Juan González Repiso

No fue el XVII un buen siglo para que la mujer tuviera la aspiración de ser pintora ni, mucho menos, de pretender el trabajoso y complejo reconocimiento social. Ese fue mi caso, el de entregarme a la pintura y al grabado en cuerpo y alma, que para eso nací entre paletas, pigmentos y pinceles, en una casa inundada por el olor a esencia de trementina. Contaré mi historia.
Mi progenitor llegó, con grande mérito y justicia, a ser una figura sobresaliente del barroco hispano; Juan de Valdés Leal, un hombre honesto, en extremo sincero, profundamente religioso y bendecido con una imaginación colosal. Ya en mis primeros años, en esa bella Córdoba que me vio nacer, me entretenía con carboncillos y óleos, jugando a ser como el maestro, como mi padre, que pintaba por aquel año de 1654 la Virgen de los Plateros, muy conocida en la ciudad de la mezquita. Mi madre, Isabel Martínez de Morales, también pintaba, aunque para ella no pasó de ser una simple afición. Así pues, en tal ambiente, no es de extrañar que tres de sus cinco hijos se inclinasen ante el sublime universo de los lienzos.
Apenas sabía hablar cuando nos trasladamos a Sevilla, a la collación de San Martín, junto a la conocida Alameda de Hércules. Allí nace mi hermana Eugenia, que no se dedicó a los lienzos porque, a su parecer, había ya demasiados artistas en la casa. Dijo Ceán Bermúdez de mi predecesor que las obras que realizó en aquellos años para el monasterio de san Jerónimo de Sevilla están “entre lo mejor que pintó”. Yo ya empezaba a garabatear láminas y a ensuciar el estudio llevada por una irrefrenable fascinación, absorta en los brillos de las pinceladas, admirada ante tanta destreza y buena industria, por el trazo desenvuelto y vehemente del artista. Mi padre, para mi fortuna, nos abrió las puertas al aprendizaje de la pintura desde pequeños, para colaborar en las tareas del taller, así que, con pocos años, decidí convertirme en su más perseverante aprendiz.
Esto del arte —y por fortuna siempre ha sido así— no es cuestión de títulos, diplomas o blasones; es puro talento, un poco de suerte con la inesperada aparición de las musas y mucha dedicación, si se quiere decir en pocas palabras. El mismísimo Juan de Valdés tuvo que pedir al cabildo municipal que lo eximiera del examen de maestro pintor, por llevar muchos años en el oficio “y todo lo a él tocante”; que no lo sacó antes “por la estrecheça de tiempos”, según escribió en su solicitud. Y aquel no sólo aceptó, sino que lo nombró dos años después examinador del gremio de pintores. Fue una época fecunda, en la que yo me introduje, ayudando a mi preceptor en el oficio, en el dorado de retablos, dada la cercanía de la familia con don Pedro Roldán, enorme escultor y amigo. Fui muy feliz en la infinita intimidad de ábsides y sacristías, colocando con pulcritud el pan de oro, retocando con delicadeza los guardapolvos, sotobancos y remates barrocos. Momentos de una religiosidad casi pagana, de paroxismo inexplicable, distintos a las maneras que instauró la Curia, si me apuran, hermanada con la nobleza humana en su máxima dimensión.
Me sentía plena atareada en aquellos trabajos, nunca me los planteé como una simple ayuda en el entorno familiar (que fue cosa muy común en toda la edad moderna, incluso en el medievo). Pero las cosas eran así en aquellos tiempos, una mujer difícilmente obtenía encargos suficientes como para desarrollar una carrera independiente. No era culpa de mi padre, ni de los escultores, tampoco de los mecenas; era la sociedad, el hombre como protagonista absoluto de la verdad cotidiana; y la mujer, en un segundo plano, madre, esposa y recatada protagonista de la gloria en diferido. Algo parecido a ese dogmático Sine Labe Concepta que ni siquiera admite la grandeza de un parto, la máxima expresión de un papel escrupulosamente diseñado en torno a lo que debe ser una hembra.
