Edgar Aguilar

Pasos. Puertas que rechinan. Ruidos que se dispersan para luego ocultarse. El edificio es blanco e iluminado. Un viejo edificio de balaustrada blanca. Mientras escribo, a veces oigo un perro ladrar.
Mi balcón posterior, desde mi estudio, en el segundo piso, da a una bodega al parecer abandonada: fierros y vitrinas oxidados, sillas de oficina desvencijadas, máquinas de costura inservibles, lonas rotas, cajas de cartón desfondadas, muebles de mimbre desgarrados, tapetes enmohecidos, madera podrida, decrépitos maniquíes sin cabeza…
Abajo vive una mujer entrada en años, en el primer piso. Una vieja sorda, de profundos ojos azules, larga cabellera blanca y risa demente. Es pintora. Arriba, en el extremo opuesto a donde yo vivo, una extraña familia: una mujer y sus dos hijos (un hombre y una mujer, de unos veintitantos años), los cuales apenas me dirigen la palabra. Los demás departamentos —seis en total, dos en cada piso— se encuentran deshabitados. «En remodelación», para ser más exactos. Un hombre joven, Jacinto, lleva no sé cuánto tiempo efectuando diarias labores de reparación y mantenimiento en todo el edificio.
Escribo por las mañanas, cuando no tengo que salir y permanezco en mi departamento. No consigo escribir a otra hora. Y de cuando en cuando escucho a un perro ladrar agresivamente, en algún sitio del edificio. Abro mi puerta y el ladrido desaparece. Sólo la vieja del primer piso tiene mascota: un gato persa que siempre me mira fijamente, echado en el alféizar de su ventana.
A veces confundo a las mujeres: a la madre con la hija y viceversa. Son idénticas. Sólo logro diferenciarlas por la expresión triste, casi ausente, de la hija. Como si mirara el vacío…
Hoy por la mañana, antes de salir, me topé con Jacinto en las escaleras: pintaba de negro el oxidado barandal. Jacinto es un muchacho un tanto tímido, o despistado, que habla bajito (y muy poco) y agudo y entrecortado, y difícilmente logro comprender lo que dice; tiene unas delgadas incrustaciones doradas en sus dientes frontales superiores. Acostumbra silbar cada vez que trabaja, lo que me permite ubicar en qué parte del edificio se encuentra. Le he preguntado, luego del habitual saludo, por el perro que ladra agresivamente: me ha dicho, con esa vocecilla suya, que él no oye ni ha oído nada. “Será el viento”, creo que una vez me respondió.
Sí, el viento. Puede que sea el viento. Aunque estoy convencido de que el viento no puede ser. El viento no ladra. En todo caso, aúlla. En el alero de mi balcón he colocado un móvil colgante de bambú, de ésos de feng shui, más para ahuyentar las malas vibras que por atraer la buena suerte. Este edificio está repleto de malas vibras…
El edificio no da la impresión de ser tan viejo. Tampoco es lo que se dice un edificio antiguo. Es una gruesa construcción blanca, de fachada austera, con ventanales semicirculares rematados en ladrillo. Su aspecto es, creo, agradable a la vista. Sus cornisas son inclinadas, y esto le da una apariencia más clásica al conjunto. Los departamentos superiores —los segundos y terceros pisos— cuentan con un angosto balcón de balaustrada blanca en la parte exterior e inferior. El acceso es a través de un portón negro, y un ancho pasillo sin techar (o patio de entrada, según se quiera ver) conduce a una pequeña reja, antes de subir por las escaleras, provistas en cada descanso y en las esquinas de polvorientas lámparas de queroseno (sustituido ahora por bombillas), con telarañas alrededor y palomillas muertas dentro del cristal. La luz solar pega de frente por la tarde, lo que en verano genera exceso de calor y luminosidad en la mayor parte del edificio. Pero la ventilación es, por lo regular, abundante a lo largo del día. Es un edificio bastante peculiar, como se pueden ver muy pocos en la ciudad, pues da la impresión de haber sido diseñado para temperaturas extremosas del trópico, y no para los climas lluviosos y neblinosos que anteriormente teníamos en casi todo el año.
