargo del convoy se acercó a uno de los operadores, quien, extrañado, le decía que algo impedía seguir cavando. Se aproximó al agujero y captó una siniestra sensación que ansiaba arrancarle el alma, tragársela y defecar sus restos en ese hoyo. La niebla se intensificó. Baca sintió como si unas manos pesadas cayeran sobre sus hombros y quisieran doblegarlo hasta arrodillarlo; los soldados percibieron lo mismo y los insectos que volaban alrededor de las luces se incrementaron hasta taparlas.

El oficial superior dio la instrucción de que retiraran las cucarachas; sin embargo, no lograban quitarlas. Las excavadoras trabajaron a su máximo esfuerzo para ello, pero ya no daban marcha. La niebla impedía ver la profundidad del agujero. El oficial superior decidió que bajo esas condiciones echarían los cuerpos.

—Hagámoslo de inmediato, para largarnos a la chingada de aquí —expresó Castrejón.

El soldado subió a la cabina, encendió el motor, apretó un botón en la consola, tomó la palanca de cambios y escuchó el sonido de los pistones que intentaban levantar la caja sin poder lograrlo. Castrejón realizó de nuevo las mismas maniobras sin obtener éxito; recordó que estos camiones estaban teniendo problemas, ya que no les daban mantenimiento debido a que el gobierno destinó los fondos a las próximas olimpiadas.

El oficial superior se acercó a Castrejón, quien manifestó lo sucedido. Se tomó la decisión de que todos tendrían que subir a la caja y arrojar los cuerpos al agujero. Baca, al igual que los otros soldados, acató las órdenes e intentó agarrar uno de los cuerpos amontonados en aquella pila. Entre el tacto, el roce y el esfuerzo, sintió que era jalado hacia ellos. Intentó razonar qué sucedía. Nuevamente, dio un tirón, percibiendo que era atraído sin oponer resistencia. Los demás militares padecieron la misma situación.

En el punto de la desesperación, alguien lanzó una ráfaga de disparos. El resto de los soldados cortaron cartucho. Baca —que, impotente, no lograba desafanarse— disparó hacia donde sentía que lo jalaban. Otro soldado, desesperado, tiró queriendo librarse, pero unos cuerpos cayeron encima de él arrastrándolo hasta el agujero. Sus gritos sonaban diáfanos. Los operadores de las excavadoras bajaron de sus cabinas, mas la intensa niebla opacaba su visibilidad. Las luces continuaban cubiertas por la lluvia de insectos. Los soldados alarmados sintieron que tocaban sus espaldas y lanzaron ráfagas de plomo sin chistar. Los cuerpos de los operadores cayeron al agujero.

Baca intentó escabullirse. Se terminó las municiones y uso la daga que tenía su rifle. Clavó imparable sobre aquellas masas que seguían desprendiendo ese olor metálico que ahogaba sus fosas nasales. Un intenso dolor aguijoneaba su vientre. Puso su mano en él. Un líquido viscoso, caliente, brotaba de sus entrañas. Cerró sus ojos. Oyó a lo lejos los gritos de los soldados que caían en ese agujero, al intentar librarse de esos cuerpos.

El oficial superior vio que Castrejón puso el autovolteo en marcha y disparó sin piedad a la cabina. El vehículo terminó estrellándose contra unos árboles. El resplandor de la niebla y la densidad aplastante del silencio abrazaron al oficial superior. Escuchó una voz demandante. Asintió. Caminó al agujero y se apuntó a la sien. Antes de disparar, gritó orgulloso: “¡Batallón Olimpia!”, y la detonación resonó estruendosa.

Un cuarto de hora más tarde se escuchaban unos carros que se acercaban con parsimonia al cerro de Zanatepec y al agujero que los aguardaba impávido.

Jorge Efrén Velázquez De Jesús (Veracruz, México, 1975). Poeta y escritor.  Obtuvo el primer lugar en el concurso Palabras que Enamoran de la editorial La Semilla Amarilla de Colombia con el poema llamado “Canto a una ninfa”. Participó con el relato “La cortina transparente” en la revista ecuatoriana de ciencia ficción y fantasía, Teoria Ómicron. Contribuyó con el relato “Una guarida improvisada” en el centro cultural virtual enfocado en la literatura de terror, Alas de cuervo. Hizo una colaboración en la antología digital No voy a poder dormir esta noche (La Semilla Amarilla, 2015), con el relato titulado “El Gran Canal”.