En marzo de 1661 nació Lucas, el varón de la saga, el que más trascendencia obtuvo por su propia obra entre los hermanos. Recuerdo cómo trabajábamos juntos en el taller y en las iglesias; comentábamos las técnicas y los detalles con el regusto que da la luz que emiten los cuadros cuando están acabados. Él consiguió mayor protagonismo cuando sobrevino la enfermedad del cabeza de familia, en un contexto de muchos encargos inacabados. Fue un gran pintor, no hay duda, elegante y entregado, aunque no llegó a tener el instinto y la imaginación formidable del que le dio la vida. Fue más tranquilo y prudente, en contraste con el carácter soberbio y altivo con el que definían a mi padre algunos colegas de gremio. Recuerdo su rivalidad con Bartolomé Esteban Murillo, otro genio de dimensiones cósmicas; el autor de tan sublime Inmaculada era más sosegado, pero le gustaba picarlo con indirectas infantiles. A mi padre lo reconcomía que su altura le hiciera sombra, sencillamente no le perdonaba que hubiera nacido en el mismo siglo que él. ¡Cuánto aprendí en aquellos años, entre tanto talento!
Se completó la familia con dos hermanas más; María de la Concepción, que también pintó con mucha gracia, hasta que tomó el hábito cisterciense de San Clemente, y Alfonsa María, que ayudó esporádicamente y gustó más de la vida social y placentera que correspondía a nuestra desahogada posición. Porque, ya lo he apuntado antes, la mujer del diecisiete arrastró con extrema paciencia las cadenas del dogma medieval, centrada su vida en la maternidad como vocación forzosa, con partos cada dos años, incluso menos, un honor que no dejaba lugar a otros caminos, otras alternativas. Nunca me importó contradecir las normas de la incómoda indumentaria femenina, cuando trabajaba vestía como los aprendices del taller, con holgura y comodidad, sin importarme el qué dirán. Una época en que los casamientos, a edades muy tempranas, eran decididos por los progenitores tras negociar la dote. Mi matrimonio, aunque no me sentí coaccionada, tuvo algo de diplomático, de concierto aristocrático, ¡Y así salió! No fue mi caso, pero muchísimas mujeres no aprendían a leer ni a escribir en toda su vida.
Me gustaba identificarme con la pastora de Cervantes que decía: “yo nací libre y para ser libre escogí la soledad de los campos”. En mi caso, la soledad de los cuadros y los retablos. ¡Cómo he admirado a mi coetánea y tocaya, la Roldana, qué huella dejó en la imaginería sevillana! Ya lo he dado a entender, tuve suerte de haber accedido a la cultura y al arte en mi propia casa, nunca faltaron volúmenes en la biblioteca y tertulias artísticas de altísimo nivel. Mujeres olvidadas, vidas a medias, dependencia total, obligaciones infinitas y supeditación marital; eso era la mujer en el siglo (Concilio de Trento en toda su esencia) en el que me tocó vivir.
Corría 1671, con mis diecisiete años, cuando viví uno de los momentos más entrañables de mi humilde biografía; me encargué del estofado de la talla de Fernando III que realizó Pedro Roldán para los actos de su canonización. Acariciar aquella madera, para mí casi sagrada, con el pan de oro, supuso una catarsis inolvidable. Sufrí por aquellos días una enfermedad desconocida, pero imploré el auxilio del rey santo y retomé el pincel con gran fe, aún cuando me subía la fiebre, y quedé de súbito completamente curada. Dijeron que mi trabajo fue meritorio. Es posible, gustó mucho en Sevilla, lo que puedo asegurar es que lo realicé con el denuedo propio de una mujer embrujada por el arte y la profunda religiosidad del momento.
