Bruno Lomazzi

Trató de recordar desde cuándo corría. Tenía noción de estar haciéndolo desde las primeras luces del día y ya las sombras se alargaban hacia el este como en espejos deformados. Aunque, en rigor, ya no corría sino esporádicamente y en tramos muy cortos; el resto era avanzar entre tropezones a campo traviesa por la estepa con una voluntad furiosa de andar rápido, pero cada vez con menos coordinación y dominio del movimiento de las piernas. Le pesaban casi insoportablemente el bolso lleno de panes y cebollas y el garrafón de agua, colgados en bandolera de los hombros doloridos. Razonó confusamente que sería mejor buscar un lugar adecuado para detenerse y pasar la noche. El clima había sido benigno, pero cuando el sol acabara de desaparecer todo podría ser más duro.
Entonces, como si algo fundamental hubiera cambiado, empezó a relajarse y a caminar lentamente. Avanzaba apenas, buscando a su alrededor algún reparo, algún sitio que pareciera hospitalario. Se detuvo y se sentó en el suelo. Le dolían todos los músculos del cuerpo, invadidos ya por un sentimiento de renuncia. Se reclinó apoyando el codo derecho sobre la tierra áspera y fue deslizándose hasta ser un bollo apretado. “Bicho bolita, bicho bolita…” repetía en su mente una voz de mujer mientras se quedaba dormido.
Más tarde, a la hora en que el sol empieza a evaporar el rocío y los fantasmas de la noche, el frío y el hambre lo despertaron. Buscó en la bolsa una cebolla chica y descartó la cubierta dorada. Después le clavó las uñas arrancando trozos como pétalos hasta calcular que había separado la mitad. Buscó un pan en la bolsa, lo partió también por la mitad y volvió a guardar uno de los trozos. Bebió con cuidado tres grandes tragos de agua y comenzó a comer con pequeñísimos bocados, combinando pan y cebolla y masticando largamente. Animado por el desayuno y los vapores de la cebolla se paró y miró alrededor; puso el hombro derecho en dirección al sol, extendió los brazos a los lados y trató de orientarse hacia el norte con precisión. En ese momento tuvo la sensación de que su carrera no había comenzado el día anterior sino mucho antes, que ya había hecho eso otras veces y que su única certeza era que debía evitar caminar en círculos. Empezó a andar a paso rápido y a los pocos minutos ya estaba trotando.
Horas después, con el sol alto, empezó a dudar del rumbo y trató de recordar si se le había presentado antes esa duda. ¿Habría caminado siempre hacia el norte? Se detuvo a descansar y a esperar que la posición del sol se definiera mejor. Aunque el verano evidente hacía más cenital la trayectoria, le resultaba muy difícil definirla. Se relajó voluntariamente por primera vez y pudo comenzar a intentar el esbozo de un plan de supervivencia. Hasta aquí se había movido sólo preocupado por avanzar, pero iba a necesitar proveerse de agua y alimento. Era imprescindible moverse observando el terreno para descubrir algún signo orientador. Buscó un palo y lo clavó en la tierra seca. Marcó con una piedra el extremo de la sombra que proyectaba sobre el suelo y fue repitiendo la operación periódicamente mientras saboreaba los trozos de pan y cebolla que habían sobrado del desayuno. Esperando a que el sol dibujara mejor su trayectoria, cerró los ojos. “Un instante” pensó. Una voz suave de mujer comenzó a repetirle “descansá, después todo va a ser más claro, descansá, bicho bolita”.
