Como con los sabores

Bruno Lomazzi

Arte:Bárbara Barrera

Hace varios minutos que está allí, inmóvil, mirando esa imagen y tratando de concretar una idea que resuma o dé sentido a todo. “Es como ocurre con los sabores”, piensa. “El tomate, por ejemplo, una fruta realmente exquisita con un sabor compuesto por un montón de sabores. En el tomate hay, o había, aparte del sabor básico de la pulpa, la presencia de un ácido delicado, algo que recuerda al níspero, un poco de madera recién cortada, un dulzor más cercano a la manzana que a la miel”. Cuando se le escapaba algún comentario de ese estilo en las juntadas de amigotes, era punto para las cargadas:

—¡Y con un solo tomate ya tenés toda la ensalada!   
—Che, y la de tu hermana, ¿cuántos sabores decís que tiene?

Pero con el tiempo había ido perdiendo esa capacidad de diferenciar un sabor de otro, que le permitía gozar de un bocado como de una sinfonía. Hoy concentra su atención en un detalle de su imagen en el espejo del baño: los ojos, como los de un elefante, de párpados pesados y con grandes bolsas debajo. “Una mirada muerta en una cara abotagada por el aburrimiento”, piensa. Percibir que su sentido del gusto se iba volviendo tosco lo alarmó al principio. Pero fue acostumbrándose y agregando cada vez más sal a los platos, comenzando a consumir comidas fuertes, fiambres crudos, picantes, vinos gruesos. Hasta que tuvo que conformarse con percibir en la boca sólo una evocación pálida de los sabores que recordaba.

“Así es todo. El paso del tiempo te encallece el cuerpo y el alma. Al principio no te das cuenta, después no te imaginás hasta dónde van a llegar las cosas y, en algún momento, te das cuenta de que todo lo que te mantenía en movimiento desapareció y estás en pelotas en medio de la nada”. Y recuerda los primeros años con Betty, la alegría y la pasión, el nacimiento de Nancy y el entusiasmo al ver sus progresos y sus pequeños aprendizajes. Todo se fue esfumando. Imperceptiblemente su relación con Betty fue tiñéndose de aburrimiento y derivó, casi sin notarlo, en indiferencia y, luego, en hastío. De modo que buscó otros horizontes para darle interés a su vida. Recuerda las tetas de Yolanda, redondas y pesadas, que se movían como olas. Nunca volvió a amasar algo semejante a ese par de maravillas. Lástima que detrás de las tetas venía Yolanda, que era insoportable, hablando sin parar con esa voz de pito y esa manía de buscarle el lado romántico hasta a la sodomía. “No podía durar más de dos meses. Duró doce”, recuerda. Pero le gustó el juego y lo practicó intensivamente durante varios años. “Marta, Gladis, Samantha, Mariela, Lucy…”, trata de recordar (algunas solteras, muchas casadas, toco y me voy a veces). Marta no ofrecía ningún desafío. Hasta parecía Betty, sólo que clandestina. Cuando sintió que se estaba achanchando, que se empezaba a sentir cómodo, piró. Y le clavó el ojo a Gladys. Era cajera en un supermercado, mucho más joven que él, con apenas tres años de casada y en pleno proceso de carroza que se convierte en zapallo, príncipe que se convierte en sapo y vida que se convierte en rutina. Gladys tenía horarios complicados y el batracio era muy celoso, de manera que cada polvo era una aventura de Salgari. Pero hasta de las aventuras hay que descansar a veces y Samantha apareció en el momento justo: una mojigata cuarentona, chupacirios y dotada con generosidad por la naturaleza. Naturalmente, el marido de Samantha no sentía celos en absoluto por esa devota de todos los santos del santoral, que no se perdía una comunión ni una misa. Y a él le había encantado ese modo de ella de hacer el amor entre remilgos y murmullos, mientras trepaba su escalera al cielo —mmnngcitauján, mmnngcitauján, mmnngcitauján—, para terminar casi en un grito —¡Vir-gen-ci-ta-de-Lujaaaaán!— Hasta que un día en que se sentía particularmente casta, él le pidió un jueguito casi inocente y ella sintió que pretendía quebrar los límites de su decencia. Y lo abandonó.

Mariela era una soltera por elección que no llegaba a los cuarenta. Y era, sin lugar a dudas, la amante ideal en su situación. Era graciosa, bastante bonita y estaba dispuesta a verlo, aunque no hubiera tiempo para más que un café. No le importaba que la relación durara diez días o diez años; sólo quería pasar un momento divertido y el momento era siempre. Mariela había sido engendrada para él. Pero se aburrió. Por entonces había empezado con su nuevo trabajo y vivía con una sensación de electricidad en el cuerpo que no comprendía todavía. Sólo sabía que la fuente de esa energía no estaba en ninguna mujer. Y buscó algo distinto y contundente. Conoció a Lucy en un asado de amigos; había empezado charlando con su madre y desplegando, ya casi como rutina, sus artes de seducción sobre la bella madura, y de pronto descubrió que quien lo miraba embobada, como si estuviera en presencia de un héroe mitológico, era la hija. Lucy tenía apenas diecinueve años y cierto entrenamiento sexual, pero combinado con una ingenuidad asombrosa. Y él acabó volcando sobre ella todo el nubarrón oscuro que había ido creciendo en su interior en los últimos tiempos, mientras intentaba obtener de ella una sensación que lo sacudiera, otra vez un sabor fuerte. Hasta que huyó destrozada, humillada, avergonzada de sí misma.