El crujido de las puertas es constante. ¿De dónde proviene? Pienso que de arriba, del departamento deshabitado (¿estará Jacinto realizando algún tipo de reparación minuciosa?). A veces tengo la sensación de que entra un inquilino desconocido para mí a ese departamento (aparte —si en verdad es él— de Jacinto). En una ocasión me aventuré y me asomé: en efecto, mirando a través de las ventanas, no había señales de vida. Pero fue un curioso —e inusitadamente bello— espectáculo: el sol penetraba directamente a la pieza principal por la gran ventana de la pared frontal, bañando el espacio de un raro resplandor. Entonces algo, algo intemporal e indefinido, me hizo sentir que había una presencia.
El hijo de la mujer del departamento del tercer piso, junto al departamento deshabitado, es un tipo bastante extraño. Serio, mustio, de lentes. Muy bien vestido, de corbata, camisa impecable y pelo engomado. Nunca le he oído decir más que “buenos días”, “buenas tardes”, las pocas veces que hemos coincidido en las escaleras. Me pregunto cuál puede ser su trabajo. Su voz es grave, que opaca sin dificultad la mía, que también es grave. Pero su tono grave es, por así decirlo, mecánico, frío, incluso artificial…
Veo todas esas cosas, en apariencia inservibles, que se acumulan en la bodega abandonada y que consigo observar desde el balcón de mi estudio. Sólo un pedazo de techo de lámina galvanizada, reforzado interiormente por gastadas vigas de aluminio (donde anidan algunas palomas entre los canales) a punto de desprenderse, logra cubrir la gran cantidad de materiales y objetos que se apilan allí. Hay, en uno de los extremos, una puerta de metal incrustada a un bloque de concreto gris y ennegrecido por la mucha humedad, en lo que supongo era la parte trasera de un viejo almacén. La puerta permanece cerrada. Me llaman particularmente la atención los maniquíes…
He vuelto a confundir a la hija con la madre. O a la madre con la hija. Porque, a decir verdad, son casi la misma persona. El cabello a la altura de la nuca, los ojos un poco rasgados, la nariz grande, la boca carnosa… Me inclino a pensar que se trataba de la hija. Pasó a mi lado por las escaleras sin mirarme, sin dirigirme la palabra. Creo que le desagrado. Aunque no entiendo realmente por qué.
Oigo la risa estentórea de la vieja del primer piso. Al principio me turbaba. Ahora prefiero oírla, pues me da temor el silencio. Tampoco comprendo qué es lo que le provoca tanta risa. Quizá sea yo, he llegado a pensar. Alguna vez me mostró sus cuadros: escarabajos, pequeñas aves, tulipanes en flor. Todo yuxtapuesto a un fondo inanimado en tonos grises a lápiz: una cajonera, una alacena, una gabardina. Me preguntó: “¿Te gustan?”, cuando pasaba por coincidencia cerca de su ventana. Me encontré con sus profundos ojos azules. Le dije que sí. “¿Cómo?”, ahuecó la palma de su mano y se la puso en una oreja. “Sí”, repetí más fuerte. “¿Cómo dices?”, le señalé afirmativamente con la cabeza. Una demencial risotada brotó de su boca, como si le hubiera dicho algo absurdo o en extremo gracioso. El gato, siguiéndole el juego, frotó su lomo en las protecciones de la ventana.
Jacinto trabaja de modo incansable. Uno de estos días, muy temprano por la mañana, lo vi agachado, de espaldas, limpiando el desagüe del balcón de mi piso, a un lado de mi departamento, por la parte interior del edificio. Casi al momento de abrir mi puerta, voltee a verlo. ¿Era Jacinto? Llevaba su gorra y su deslucido overol de rutina. Pero no podía ser Jacinto: recordé que era domingo. Me introduje apresuradamente a mi departamento. Segundos después, superada la primera impresión, salí y me asomé al balcón. Jacinto ya no estaba. Ni se oía (tampoco antes me había parecido oírlo) su singular silbido. Me acerqué, me incliné torpemente a ras de suelo y traté de mirar el interior del desagüe: sólo un conducto de plástico lleno de bichos muertos, polvo y moho.
