Que sobre tu sepulcro no se derrame el llanto: Las púberes canéforas de José Joaquín Blanco 

Héctor Justino Hernández 

Arte: Mariana González

Que púberes canéforas te ofrenden el acanto 
que sobre tu sepulcro no se derrame el llanto
Rubén Darío; Verlaine. Responso 

¿Qué son las púberes canéforas que se anuncian en el título? Me pregunté durante mi primer acercamiento a esta novela. ¿Por qué un nombre tan sonoramente atractivo es al mismo tiempo tan inescrutable para cualquiera que no sea un experto de la antigüedad clásica? Una púber es una adolescente, eso se intuye; pero «canéfora» requiere de una inmersión en el diccionario: mujer en edad de casamiento que cargaba un canasto durante algunas fiestas rituales de la Grecia helénica, y en el que llevaba objetos de diversa índole —acantos en el caso del poema de Darío, conocidos porque formaban parte de las columnas corintias—. ¿Pero quiénes son estas púberes canéforas de las que habla Joaquín Blanco? Está claro que no se trata de un elemento que se halle de forma explícita en el libro. Más bien hace referencia a la conjunción que surge entre la novela misma, que funciona como una especie de despedida final, y el amante joven e idealizado.  

Luego de aparecer El vampiro de la colonia Roma (1979) de Luis Zapata, se dio un movimiento de salida del clóset en la literatura nacional, propiciado por las libertades civiles (y sexuales) que la sociedad había conseguido a lo largo de los veinte años anteriores. A partir de entonces, se imprimieron varias novelas que indagaban en las experiencias y las historias particulares de la comunidad homosexual. Jorge Arturo Ojeda, Luis Gónzalez de Alba, Alberto Dallal, entre otros, abordaron el tema desde distintas ópticas, pero siempre en torno al personaje que encuentra un amor que no se atreve a decir su nombre. Durante esta proliferación, José Joaquín Blanco, autor de Ojos que da pánico soñar (1979), ensayo clave para entender la historia del movimiento y la estética gay en México, publica Las púberes canéforas en 1983. 

Lo primero que salta a la vista en dicha novela es su inicio enmarcado por un capítulo que recuerda a los arranques más explosivos del género negro, del hard boiled: violencia, terror, secuestros y un asesinato. Esto no es fortuito, hay una intención paródica por parte del autor, quien recontextualiza discursos pertenecientes a otros espacios en función de la historia que pretende contar. En el camino, además, entrecruza mecanismos de la posmodernidad con herencias de la literatura clásica para enriquecer los puntos de vista de los personajes, consiguiendo al final una novela atravesada por textos ajenos y distintos modelos de escritura. 

Dentro de este juego literario, la metaficción y la intertextualidad juegan un papel importante entre las herramientas utilizadas. José Joaquín Blanco levanta un edificio narrativo en cuyas bases se encuentran ambas técnicas propias tanto de la posmodernidad como del barroco. La metaficción aparece sobre todo cuando uno de los personajes principales, y quizás protagonista, Guillermo, un escritor frustrado —ahora casi un lugar común, pero que en su tiempo tenía cierto encanto—, comienza a imaginar la historia de su amante, de Felipe, convirtiéndola en una posible novela; de este modo, ficcionaliza la realidad de tal forma que rompe las barreras entre su vida y el mundo imaginado. Ambas historias por momentos parecen mezclarse y convertirse en una sola maraña de hechos y consecuencias. 

Por otro lado, la intertextualidad aparece no sólo en las técnicas utilizadas —ya se dijo lo referente a la novela negra— o en alusiones a otros autores y otras novelas de tema gay, sino también en irrupciones de poemas en medio del flujo narrativo. Guillermo, el protagonista, puesto que es un intelectual, conoce la tradición que le precede y, más allá de las referencias sobre la cultura del siglo XX que incluyen menciones al Reader’s Digest y a Normal Mailer, se remonta hasta la tradición clásica y evoca autores de la talla de Góngora: 

En sangre a Adonis, si no fue en rubíes, 
tiñeron mal celosas acechanzas,  
y en urna breve funerales danzas, 
coronaron sus huesos de alhelíes. 

