
María Baranda, Josu Landa y Jorge Esquinca son los faros principales de este número que busca en los lectores, antes que la familiaridad con nuevas rutas de escritura, la conciencia y el zumbido de una herencia. Hace cien años se escribieron grandes obras, ya por todos conocidas, y recién se publicaban otras en el español fundamentales. De ahí que el nombre de Ramón López Velarde, por ejemplo, asome en varios textos de este número. Le recordamos junto al que había sido en vida uno de sus discípulos más importantes: David Huerta. Respiramos días de claridad menguante, en donde “quiso el cielo consentir / el vuelo del mundo hacia el silencio” (Landa), o bien de hallazgos tras la niebla, de los que se da parte “desde una estrella / en fuga” (Esquinca). Es el momento de una revisión poco indulgente con nosotros mismos y por ello no resulta baladí hallar poemas como Abraza tu maldición hasta que te voltee a ver, de Jaime Tzompantzi, o Una anciana frente al espejo, de Alejandro von Düben. Los textos de Sergio Heriberto, Mónica Licea y Octavio Ignacio Pérez comparten su signo. En paralelo, hallaron sitio aquí distintas reflexiones sobre el acto de representar: eco distorsionado del acontecer, como escribió Sonia Rangel en Jean-Luc Godard: Adiós al lenguaje, o como lo ilustrarían, también en clave cinematográfica, Douglas Bohórquez, Rubén Espinoza y Luna Paloma en sus cuentos. Otra vez, autores de regiones varias de este continente se congregan para renovar aquella herencia mencionada, hecha presente en el primer esfuerzo del artista (únicamente al sucumbir al sueño literario) y, a través de este se atreva a leer las líneas de su rostro… Aunque su rostro mismo tome forma en el momento en que decide hablar.
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