Al año siguiente, cuando más entregada me hallaba a paletas y caballetes, me casé en la parroquia de san Andrés, a cuya feligresía pertenecía mi familia. Cometí aquel imperdonable y absurdo error con un escultor llamado Felipe Martínez, mejor tallista de querubines que esposo, sin duda alguna. Mi madre, orgullosa estirpe de un hijodalgo, me enseñó desde pequeña el valor de la dignidad, no de la de nobles, prelados ni príncipes, sino la que nace en la intimidad más oculta, la del respeto a nuestra propia grandeza.
A los tres años de aquel absurdo esponsal, con mi hija Catalina Sicilia ya en el mundo, pedí la nulidad a través de un procurador. ¿Escucharon aquello de “con la iglesia hemos dado, Sancho”? Pues eso: me fue denegada.
Instalada de nuevo en el nido familiar, me volqué en mi trabajo y en mi hija. Tomó mi padre a Antonio Palomino como ayudante; un joven simpático, culto y vivaracho con el que congeniamos todos. Pasados los años se convirtió en avisado pintor y retratista de cámara de Carlos II, el Hechizado. Definió a mi padre en su tratado de pintura como “de mediana estatura, grueso, pero bien hecho, redondo de semblante, ojos vivos, y color trigueño claro”; lo suscribo totalmente. Esos vivos ojos se concentraron en aquellos luminosos días de la primavera sevillana en dos obras, las más trascendentes y singulares de su prolífica carrera, que nos transportaron —digo bien el “nos”— a una extraordinaria dimensión de dramatismos dantescos: los Jeroglíficos de las Postrimerías para el Hospital de la Caridad, tesoro hispalense de claroscuros sublimes. Nunca se dijo que participé en algunos detalles, ni que me vi envuelta en un par de alegorías con las que comulgaba sin reservas. Pasé horas delante de aquellos dos cuadros, meditando, midiendo los brillos, analizando la pincelada certera y los detalles más elevados de aquellos lienzos. No todos entendieron su intención filosófica. José Gestoso llegó a escribir que “no conocemos, entre los artistas españoles, ningún otro que más se complaciese en representar asuntos tétricos y horripilantes para poner de manifiesto ante sus contemporáneos las terribles victorias de la muerte, a la cual basta un ligero soplo para convertir la juventud, la belleza, el talento, la santidad, el heroísmo y cuantas cualidades, virtudes y grandezas sirven al hombre de poderoso estímulo en la vida, en inertes masas, en repugnantes despojos, en vil carroña, festín de gusanos y carcomas”. Romero de Torres lo llamó “el pintor de los muertos”, como si todos los cadáveres y gusanos de la pintura mundial los hubiera dibujado Valdés Leal. ¡Qué cosas hay que oír!
En In ictu oculi, en un abrir y cerrar de ojos, aparece la muerte acarreando un féretro, empuñando una guadaña y apagando la vela de una vida que no comprendió que de nada valen el poder y el dinero. El cetro, la corona, la tiara, el báculo, todos instrumentos volátiles de la vanidad humana están ahí, polvorientos, inútiles, olvidados.
En Finis gloriae mundi, el fin de las glorias mundanas, aparecen los cadáveres en descomposición de un obispo y un caballero de la Orden de Calatrava, como lo era Miguel de Mañara. La balanza tiene dos inscripciones “Ni más”, “Ni menos”. Equilibrio imposible entre la pretendida y escurridiza grandeza y los pecados capitales. La tentación como impulso irrefrenable y desgracia de la especie humana.
Curiosa historia la del mecenas Mañara, que sí vivió en propia carne ese giro vertiginoso hacia la humanidad tras un nefando sueño en el que vio su propio entierro. Desde entonces, el bueno de don Miguel, harto de juergas, escarceos y flirteos, se dedicó a la caridad y a la filantropía.