Anteriormente se han hecho estudios en torno a la cantidad de modelos diferentes de la experiencia homosexual, de la identidad gay, que contiene esta novela. No sólo Felipe, el buga reprimido; ni Guillermo, el intelectual discreto; sino también La Gorda, epítome de la loca amanerada; o La Cacahuata, la marica criminal, han sido abordados desde sus características sociológicas bien definidas. La especie de tipología propuesta por Blanco, aunada al pastiche novelesco formado a partir de otras obras y de otros géneros, elaboran una metáfora a nivel estructural de las personalidades y las formas de vivir el ser gay en los años ochenta del siglo XX. Estas correspondencias, estos vasos comunicantes, enriquecen la narración y hacen de la novela un espacio que, mirado desde el siglo XXI, brinda un marco de referencia para entender la historia de la comunidad LGBT+. 

Al mismo tiempo, José Joaquín Blanco transforma a sus personajes, enmarcándolos siempre en una ciudad cambiante y oscura. Un México donde lo queer y lo marica hacen acto de presencia. Dentro de este océano que recién se exploraba, la ciudad adquiere la dimensión de un personaje más. En el andar de los personajes se manifiestan sus calles laberínticas y sucias, sus bares repletos de prostitutas, padrotes y clientes nocturnos; sus interminables senderos de cables; sus autos que semejan cucarachas sobre el asfalto. Las historias de lo oculto y lo marginal, el amor que surge en lugares periféricos y que convierte lo luminoso en lobreguez y la lobreguez en esperanza. Una ciudad en donde el glamour de una fiesta de travestis deslumbra y alcanza las proporciones de una tertulia dieciochoesca. Todo lo anterior genera correspondencias entre el cuerpo y las construcciones, la ciudad se convierte en espejo deformante que devela nuevas aristas de la identidad. Los personajes deambulan, huyen, se mueven a través de un espacio reconocible; a la vez que sus cuerpos se posicionan y reclaman como propiedad suya los lugares que habitan. En Las púberes canéforas, la Ciudad de México deja de ser una región de machos y hombrones y se convierte en el territorio de La Gorda y La Cacahuata, en el limbo habitado por gays y chichifos donde los roles se trastocan y el placer se encuentra al servicio de la carne. 

Estoy convencido de que en nuestro siglo vale la pena recuperar novelas como esta, seguir editándolas, no sólo como documentos históricos, sino como valiosos ejemplos de la literatura nacional que no suele enseñarse en las aulas, de aquella literatura que nos recuerda la variedad del mundo, el canon oculto. Más allá de su carácter transgresor, la novela de José Joaquín Blanco deslumbra por sí misma como un diamante que aún esconde aristas impensadas. En este sentido, dialoga con el pasado clásico de Rubén Darío, Sor Juana Inés de la Cruz y Francisco de Quevedo, al mismo tiempo que entabla una relación con su propia actualidad, cumpliendo así con la verdad que su autor dejó implícita en su ensayo Ojos que da pánico soñar: que la experiencia gay, hasta entonces negada u oculta en una sociedad tan conservadora como la nuestra, existe y merece, como cualquier otra, una ofrenda de acantos. 

Héctor Justino Hernández (Córdoba, Veracruz, 1993). Narrador y ensayista. Director general de la revista Tintero Blanco. Es autor de la antología de cuentos Dimorfismo (2019); La máscara de Miguel (2021) y, La isla que nos llama (2021). Su obra literaria ha sido incluida en las antologías Vívela muerte (2017) y Trapiche (2018). Publicado en diversas revistas digitales e impresas como Punto de Partida, Ágora, Criticismo, La palabra y el hombre, Página Salmón, Marabunta, entre otras.