Esta vez fueron pisadas. Primero crujieron despacio, muy despacio, las puertas. Enseguida vinieron los pasos. Los escuché claramente en la mañana, justo arriba de mi estudio, mientras redactaba un informe. (Era curioso, por lo demás, que por las noches nunca advirtiera nada.) Fueron unos pasos quedos, como de pies descalzos, que debieron sin embargo avanzar un tramo del suelo, retumbando levemente en mi techo. Se detuvieron, y volvieron a su punto de partida. Miré hacia arriba: agucé el oído. Rechinó de nuevo una puerta. Luego, silencio. Era seguro entonces que alguien (¿Jacinto?), o algo, se mantenía regularmente activo en el departamento del tercer piso.
Deseaba que llegara el lunes para interrogar a Jacinto. Pero ni lunes, ni martes, ni miércoles, ni toda la semana se presentó a trabajar. Qué casualidad, fue mi inevitable pensamiento. No obstante, el domingo, cuando creí que ya no vendría, reconocí su habitual —aunque un tanto impreciso— silbido. Eso explicaba todo. Por alguna razón, estaba yendo a trabajar sólo los domingos. Seguí el silbido con el oído, que se prolongaba hasta el tercer piso. Me dirigí al departamento deshabitado. No había nadie. En el otro departamento, el de la extraña familia, no se percibía ninguna clase de ruido. Me estaba enfureciendo. Descendí rápidamente las escaleras, pues me había parecido que el silbido provenía ahora de un pequeño espacio, justo debajo de éstas, cerca de la rejita de entrada, en donde Jacinto acostumbraba guardar sus herramientas de trabajo. Tampoco estaba allí. De pronto me sentí confundido. Salí al patio. Alcé la vista y había un hombre observándome. Pero no era Jacinto quien me miraba detenidamente: era el hijo de la mujer del departamento del tercer piso. No me gustaba cómo me miraba. Como si estuviera yo haciendo algo indebido. Iba a preguntar: “¿Está de casualidad Jacinto allá arriba?” Lo dije, pero el tipo se había metido a su departamento, dejándome con mis palabras al aire, que resonaron huecas y como esparcidas por el viento, cual hojas secas por el silencioso edificio, que a esa hora de la tarde parecía más callado que una tumba.
Ha ocurrido un hecho singularmente extraño, que en sí mismo no tendría quizá nada de particular, pero que en las condiciones en que sucedió (o en la forma en que se presentó), sí lo es: una de mis plantas está regada en el piso, estropeada, frente a mi puerta. Mi hermoso tulipán. Es mi planta más preciada, regalo de mi madre. La maceta, de barro, parece haber sido arrojada al suelo. Mejor dicho, levantada (pues estaba en el suelo) y dejada caer al piso. Pero, a la hora de recoger la tierra, la planta y los trozos de barro, algo llama mi atención: la tierra, incluso las hojas del tulipán, parecen haber sido rascadas por algún animal; se nota el desplazamiento de las pequeñas uñas al arañar el piso y rasgar la planta. Entonces comprendo, no sin sentir un agudo estremecimiento: la vieja lo ha hecho en compañía de su maléfico gato. Pero, ¿fue ella en realidad? ¿Con qué fin?
Mi móvil de feng shui se mueve ligeramente al tenue soplo del viento. Su sonido es plácido y melodioso al chocar apenas unos con otros los carrizos de bambú. Hay una quietud en todo el edificio que me parece casi irreal. La luz de la tarde es cálida y, por momentos, sobrecogedora. Parece no haber nadie en el edificio. Sólo alcanzo a distinguir el susurrante gorjeo de las palomas. Desde mi estudio, con el ventanal abierto, observo la oscura pared del viejo almacén, junto a la bodega. Me recuerda a las azoteas de mi infancia, negruzcas de tanta humedad, cuando no era todavía común usar impermeabilizantes. Solía pasar mucho tiempo en la azotea, solo, entretenido en cualquier cosa. El aspecto de la pared es triste, melancólico, como el de un tiempo irrecuperable.
