4:16 PM

Sandra Fontes

Arte: Ricardo Cruz

Siendo las 3:45 PM del segundo jueves de enero se anuncia la presencia del padre Ismael en el patio central. Alrededor se encuentran unos pocos árboles que dan más pena que sombra, sólo un pirul ha decidido crecer a costa de las inclemencias. Su copa cubre un par de sillas que sirven como confesionario. Un guardia con rifle en mano observa atentamente el escenario desde la pequeña torre que funge como observatorio.

Martha se acerca lentamente a su encuentro con el padre, como retrasando la llegada. Atrás de ella va otro custodio. Hay que cuidarla, es valiosa tanto dentro como fuera del lugar. Tiene cuerpo pequeño, regordete, pelo cano muy corto, arrugas marcadas y la mirada fría. Da la impresión de que en ese momento podría enterrar dos puñales con los ojos. Su piel ceniza se confunde con el color caqui del uniforme maltrecho y sucio que ha usado desde poco después de cumplir la mayoría de edad.

Con una mano, el padre Ismael la toma del codo y con la otra le acaricia el pelo. Ella se deja tocar, hace mucho que no siente un contacto amable. El momento dura los segundos suficientes. El custodio se aleja del árbol sin perder de vista los movimientos de Martha y el sacerdote ceremoniosamente besa la estola para después colocársela en el cuello. De su boca se escapa un suspiro. Le ofrece asiento a la reclusa.

Martha se sienta descansando las manos entre sus piernas, la izquierda sobre la derecha. Respira hondo. Lleva la mirada a la copa del árbol. El padre Ismael abre la confesión. Ave María Purísima. Sin pecado concebido, responde ella con la voz grave y ronca de fumadora empedernida. Dime tus pecados, le dice él. Martha inhala, resopla. Vuelve a mirar al cielo.

Ave Maria purísima, repite el párroco. Martha mira fijamente el libro que lleva entre las manos y le pregunta: ¿eso sirve de algo? Sirve de todo y para todo, le responde acariciando la biblia. Hija, este es un buen momento para que hablemos. Me dijo el custodio que te han castigado con mayor frecuencia. Su mirada intenta conectarse con la de ella, pero Martha la tiene fija en el movimiento de las hojas del pirul. ¿Sabe que, cuando era niña, lloraba si llovía? Ay, Martita, qué voy a saber, pocas veces hablas. ¿Cuántos años llevas encerrada? No lo sé, pero ya huelo a viejo. ¿Cómo es eso Marthita? Cuando me encerraron no tenía ni canas ni arrugas, pero sí dientes. Su boca se abre para mostrar las encías vacías.

¿Por qué te encarcelaron? Por pendeja, padre, dice con la cabeza inclinada a la derecha. Ay, Martha, eso es un hecho, pero ¿cuál fue el delito? ¿Piensa usted que solo a los pendejos nos encarcelan, o a los pobres que no pueden pagar abogado? Soy una pendeja jodida o una jodida pendeja, para el caso es lo mismo ¿no, padre? Tal vez no, hija, responde Ismael suspirando. Martha guarda silencio.

En la torre, el guardia está atento al reloj. Son las 4:05 PM, los minutos avanzan, él sigue atento. Le ordenaron no quitarles la vista de encima.

El padre se inclina para acomodarse la sotana y al mismo tiempo susurrarle al oído: Dios siempre nos escucha. Eso dicen, padre, yo creo que habla un idioma diferente al mío o ni sabe quién soy. ¿Te quieres confesar, Marthita? ¿Ya se fijó que el guardia tiene el cierre del pantalón abajo? No, hija, no acostumbro mirar las braguetas de nadie. Le aconsejo que las mire, más las de los hombres. ¿Qué tienen de especial? Son unos cabrones, su vida depende del tamaño y dureza de su pija.

Martha desvía la mirada, la fija en la reclusa que camina por el pasillo lejano. Va a la enfermería, de seguro la madrearon. Hija, ¿cómo sabes eso? Porque camina con dolor de cuerpo, aquí nos comunicamos sin hablar. ¿Has sentido otro tipo de dolor, Marthita? Ay, padre, no diga pendejadas, el dolor de cuerpo es el más fácil de soportar. Por primera vez se encuentran las miradas. El padre Ismael se da cuenta que tiene las pupilas dilatadas, piensa para sí ¿golpes, drogas, ambos?

