Tres noches 

Bruno Lomazzi 

Arte: Irene Barajas

1976  

Es el portón del fondo. Lo reconoce porque, como es un portón ciego con apenas un ventanuco, hace un estruendo más grave cuando se golpea. El siguiente es sólo de rejas y suena más agudo, con una especie de tintineo que produce el manojo de llaves sobre los barrotes. Se cierra y escucha pasos. Se incorpora y queda sentada en el piso. Cuando se cierra el segundo portón retrocede sin pararse, empujándose con los talones, hasta quedar acurrucada en una de las esquinas del cubículo. Escucha una voz. Hablan. Pero los pasos son de una sola persona. ¿Con quién habla? ¿O será que canta? Recoge las piernas y aprieta las rodillas contra el pecho, abrazándolas. Un dolor punzante la atraviesa desde los dedos y las uñas lastimadas y la obliga a abrir las manos y sostener el abrazo sólo con las palmas. Los pasos se han detenido. “Es la tercera celda de la fila de enfrente”, calcula. Ella está en la sexta. Por fin, la voz: 

—¡Usted cómo se llama! 

Le responde un murmullo ininteligible. 

—Vamos ¡Con todo! 

Oye como gemidos y ruidos apagados hasta que los pasos de dos personas comienzan a alejarse. Una camina con cierta energía, pero sin apuro; la otra titubea, tropieza, arrastra. Otra vez los portones y, después, un silencio espeso cae sobre ella en la penumbra en la que está sumergida como en un lago de barro. Permanece tensa durante algunos minutos. Se estremece por un momento y se le escapa un chorrito de pis. Espera el regreso de los pasos. 

Deseaba el traslado, el destino final. Lo deseó desesperadamente cada vez que no soportaba más las descargas eléctricas, las burlas, los manoseos, los golpes, cada vez que en medio del delirio llamaba a su madre y nadie respondía; cada vez que, obnubilada, se preguntó el significado de la palabra «Dios». 

Hace un momento, cuando los pasos se acercaban como una nueva amenaza de tormento, deseó el fin. Pero ahora no, ahora quiere sobrevivir. Afloja las piernas. Se da cuenta de que la posición le producía un dolor casi insoportable a la altura del estómago. De pronto, como si él mismo hubiera surgido de la sombra, piensa en Hamlet: esos encuentros imaginarios la han ayudado otras veces: contuvo en algún momento a Nora Helmer para encontrar su camino, discutió inútilmente con el Capitán Ahab y hasta cuchicheó con cierto regocijo con Bartleby. 

—No es la muerte lo que tememos —le dice el príncipe— sino lo desconocido que nos espera más allá.  

No es así para ella. No la aterra lo desconocido de la muerte. Pero cuando no está absolutamente desesperada, ella quiere permanecer. Esta contradicción la enloquece, tironea sus pensamientos haciéndolos aún más confusos. 

Ahora advierte algo anormal en el pie derecho, en el arco, cerca del talón. Es como un vacío. Flexiona un poco la pierna y toca apenas con el borde del pulgar. No siente nada; hay una zona insensible que se siente áspera al tacto, como si hubiera una callosidad o un cúmulo de sangre seca. Se pregunta cómo fue, cuándo. De a poco, se ha puesto nuevamente tensa. Vigila el silencio profundo que va poblándose de un zumbido grave que tal vez no sea otra cosa que su propia sangre corriendo por el cuerpo. Vuelve a pensar en el príncipe, prisionero de una indecisión trágica. Ella, piensa, no llegó hasta allí a consecuencia de ningún mandato y dejar de existir sería una liberación y hasta una especie de venganza. Aquel deberá cumplir la orden paterna y extinguirse dejando al silencio la posesión de su dilema más hondo.  

Silencio. Eso une sus historias. Soledad absoluta. Silencio definitivo, la desaparición sin rastros. El sueño. El sueño.  

Poco a poco la cubre el sopor y se duerme apoyada en la pared mugrienta. 

 2006

“Hay días así. Son los peores”, piensa. Es como si el sol se pusiera más temprano y la arrojara, desamparada, a la intemperie de la noche. Hoy el día ha durado poco. Nada. No puede recordar nada significativo que haya ocurrido durante el día. Y ya tiene que volver al tren fantasma de su dormitorio solitario. Tratará de dormir, de poner la mente en blanco y dormir, pero sabe que en algún momento llegará ese horror primero sospechado, pero convertido con el tiempo en una certeza insoportable.             

Y volverá a verla, atada a una especie de mesa, desnuda a excepción de los ojos toscamente vendados, emitiendo una especie de rugido sofocado con cada descarga, a veces suplicando, desquiciada por la sevicia de quienes han hecho con su cuerpo una fiesta del infierno. No puede evitar apretar las sábanas en los puños, estirar las piernas y ponerlas en máxima tensión hasta que duelen y se le escapa una queja quebrada. Siente la impotencia de no poder protegerla, no poder hacer absolutamente nada por esa hija de la que no sabe siquiera dónde pueda estar. Se revuelve en la cama furiosa consigo mismo y con el mundo. Entonces abre los ojos, enciende la luz y se sienta en la cama. Se mira las manos arrugadas y llenas de manchas seniles, cierra y abre los puños ahora sin violencia. Piensa entonces, con la mirada perdida:  

Ya pasó, ya pasó, mi chiquita. Pasaron treinta años… ya terminó todo, terminó hace mucho. Ya no sufre. Está en paz”. 

