Atardecer en Bonampak

Octavio Ignacio Pérez

Arte: Renatta Vega Arias

Atardecer en Bonampak

I          

La selva se ha tragado
el vigor de mis ruinas.       

Azul es el canto de la selva.        
Azul rocío en la garganta.
Azul neblina que nos cobija         
hasta enfriarlo todo.

Mi sangre son hormigas   
construyendo montículos 
de coágulos y venas.     

Verde bóveda          
sostenida por el vuelo de las aves.

Inmensidad arriba  
la raíz volvió hoja   
aérea ramificación 
que subsana el líquido celeste    
de la tierra.

Destila golondrina vuelo y canto 
rumbo al sureste.

La selva se come todo.

Todo  
va a ella:      
la flor al polen,        
el río a los suicidas.

II

Aúlla, Saraguato, al corazón de la selva
-alimento para el sonido-  
recorre los ríos, cruza la frontera,           
arrulla, saraguato, el corazón de la selva.

Mece mi cuerpo en las altas copas        
de la ceiba.
Mi sombra permita crecer
hormigas y musgo.

III

(Saraguato entronizado,
álgido puente
entre Xibalbá y mi corazón.)

Coronado de abismo y luz
galante por antonomasia  
el saraguato hunde su pata         
en el celaje  
penetra la selva de mis manos
recorre la frontera   
con mis patas.         

Dame, limo y zapote,         
oremos en la cruz foliada 
por el azul y los rojos de Bonampak.     
Proclama tu amor a mi paso.       
Pasa de largo, niebla fina
abrazada a la ceiba.          

Lo que hayas sanado,       
no lo perturbe el hombre.

IV

Ixbalanqué vino      
aguzado ojo, ferviente morador de Palenque
vigilante taciturno,  
cubrió con barro la herida del nacimiento.        
Puso su mano en mi cabeza,      
un afilado disco de jade    
entre la barbilla y el pecho;          

el pájaro Toh murmuraba
las voces venidas de Xibalbá,     
Zotz extraía la savia femenina    
de mis huesos,       
tragaba mi corazón cual litche    
y crecían mis lágrimas      
semillas de cacao;  
(con ellas intercambiamos nuestro pase           
al otro lado del río).

Aúllame, mono, todo el cuarto menguante      
-a la sombra del gran conejo-      
mírame cerca:         
fruto devorado por el viento.        

Romper los montes,          
amasar las facturas del olvido     
con la sal de la selva.        
Romper el monte    
transfigurar maíz por barro           
en abundancia y absorción del firmamento      
(el robusto labio del deseo
se congela bajo el salino peso    
de la ceiba).

Entronizado Saraguato, muérdeme       
para que aúlles las oraciones prohibidas de los Chug
y monte arriba, con tu pelambre,
calientes el frío hueso del Chamula.      
Muérdeme, eterno mono, 
claroscuro primate del inframundo.

V

Sacerdote.   
Elemento vital arbóreo.     
Sedimento seminal del tiempo.   
Roca que redime su figura
sobre las ramas y las hojas.

Oficial
capataz         
simio de alto rango.
Vuelve al sonido gabazo,
recuerdo,      
imagen de un verde que se difumina
en amarillas líneas de asfalto.
La pura imagen,     
silueta, a penas,     
línea  
sin otro fin que la curva,    
expansión de tiempo para no degradar
el ocre a gris o plomo.

Sacerdote.   
Gozne                       
liana que pende al inframundo.  
Morador de ruinas 
sobreviviente de esplendores      
y ocasos.      
Principio y fin del quiché, 
límite de reinos       
oscuridad divisora, cúspide del posclásico       
zanja de Toniná para ahuyentar,
a barbados y a lacandones.

Columna subtropical de Mesoamérica.

Oración de ayuno, vienes, acarreas
un clamor y otro,
nos cruzas en botes de hule
-Caronte de poca monta-
y a cambio, un aura de protección
avanza, tras la inscripción de glifos y cruces.

Acrópolis central, Edificio Este,
excavación,
vuelta al primer murmullo,
en círculo, fogatas y cavernas;
hasta mordernos los codos,
en plena guerra neolítica
contra las cosas, contra los dioses,       
contra la selva,        
 fin e inicio   
de las civilizaciones y las rocas.

VI

Cae la selva. La oscuridad borra 
los límites con el cedro, (crece, rompe, 
la humedad aprisionada bajo las hojas)
y dos luces ambarinas, desdibujan        
senderos y maleza.

Llueve. De a poco quetzales      
tapires, tucanes, aprovechan el nocturno
bostezo de la brisa. El lodo abulta.        
Tupido pelaje mantiene calor y equilibrio         
en la copa de la caoba. El jaguar dormita         
-montículo en ruinas                    
a lo largo del sureste-.

Cae la selva.

Bonampak se nubla. Desgaja su grandeza      
en eternas pinceladas de un azul
más puro que añil: perdurable al salino
calor del trópico,     
y a las dinastías que te hicieron 
lenguaje.      
Bonampak se congela en niebla.
Y solo tú nos muestras la palabra antigua       
de los primeros tiempos    
cuando el sonido esterilizaba al silencio
cuando en silencio el fuego nos consumía      
cuando el fuego era solo un rayo sin materia ni hambre.      