La figura desharrapada del custodio grita doce minutos para terminar la confesión del día de hoy. Martha baja la mirada a las manos, las intercambia, ahora derecha sobre izquierda, cruza solamente los pies a la altura de los tobillos, como tratando de ocultar algo. El padre la cuestiona ¿Estás incómoda? Si, desde que nací, padre, ¿porque las madres se olvidan de sus hijas? ¿Tu madre te olvidó? Ella nunca fue mi madre, sólo me parió. Hija, ¿qué te hizo? Parirme y olvidarme. ¿Por qué estás presa? Ya le dije, por pendeja y jodida. ¿Cuál fue tu pendejada? ¿Sabe que cuando las mujeres nos enojamos podemos ser más fuertes y más cabronas que los hombres? Eso he escuchado, Marthita, ¿tú lo has sido?

¿Sabe que algunas mujeres prefieren estar empiernadas que cuidar a sus propias hijas? ¿Cómo sabes eso? Afuera se viven cosas y acá se escuchan otras. ¿Tú papá te lastimó? Padre, ese custodio parece que está borracho. Tal vez solo está insolado, Martha. Ese es el más cabrón de todos. ¿Lastima a las reclusas? ¿Qué les hace? Padre, ya se me estaba olvidando lo que se siente respirar aire fresco y sentir el sol. ¿Cuánto llevas castigada? También me gustaría sentir la luna, dicen que tiene magia, aunque yo creo que es una pendejada. La magia no existe, hija, sólo la gracia divina.

Martha cierra los ojos, entrelaza las manos, endereza la espalda, saca el pecho. Le falta el aliento, carraspea. Padre, ¿trae cigarros? No. ¿No fuma? En el filtro de entrada al reclusorio me los quitan. Martha, ¿cuándo has sido más fuerte que un hombre? Antes de responder Martha sonríe sólo con la mitad de los labios y voltea la mirada hacia la izquierda. Cuando supe que si les pegaba en los huevos se doblaban de dolor. ¿Cuándo lo hiciste? Oiga padrecito, ¿qué se sentirá ser pájaro y volar? A lo mejor se siente lo mismo que ir en avión, una vez volé a Roma a conocer al Santo Papa. ¿Se subió a un avión, padre? Sólo en esa ocasión, soy párroco de pueblo. La primera vez que me trepé a un carro fue cuando me llevaron a la comisaría y no me gustó nada, iba muy apretada entre una bola de güeyes que me querían manosear. ¿Fue cuando te apresaron? Ya ni me acuerdo, padre, a veces tengo recuerdos y otras veces sólo tengo preguntas, como usted.

La reclusa suelta sus manos, las coloca sobre las rodillas encorvando la espalda, su cara se hunde entre los gruesos hombros, al levantar la mirada ésta se queda clavada en el custodio del árbol. Padre, ¿por qué los hombres siempre se andan sobando la entrepierna? El sacerdote sigue la mirada de Martha, confirma que el custodio trae la bragueta abierta. Martha, ¿él te lastima? Él cree que sí, pero hace mucho que nada me duele.

La puerta de la enfermería se abre. Martha gira el cuello, de soslayo observa que la mujer que entró ahora lleva la mano vendada. Suspira. Le dije que iba lastimada, el cuerpo grita cuando las palabras no pueden salir por la boca. Regresa la mirada al custodio, éste camina hacia ellos.

Parecen enamorados, se les acaba el tiempo para su romance, les grita. El viento, el calor y el polvo se unen formando un remolino que envuelve el confesionario improvisado. Las ramas del pirul se balancean. Martha se tapa la cara con las manos. El sacerdote se levanta intentando escapar del remolino. La sotana se alza, lo cubre casi por completo, se asusta y grita. La biblia cae al suelo. Martha se agacha para levantarla, el remolino se desvanece. Se escucha un disparo.

Siendo las 4:16 PM se declara muerta a la reclusa por intento de agresión hacia el confesor. ¿Su arma? Un libro tirado.

El confesionario cambia de escenario hacia el pasillo central, ahí no hay polvo.

Sandra Fontes (Querétaro, 1972). Escritora. Creció rodeada de libros: entre novelas, teorías psicológicas y psicoanalíticas. Apasionada de la mente de los seres humanos y en especial de la mente, la fuerza y la vitalidad femenina. Fan de novelas cuyas mujeres son protagonistas de historias de templanza y entereza.