Dejó escrito Ceán Bermúdez sobre mí: “…grabadora de láminas, y natural de Sevilla. Grabó al agua fuerte el año de 1671 una lámina con quatro emblemas, y en 1672 otra con seis. Ambas estampas están en el libro de las fiestas que celebró Sevilla a la canonización del rey S. Fernando”. Bueno, me puso «natural de Sevilla», siéndolo de Córdoba, pero he de agradecerle su mención sobre mi obra. Fue cuando realicé los grabados para el libro Fiestas de la Santa Iglesia Metropolitana y Patriarcal de Sevilla, de Fernando de la Torre Farfán, uno de mis trabajos más conocidos y una de mis pocas obras que ha merecido mención en los textos posteriores. Cuento estos detalles para que se pueda calibrar la dimensión exacta de lo que podríamos llamar mi curriculum vitae como artista. También se ha escrito sobre mí que “pocos datos más conocemos de esta artista de la que sabemos que también fue pintora y colaboró en la policromía de retablos”. Eso es lo que dijeron, pero, ¿dónde quedó dicho lo que hice, todo lo que hice? ¿Qué habrá sido de todo lo que pinté o grabé? En cualquier caso, exitosa o no, disfruté con ello, sin más intención que crecer como artista y mejorar como persona.
Por 1681, cuando ya vivíamos en la calle Amor de Dios, mi hermana María de la Concepción, con 16 años, tomó los hábitos en San Clemente, pagando, cosa habitual en la época, una dote de 1250 ducados. Poco después nos pusimos a acabar el retablo de la capilla de aquel monasterio. Poco tiempo tuvo, a pesar de haber sido una notable retratista, de colaborar en el taller familiar. Con su entrada al monasterio dejó paulatinamente la pintura y se dedicó por entero al oficio de monja.
Tal vez sea el momento de aclarar por qué me llaman así, Luisa de Morales, cuando mi verdadero nombre fue, y es, Luisa Rafaela de Valdés y Morales. Confesaré, pues, que no quise que el apellido Valdés marcara mi supuesto, ingenua de mí, devenir artístico. El peso de ser hija de quien era, al que nunca pretendí imitar, sino observar para aprender, era un escollo tan grande que me hice llamar Luisa de Morales. Una mujer orgullosa, sí, temperamental, también; pero enamorada de este oficio divino que es el arte de pintar.
Palomino escribió esto en su Parnaso Español Pintoresco y Laureado: “Dexó, además del ya dicho don Lucas, dos hijas, la una doña María, que entró religiosa, y la otra doña Luisa, ambas condecoradas con la habilidad de la pintura, así en miniaturas, como en el olio, y especialmente en retratos con gran facilidad y semejanza”. Es de agradecer ese reconocimiento, que es terco el hombre, en general, en el aplauso y la valoración de los demás.
Otros comentarios habidos me parecen más pobres: “Hay varias evidencias de que Luisa y María de la Concepción se dedicaron a la pintura”. ¡Y tanto que lo hicimos! Beruete dijo también que mi padre «dejó dos hijas, María y Luisa, ambas también pintoras de cierto talento».
Y, hablando de talento, en 1682 murió Murillo, con gran dolor para mi padre y nuestra familia. Ese genio, que llegó a decir que para observar las Postrimerías había que taparse la nariz con la mano, merecía la más noble de las despedidas. Se dijo, con razón, que sus vírgenes eran de una belleza y una delicadeza olímpicas y que, sin embargo, los rostros virginales de mi padre eran más terrenos, más populares. Es cierto, y se debió a su obsesión por estudiar la naturaleza de todos los que lo rodeaban, sus iguales ante Dios, sus contemporáneos.
Ocho años más tarde, con una obra ingente a sus espaldas, murió Valdés Leal, mi papá, mi maestro, mi paleta de luces. Mi universo encogió con la furia de las tempestades. Quedó el estudio en manos de Lucas, pero nada fue como antes. Yo me alejé de los lienzos y las tallas, de los grabados y los esmaltes. No había encargos, no me vi reflejada en el futuro. Mi carrera se cerró de golpe.
Ceán Bermúdez, en su Diccionario histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España, puso dos entradas independientes para mi hermana y para mí, cosa muy extraña en una época en la que sólo se mencionaba a los varones.