Bonampak cae. La densa neblina perfora        
tus pulmones. Soportas la densidad del agua,
la tempestad de estar vivo.

       /En aquellos tiempos, donde Uxmal no era          
sino el mercado en que vendías cacao 
y cruzar el Suchiate valía
el agotamiento de los brazos.      
Cuando bañábamos el pelambre
en Cascada Golondrina, y el barro exfoliaba   
nuestra voz y la memoria. 
Cuando Cobá venía          
entre oro y pieles, y los quichés adornaban    
     con ocarinas, el paso de los ríos./

La oscuridad aturde. Entorpece. 
Encendemos maderos con pelo como antorchas
hasta llegar al Palacio;
nos volvemos caliza,
lienzo para petroglifo, estela;
lienzo ya
-entronizado sacerdote arbóreo-
hunde tu mano en el agua
sálvanos de la lluvia          
y los insectos.

VII

Saraguato. Polinizador que acaba         
con las flores, coyote que pasa   
pollos en balsas de hule, amorfo
 entre la belleza del paraíso,        
cúrame, invierte en mí el último  
sermón de los abuelos      
(lavemos dicha y miedo),  
-albacea mítica-      
por el cual somos, del atardecer al alba,          
todos los animales y ninguno,     
todas las aves, una sola, el vuelo, la pluma,    
el colmillo, la piel, el lodo. 
Todos los minerales y ninguno, del primer átomo       
al último protozoario, el agua del Petén.           

Ek Chuah, cacao supremo, grano de los dioses,        
moneda universal para las constelaciones,     
te ofrendamos el recorrido meridional   
del cuarto creciente, las líneas solares  
que marcan el camino a las luciérnagas
los gajos cósmicos de la naranja, la boreal corona    
que te agranda, te vuelve 
abrumador como el monzón        
que verano a verano la copa del árbol asedia.
Ek Chuah, gentil morador de cenotes,  
cuerda para la dicha y la muerte.

VIII

El follaje se colude con el aire.
La vista celeste       
esconde la luz, abono vital de las especies.    
Desde el último escalón de Toniná,       
vislumbras la inmensidad de tu figura,  
con tu robusta garra cubres del sol        
al juego de pelota – aro por donde la vida pasa           
y deja un espacio para redimir los equinoccios-.        

Sultán velludo,        
en ti encarnaron los sacerdotes y los dioses.  
Cubre nuestro cuerpo con el aire                       
que circula en tus pulmones,       
en ese flujo sanguíneo de los ríos          
circunda amaneceres y sueños. 
Sueña que navegamos desde el canal 
hasta Honduras, entre riachuelos, hojas y hormigas. 

Forjamos el porvenir con el oro de los tucanes.          
Desencadenó tu ser, al ser astral de la selva. 
Encadenamos a nuestro cuero   
la supresión  de santos y reyes,  
la devoción del desastre.

El follaje se pierde. El follaje        
se tragó el vaho de la tierra.         
Los palos de rosa ejecutan su coreografía       
ante el expectante Saraguato.    
Entramos al cuadro central de la ciudad,          
nos esperan las pinturas de los antepasados. 
El gran cadenero lacandón         
nos mira de arriba abajo,  
rumea en los oídos y el cuello,    
extrae el azul rumor de los ancestros.   
De pie,          
frente a la acrópolis, nuestros ojos se iluminan           
desde el fondo de la noche.

Admiremos tu coronación, mono rey      
transmigración de noches y soles.         
Ilumina nuestro ego,          

receptáculo de amor e ironía,      
enciende las antorchas desde Lacanjá
a Cascada Golondrinas.   
Mira cómo se mece el trópico en tus labios,    
cómo se arrebola el monzón entre las muelas,
cómo se purgan el inconsciente y las mareas.

Redime la selva. Afronta el odio,
el hambre, la hipotética     
condición de agravio         
al mostrarnos más sal,      
más flor, más pena.

Cruza, Saraguato, como un quetzal que su vuelo inicia        
valeroso y bello,      
sobre la ceniza del tiempo
andamio del lenguaje por la noche.

La selva se ha tragado el vigor de mis ruinas.

Azul el rocío de mi garganta.       
Azul la niebla amarrada a nuestros muslos      
y al movernos se deshace en gritos.      

La selva aniquilo mis ruinas.

Cae la selva.

Nos desprendemos de la noche,
como un rayo de alba.

San Antonio Tlayacapan, Jalisco, México. 2022.

Octavio Ignacio Pérez (Chapala, Jalisco, 1985). Poeta y artista popular que se desempeña actualmente como Encargado del Área de Cultura de San Antonio Tlayacapan. Ha publicado en revistas impresas y digitales como Ahí va el agua, Papalotzi o Por amor al arte, entre otras, y forma parte de las antologías La tierra en que andamos y Trabajar en el gabacho. Escribió Deja que lleguen las moscas (El Viaje, 2014), además de las plaquettes Canto medular (Torbellino, 2015) y El jardín de las bromelias (2015). Actualmente prepara la publicación de Geología del éter, Pedagogía, Literatura y Arte Popular y Atardecer en Bonampak, junto a otras obras.