Al despertar, el sol había cambiado ostensiblemente de posición y la trayectoria de la sombra del palo no lo ayudó mucho a elegir la dirección. Retomó la marcha dudando. Pero ahora caminaba sin apuro, pendiente sobre todo de la aparición de alguna señal en el paisaje que pudiera indicar la presencia de agua. En varias ocasiones le pareció ver, muy lejos, manchones verdes que no eran tales al acercarse. Cerca del anochecer vio una mancha diferente (tenía un evidente relieve que la despegaba del suelo). Con el corazón acelerado, decidió acampar allí. Se rio de sí mismo al advertir que hablaba en voz alta y que había usado la palabra «acampar». Se permitió beber más agua y comió algo más que el día anterior. Sintió que, por primera vez, una especie de paz lo invadía con toda la dulzura que las circunstancias permitían. Y, también, por primera vez, se permitió preguntarse sobre su situación. Algo, como esas puertas viejas que la humedad ha hinchado, le impedía acceder a su vida anterior. ¿Por qué corría, cómo había empezado todo? ¿Estaba huyendo de algo o intentaba apresuradamente llegar a algún lugar? Trataba de penetrar ese pasado inmediato en su memoria. Recorría cuidadosamente imágenes, palabras, pensamientos, hasta llegar a un punto en que su mente sólo veía algo así como una pared blanca e infinita.
Decidió descansar. El frío apretaba esa noche. Se hizo un bollo para no sentirlo tanto, pero era inútil. El suelo estaba compuesto de una arcilla dura y rocas. Comenzó a rascar la tierra con una piedra chata con la idea de aflojarla y cubrirse con ella. Pero los bordes eran demasiado romos y la tierra endurecida resistía. Entonces se dedicó a reunir piedras de no más de medio kilo. Cuando tuvo suficientes, trató de tenderse en el suelo y cubrirse, al menos, las piernas con ellas. Pero las piedras resbalaban al menor movimiento y quedaba nuevamente expuesto. Por último, abrió el pantalón y metió por las perneras todas las que pudo y se dispuso a dormir. Estaban todavía casi tibias por el sol de la tarde. Se abrazó a sí mismo y trató de relajarse. “Si no fue hoy, será mañana. Descansá, bicho bola…” La voz lo arrulló brevemente.
Por la mañana, parte de su euforia se había diluido y pensó que había sido demasiado optimista la noche anterior. No obstante, desayunó frugalmente y emprendió el camino hacia la mancha verde. A medida que se acercaba fue comprobando que lo que le parecía la elevación de una posible arboleda era en realidad una irregularidad del terreno, pero, en compensación, el verde era cada vez más nítido. Pronto empezó a encontrar arbustos de tamaño diverso (algunos de los cuales ostentaban gloriosamente flores rústicas y pequeños frutos —a veces amarillos o morados, a veces rojos). Se dio tiempo con cada uno para observarlo, abrirlo, olerlo y eventualmente probar su sabor. Fue cosechando y decidió comer una sola variedad por vez, cada 5 o seis horas, para controlar la posible toxicidad uno a uno. Cuando sintió que subía por una pendiente suave, supo que había llegado a lo que confundiera esa mañana con un bosque. Algo más adelante se apreciaba el límite de la subida como un horizonte próximo. Resolvió llegar hasta allí y detenerse después a reponer fuerzas. Pero cuando llegó arriba, quedó maravillado con lo que encontró. Había una bajada abrupta que era casi una barranca y en el fondo un lecho de piedras redondeadas entre las que corría un hilo de agua casi insignificante, pero brillante y cristalino. Corrió hasta él y bebió invadido nuevamente por la euforia. Se acostó boca abajo sobre las piedras húmedas, apoyando la cabeza sobre el brazo derecho flexionado.
De a poco, se fue creando un pequeño lago en el triángulo formado por hombro, brazo y cabeza. El agua que escapaba resbalando por su mejilla lo llevó lentamente a un lugar desconocido de su memoria, donde una voz dulce de mujer repetía en su oído “bicho bola no se ahoga, bicho bola no se ahoga, bicho bola…”
Así se durmió.
Cuando despertó, terminó de cruzar y se sentó apoyando la espalda en algo que parecía más arbusto que árbol y que despegaba del suelo no más de dos metros. Se propuso razonar sobre su situación hasta encontrar alguna explicación. En ese momento cayó en la cuenta de que no recordaba el sonido de ninguna voz, a excepción de la suya murmurando la noche anterior y la que lo acunaba cada noche como una caricia protectora. Entonces, repentinamente, empezó a cantar a voz en cuello, con una entonación que contenía un impulso de furia y un toque de locura.
Freude, schöner Götterfunken
Tochter aus Elysium,
Wir betreten feuertrunken,
Himmlische, dein Heiligtum.