Fray Luis de León, en La Perfecta Casada, define muy bien qué esperaba el varón de una esposa. Afirmó que “la mujer debía estar siempre allí presente, en su casa, por eso no ha de andar fuera nunca….¿No diximos arriba que el fin para que ordenó Dios a la muger y se la dio por compañía al marido fue para que le guardase la casa y para que, lo que él ganase en los oficios y contrataciones de fuera, traído a casa, lo tuviese en guarda la muger y fuese como su llave?”. Sin duda, este caballero fue mejor poeta que filósofo. Luis Vives abunda en el tema en su libro Instrucciones de la mujer cristiana: “debía ser casta, sobria, mesurada, diligente, frugal, amigable y humilde”. ¿Se hacen a la idea? Ahora, cuando ya no piso la tierra viva, más de trescientos años después de mi efímera historia, son distintas las cosas, aunque me temo que algo queda.
Nunca entendí por qué se hablaba tan alegremente de la «naturaleza femenina». Naturaleza humana, nada más, acaso más castigada por el contexto que su vecino el hombre. Pero, ¿acaso no padecemos igual, no actuamos guiados por los mismos valores? Misterios que ni siquiera el tiempo ha podido desvelar.
Rebasado el cambio de siglo, en 1725 muere mi hermano Lucas. Otro mazazo del destino, cuando ya la casa había perdido los ojos vivaces del patriarca, perdimos al bueno de Lucas. En ese mismo año, Antonio Palomino muere recién ordenado como sacerdote; había entristecido de súbito tras la muerte de su bien amada esposa, a la que sobrevivió apenas un año. Y, como las desgracias no vienen nunca solas, en 1730 fallece en el monasterio mi hermana Concepción. La casa palideció en pocos años. No hubo marcha atrás.
Y, claro, poco más tarde me tocó a mí el paseo por la Estigia. Muere Luisa de Morales sin fecha. Nadie la sabe, ¡qué más da! La historia es así de descuidada. Yo tuve suerte, al fin y al cabo, me nombraron unos cuantos tratados y tuve el privilegio de haber participado en varios tesoros de lo que hoy se considera patrimonio cultural hispalense y cordobés. Pero mi pregunta es, ¿qué hubiera sido de una mujer con grandes aptitudes pero con escasa posición y hacienda? Porque yo, repito, y doy las gracias por ello al destino, nací en el seno de una familia hidalga, con razonable hacienda y un inagotable manantial de imaginación artística. Y a pesar de ello miren lo que se ha escrito, lo que se conserva de mi obra, que ni siquiera saben en qué calenda abandoné este mundo, que muchos aprendices con obras similares o más menguadas que la mía tienen ahora honrosas biografías en Internet. Pero, y la que no, ¿qué hace? Es algo que ha cambiado muy lentamente a lo largo de los siglos, mucho más despacio que el genio creativo de mujeres que han luchado por su lugar, sin pretender glorias que no les corresponden. Es, al fin y al cabo, y si me permiten, una cuestión de inteligencia, un tributo pendiente de la sociedad con su propia dignidad.

Juan González Repiso (Sevilla,). Escritor y docente. Estudió Arquitectura Técnica en la Universidad de Sevilla. Autor de Oblivion: Relatos nocturnos [2000-2016] (Editorial Wanceulen, 2017) libro dedicado al microrrelato, y con el que incursiona en este género. Su obra narrativa ha sido incluida en las antologías: Microrrelatos I: Grupo literario frontera líquida (Editorial Wanceulen, 2017), y Microrrelatos II, (Editorial Wanceulen, 2019). Ganador del II Concurso de Microrrelato de San Silvestre de Guzman (España, 2020), obtuvo el I Premio de Relato Corto de Misterio Negro de la Fundació Esteve Amills Sisó (España, 2020). recientemente colaboró en El cántaro revistas digital y, suele participa en otros proyectos.