Vuelve a acostarse con lentitud y va relajándose. “Ya está. Ya pasó, terminó hace mucho, hace tanto…”  Se queda dormida sin apagar la luz del velador que baña su rostro bellísimo. 

 2016 

Hoy fue un día tranquilo. Estuvo el nieto, pero se portó bien. El más chico, el de Elda. 

“Tiene 12, pero parece que tuviera 5, no es capaz de quedarse quieto diez minutos”, piensa. 

Repasa el día con calma, pero algo presiona en su mente, casi físicamente. Quiere entrar, agregar algo. 

“Cuando se casó, Elda debía tener más o menos la edad de la…” 

No sabe qué quería recordar, pero parece que hay algo desagradable tratando de mezclarse en sus pensamientos. Él se siente bien de la cabeza, pero tiene esas lagunas a veces. Se revuelve un poco en la cama de hierro.  

“Elda con ese vestidito verde que le hizo la mamá. Y las trencitas. Qué poco la veía de chiquita, siempre de servicio, juntando información, trabajando duro para derrotar al enemigo… Y esa ahí, atada al elástico, parecía que tuviera orgasmos… ¿Quién fue que me dijo? ¿Qué me dijeron? ¡Qué mierda me pasa que no me acuerdo de nada! Qué gracioso cuando le gatillé en la nuca a Ibañez, qué cagazo se pegó. Pero estuve mal, era suboficial pero mucho más grande, qué papelón pasó…” 

Va creciendo una especie de batalla mental en la que él trata de imponerse argumentos y recuerdos gratos que son asaltados continuamente por algo oscuro que, como en tantas noches, le amenaza con imponérsele al primer descuido.  

“¿Cómo se llamaba el caballo que teníamos en la quinta? ¡Por qué no me hace efecto la pastilla de mierda hoy, que no me puedo dormir! ¡Qué fue lo que me dijo? Quién fue, ¿Eldita? Tenía un… tenía un… ¿caballo? ¿Quién era que tenía ese caballo?”  

Siente que empieza a relajarse y se va disipando ese temor de no poder dormir, de que la memoria le pase facturas. Siempre es así. Esos fantasmas que lo habitan pero salen a la celda para mirarlo. 

“Al fin todo pasa”, piensa. “Era tan bonita. Ahora dicen que la violé. No es cierto, creo que no es cierto. Cómo la voy a violar, soy un oficial del ejército, yo soy un oficial… 

“Gemía y se retorcía como si estuviera acabando, la yegua. A veces tenía que parar. Me escapaba para… Y ahora viene Elda a reclamarme, con el vestidito verde y las trencitas, como si fuera tan inocente todo. No, el vestidito no. Todo en su lugar: ella con Raúl y el nieto, la madre muerta, yo en esta celda de mierda y el caballito en la quinta de Maschwitz. ¿Quién estará en esa quinta? Eldita no la conoció. Ella no conoció nada de… 

“Aquellas botas con un poco más de taco fueron las mejores, ¿eh? A pesar de las arrugas al costado de la capellada que la hacían renegar a Marta con el cepillo.” 

Hace esfuerzos por establecer un hilo de recuerdos amable, algo que pueda contarse como un cuento y lo mantenga en una zona mental segura. Pero siente que otra vez está por quedar a merced de algo que, oscuramente, lo acosa cada noche. 

“Al hijo de puta del novio lo hice charque y se lo mostré. Y nada. ¿Y si de verdad no sabía nada? 

“Mamá hacía aquel dulce de leche tan rico… nunca más probé algo igual. Recuerdo ese sabor como si lo estuviera comiendo ahora. Mamá… Y después viene Elda a sermonear. ¿Qué me dice que haga? Yo no sé hacer dulces…”  

Trata de aferrarse a un recuerdo grato. Eldita se larga a caminar por primera vez y alcanza los brazos de papá entre risas de los dos. Elda con esa pollera mini que le cortó en tiras. No, no, eso no. Elda escribe «PAPA» con letra despatarrada. Le muestra: es lo primero que aprende a escribir después de su nombre. Elda le trae a su nieto, se lo da para que lo acune, se lo entrega como si fuese una ofrenda… Eldita… Elda… Elda con los ojos inundados de lágrimas, fuera de control, sacudiéndolo por los hombros: 

—Rezá, papá, rezá mucho. ¡Por favor, por favor, papito! Contá todo, ¡pedí perdón! Dios no puede perdonar esas cosas. ¡Dios no perdona esas cosas! Rezá, dejá de lado tu orgullo y no te engañes más. ¡Rezá, dejá de mentirte, rezá mucho! ¡Por favor!  

Rezá. 

Tiembla ligeramente. Y ruega que la química del sedante nocturno haga su efecto de una vez. Que esto termine, se apague. 

Bruno Lomazzi (Buenos Aires, 1946). Escritor y poeta. Estudió la Licenciatura en Cinematografía en La Universidad Nacional de la Plata. Su pasión por la literatura lo motivo a escribir poesía y narrativa breve. Dedico una década al cine publicitario.