Deine Zauber binden wieder,
Was die Mode streng geteilt;
Alle Menschen werden Brüder,
Wo dein sanfter Flügel weilt.
En ese punto su voz se quebró casi en un grito. Se preguntó espantado qué significaban esas palabras, por qué sus ojos se habían llenado de lágrimas y de dónde había sacado eso que comprendía perfectamente que era música. Entonces, mecánicamente, pensó, o murmuró, “Schiller… Beetoven…”. Se sintió profundamente contrariado y una vez más se topó con una pared blanca que le impedía avanzar en el recorrido de su memoria. Se quedó quieto un largo rato y, en ese sosiego, comenzó a escuchar el canto de pájaros que no había existido en su recorrido anterior. Eso le cambió el humor y recuperó parte de la euforia perdida. “Pan y cebolla” pensó.
El pan estaba casi tierno el primer día que podía recordar. Eso hablaba de hechos muy recientes; tal vez, de otros seres humanos ayudándolo a acometer una empresa difícil. Pero ¿dónde había otros seres humanos? Decidió que al día venidero iría adelante siguiendo el arroyo. Le costó bastante, sin embargo, decidir en qué sentido hacerlo. Finalmente razonó que era tan poco caudaloso que probablemente se extinguiría muy cerca de donde estaba, de modo que optó por remontarlo. Ahora comenzaba a confiar en que no muy lejos encontraría gente, personas dispuestas a recibirlo con alegría y que lo ayudarían a reconstruir la historia anterior al primer día de carrera. Incluso, tal vez, reconocería a quien lo reconfortaba con la voz más bella posible cada noche.
Al atardecer vio a lo lejos algunos animales terrestres que podían ser liebres o zorros. Pensó que en algún momento podría intentar cazar para variar un poco su dieta, aunque eso suponía desarrollar previamente algunas habilidades desconocidas, como construir trampas o encender fuego.
Después de un atracón sin culpas de frutitos, cebollas y pan duro acompañados de agua fresca y abundante, se dispuso a dormir debajo de su árbol-arbusto. Cerró los ojos y pocos minutos después escuchó la voz nocturna en sus oídos susurrando: “Descanse, bicho bolita… Ya termina, bicho bola…”
Apenas clareaba cuando despertó. Le duraba el optimismo de la noche anterior y, cuando empezó a subir el cauce, descubrió por primera vez algo que parecía ser un conjunto numeroso de huellas humanas o, más precisamente, de zapatos enormes. Entonces el optimismo se transformó en euforia. Empezó a trotar como el primer día siguiendo las pisadas que se iban apartando en una curva suave hacia el norte. Muy pronto el suelo estuvo demasiado cubierto de yuyos como para reconocer alguna huella, pero siguió trotando durante horas invadido por la certeza de que, esta vez, el fin de la aventura estaba próximo. Se detuvo para tomar agua. Frente a él se extendía una loma que, de nuevo, le acercaba el horizonte y detrás de ella asomaban las copas de algunos árboles. Corrió entonces hacia ese horizonte promisorio y al llegar arriba vio un grupo de hombres jóvenes de aspecto homogéneo descansando entre los árboles a unos cuarenta metros de distancia. Su corazón se aceleró. Avanzó corriendo, gritando y agitando los brazos para llamar la atención. Uno de los hombres se levantó de un salto y gritó:
—¡Ahí está, es él!
A partir de ese momento todo fue muy rápido. Escuchó detonaciones y sintió como un puñetazo en el pecho que lo derribó. Cayó de espaldas y el sol, que ya estaba alto, lo encegueció. Sintió un deseo irresistible de descansar. Cerró los ojos y todo su cuerpo se dispuso al sueño. Entonces escuchó la voz de su madre susurrando muy cerca suyo:
—Descansá, bicho bolita, descansá ya…

Bruno Lomazzi (Buenos Aires, 1946). Escritor y poeta. Estudió la Licenciatura en Cinematografía en La Universidad Nacional de la Plata. Su pasión por la literatura lo motivo a escribir poesía y narrativa breve. Dedicó una década al cine publicitario. El cuento pertenece a “La puerta del infierno y otras historias desagradables”.