Ahora esas caras y esos cuerpos desnudos desfilan en su memoria y no le mueven un pelo. El juego se había ido desinflando. El ángulo suave de una rodilla, los pliegues en las comisuras que resaltaban sonrisas cómplices, el modo de caer, como gotas de miel, de unos senos que le habían parecido la suma de la gracia, ahora tienen para él la misma belleza que el mango de un martillo. Todo había ido destiñéndose, volviéndose rutinario y previsible. Como su casa, su futuro, su trabajo. “Fue el trabajo”, reflexiona. Habían sido veinte años con tareas aburridas alrededor de un empleo de policía raso, horas adicionales, custodias a veces violentas, pero casi siempre rutinarias. ¿Cuántas veces había disparado la reglamentaria? “No más de diez o doce, y casi siempre al aire en veinte años”, se responde. Hasta que llegó la primera propuesta por izquierda. Cuando eso arrancó a pleno, no hubo más nada con tanta adrenalina.

El primer tipo tenía unos 55 años y emanaba poder por todos los poros. El poder, es sabido, es como la belleza de algunas mujeres, que se vuelven hermosas por el sólo hecho de sentirse bellas. Elegante, bronceado, seguro en su terreno, lo había increpado, canchero, cuando lo encaró:

—Guardá eso. Tenés cinco segundos para desaparecer.    

Él le había explicado claramente por qué estaba allí y quién lo había mandado. Sin embargo, el jailaife, altivo, lo había mirado con una media sonrisa, bajándole el precio. Entonces él, por toda respuesta, había levantado un poco más la nueve milímetros, apretando muy despacio la cola del disparador hasta liberar el percutor. Sintió como una trompada en el centro del pecho la oleada de adrenalina volcándose en cada músculo y experimentó, en la explosión, en la cara de incredulidad del otro y en la sangre que brotaba al cabo de una pausa breve, la sensación indescriptible y definitiva del poder absoluto. 

A partir de ese momento habían empezado a fluir la guita y un temor revestido de respeto. Siguieron muchos encargos ejecutados impecablemente, con una habilidad inesperada. Una mujer infiel de menos de treinta años, un sindicalista trencero, un cobani arrepentido, varios empresarios tirando a turbios, un milico con mucha ambición y poca calle, algún colega. Cada vez, una expresión diferente del elegido: horror, sorpresa, pánico, incredulidad, resignación. Descontrol de esfínteres, gestos defensivos con los brazos como si una bala fuera apenas un sopapo. Elegancia, reciedumbre o glamour convertidos al instante en patetismo vulgar y vergonzante.

Mira otra vez los ojos que lo miran desde el pequeño espejo y cree notar una chispa de tristeza en esa mirada muerta.

“Por qué me cansé. ¿Cómo pude cansarme?” Recuerda los últimos encargos. El penúltimo fue un jovato alcohólico que recordaba demasiadas cosas de la época en que estaba sobrio y activo. Algo le decía que no le iba a gustar. Cuando lo enfrentó, el otro sabía qué le esperaba y se quedó quieto, mirándolo con una mezcla de tristeza y resignación. Apuntó brevemente y disparó, pero no sintió nada, ni pena. El último fue difícil. El ñato se movía entre espías, jueces y milicos. Sin duda sospechaba que ya estaba muy usado y demasiado quemado, de manera que estaba extremadamente prevenido. Lo investigó y lo siguió durante cuatro meses a pesar de lo cual, llegado el momento, para echarle mano tuvo que apretar mal a una minita que salía con el tipo, pero no tenía nada que ver. La dejó hecha una bazofia y consiguió hacerle una cita envenenada en un lugar adecuado. Los boleteó a los dos, pero no sintió absolutamente nada. Ni poder, ni excitación, ni pena: nada. “¿Cómo pude cansarme?”, vuelve a preguntarse.

—Es como con los sabores— dice en voz alta.     

Mira los ojos de elefante viejo que lo miran y levanta lentamente la mano derecha. La ve entrar en el recuadro del espejo sosteniendo la Browning y llegar, más o menos, a la altura de la oreja, inclinada ligeramente hacia arriba. Entonces presiona despacio la cola del disparador y, ahora sí, vuelve a sentir una explosión de adrenalina, de excitación y de poder, hasta que salta el percutor con un click metálico.

Bruno Lomazzi (Buenos Aires, 1946). Escritor. Estudió la Licenciatura en Cinematografía en La Universidad Nacional de la Plata hasta que la carrera colapsó. Trabajó en cine publicitario durante diez años y ha escrito poesía y narrativa breve, sin publicar. Actualmente vive en la ciudad de Corrientes durante el invierno y en Pehuen-Có en el verano.