Esta vez el ladrido es más fuerte. Más agresivo. Es muy claro que hay un perro rabioso en algún sitio del edificio. ¿Pero dónde? ¿Arriba? Aunque los ladridos retumban también abajo, en el patio, en las escaleras. Subo al tercer piso. El violento ruido continúa con mayor intensidad. Pero no logro dar con el perro. ¿Acaso alguien tiene amarrado al animal en la azotea? Avanzo con cierta precaución: la azotea es una enorme plancha gris con oscuras marcas de humedad. Hay restos de tendederos abandonados, botellas de plástico y latas de cerveza vacías incrustadas en los salientes de las varillas, y una mohosa pecera en un rincón, además de los consabidos tinacos de asbesto y los oxidados depósitos de gas en las orillas. Desde esa altura se aprecian a lo lejos los montes y montañas, y los techos a veces rojizos con sus Rotoplás de otras construcciones cercanas. Entonces creo oír un gruñido a mis espaldas: me vuelvo lentamente y no hay nada. Nada. ¿Será, como dice Jacinto, el sonido del viento?
Confrontar a la vieja de abajo sería quizá lo menos apropiado. Con todo, pienso que es preferible hacerlo para aclarar la situación. ¿Qué situación?, pienso. La situación de mi maceta destruida con mi tulipán desgarrado. Hay una puertecita de madera que está justo antes de su puerta principal, que es de metal. Su gato regordete y peludo se repliega en el marco de la ventana. Me observa fijamente, inquietándose un poco. No sé bien a bien qué le diré a la vieja, o qué señas tendré que hacerle para que me comprenda. Abro la puertecita de madera. Me introduzco por un angosto pasillo, saturado de plantas (helechos, «palos de Brasil», «costillas de Adán»), pero sobre todo de tulipanes… Un fuerte olor a humedad me inunda la nariz. El gato me sigue con la mirada, moviendo su ancha cabeza. Las cortinas están cerradas. Toco la puerta. Toco repetidas veces. Reconozco de repente un silbido a mi costado… “No hay nadie”, me sobresalto: es Jacinto. “La señora salió hace una semana de la ciudad. Tiene un familiar enfermo. Me pidió que regara sus plantas y le diera de comer al gato”, me dice en un tono que no le había escuchado antes, si es que le había escuchado algo propiamente. De hecho, es la primera frase más o menos coherente que le he oído decir. Entiendo lo que trata de insinuarme. Salgo y cierro la puertita de madera. Aunque desconcertado, aprovecho la oportunidad: “Por cierto, Jacinto, tú andabas el otro día agachado en el balcón, junto a mi departamento, limpiando un desagüe, ¿no?” Balbucea unas palabras, que esta vez no logro entender. “¿Cómo?”. “Sí, pero de eso ya tiene rato”, dice, remarcando rato. ¿Un rato? ¿Cuánto es un rato? ¿Qué tiempo de eso es un rato?, pienso. Antes de que pueda decirle otra cosa: “Con su permiso, tengo que seguir pintando el barandal”. Lo dice como si tuviera que llevarse la vida entera en ello. Abre la reja y sube las escaleras, con su inconfundible silbido. Quiero seguirlo y continuar interrogándolo, pero, por lo pronto, algo me inquieta mucho más: tiene escasos dos días que ocurrió lo de mi maceta. Entonces la vieja no pudo ser… Desde la ventana, el gato me mira sardónicamente.
Estoy recargado en el balcón, afuera de mi estudio, fumando un cigarro. Contemplo la húmeda pared de enfrente, la bodega abandonada del viejo almacén y lo que hay en ella. Una voz me interrumpe desde el interior del departamento: “Parece que ya está todo en la camioneta, don.” “¿Cree usted en los fantasmas?”, pregunto al hombre sin voltear, concentrando mi atención en un sombrío maniquí. “Híjole, don”, me responde aquel, entre divertido y jactancioso, como quien goza de no poca experiencia: “uno que anda en esto, ya sabe, escucha y ve cada cosa…”

Edgar Aguilar (Xalapa, 1977). Poeta y Narrador. Premio de Poesía Jorge Cuesta en el año 2000, ha publicado Ecos (2007), La torta y otros relatos menos crueles (2010), El hombre de la casa de al lado (2017) y la novela Retrato del artista pigmeo (2021), entre otras obras.