Julio Martínez

“Apenas perceptibles, escucho tus palabras,
se acercan las bandas de rock n roll.
Y sacuden un poco las paredes gastadas
y siento las preguntas de tu voz”.
Sui Generis. Rasguña las piedras
La conocí a mediados de los 80, después de una tocada en el Foro Tlalpan; aún tenía los ojos rojos y se limpiaba los mocos porque había llorado. Ya la topaba de vista. Su cabello fue lo que me flechó, lo que hizo que me fijara en ella, era de un tono rojizo. No rojo-rojo, sino más bien como el rojo del atardecer. A veces, con algunas luces, y si la veías así, de ladito tomaba ese tono, rojo atardecer.
Le decían La Argenta no hablaba mucho, pero tenía una voz que te atrapaba, además, súmale el acento, “No me rompás las pelotas” fue lo primero que dijo cuándo me acerqué a querer hablar con ella, dio media vuelta y se perdió entre la multitud de la banda. Parecía que estaba peleada con la vida, y vaya que lo estaba. No me importó. Yo continúe siguiéndole la pista; a donde tocaba yo iba, se hizo de un puñado de fans, no tanto porque tocará bien, sino, porque era la sensación. Vaya que era guapa la chava, imagínate: extranjera, pelirroja y además rockera.
La segunda vez que la topé fue también en un toquín clandestino. Me armé de valor y fui directo hacia ella.
— ¿Y vos, ¿qué querés petizo?
— ¿Qué onda, no quieres una chela…? yo te disparo, va…
— Ya tengo una, además sólo estoy de paso, no vengo a quedarme. Te lo digo para que no te emociones, —dijo mientras me veía indiferente.
— No corras más, tu tiempo es hoy, quédate hasta el alba, muchacha.
— ¿Qué decís?, ¿de dónde sacaste eso?
— Es de una rola, la escuché por ahí, ¿a poco la topas?
— Ya te dije que sólo vengo de paso.
— Entonces, no perdamos tiempo, que no…
Se me quedó viendo por un instante, inspeccionándome, como si con la mirada me leyera y al mismo tiempo escuchara mis pensamientos como los tracks de mi banda sonora. Dio un trago largo a su cerveza y agregó—. Dale, salgamos aquí.
Caminamos sin cruzar palabra, «No hay manera de regresar la cinta, tu amor fue un rock en vivo, dos-tres manchas de tinta…» a la distancia se escuchaba el ruido de la música, esa noche quedaría en el recuerdo.
— Che, ¿tenés un faso?
— ¿Un qué?
— Citás Almedra y no sabés que es un faso. Que si tienes un cigarro.
Saqué la cajetilla y tomó uno, lo partió por la mitad y lo encendió. El otro pedazo fue a parar a la bolsa de su chamarra.
— ¿Y, qué sabés de mí?
— No mucho, que te dicen “La Argenta”; que te fumas la mitad de un cigarro; que tu cabello es rojo como el atardecer, —sonrió disimuladamente— ¡ah! y qué lloras cuando estás en el escenario.
— Menos mal, creo que ya conoces lo necesario.
— Oye… ¿Te puedo preguntar algo?
— Dispara —dijo mientras daba la última fumada a lo que quedaba del cigarro y lo arrojaba a un lado.
Antes de que pudiera hacerle la pregunta. Un grupo de patrullas y un par de julias pasaron a toda velocidad sobre la avenida. Llevaban las torretas y las sirenas apagadas.
— En esas si cabemos todos, no crees…, ¡pinches puercos!, de seguro van a la tocada.
— Calláte, que no quiero pasar esta noche en cana. —Mantenía la vista puesta en la penumbra de la calle, de dónde habían surgido las patrullas. Unos segundos después, de la oscura avenida emergió un coche, transitaba lento como si viniera escoltando al convoy que había pasado antes. Dos sujetos venían en la parte de enfrente, y como mínimo otros dos en el asiento de atrás.
— Ya es tarde para que anden noviando. Además, por acá atracan mucho eh…, las calles por la noche parecen solas, pero nunca lo están. No te vayan a robar a tu morra, güey. «Tres metros tierra adentro (De aquel corazón), tres metros bajo tierra (En esta posición) Se fue la vida de aquel amor».
— ¿Por qué chillas?, ¿por qué le haces a la lágrima cuando tocas, eh…?
— Sabés, es curioso cómo uno puede reconocerse en “su pequeña patria”; esta ciudad no sé qué tiene, pero hace que te sientas en casa. Andá, calláte y vayamos por… ¿cómo dicen ustedes? Ah, sí una chela.
Caminamos un rato hasta encontrar una vinatería, entramos y compró unas cervezas, no me dejó pagar. A la salida de la tienda destapó una de las botellas y me la dio, después tomó otra para ella y le dio un trago.
— La próxima pagás vos, ehhh…
— Va, órale, pues… ¡Salud!
Nos adentramos en la calle, nuevamente a la noche de la ciudad, mientras bebíamos a la deriva.
— Por cierto, me llamo Rebeca, no “La Argenta”. Hace cinco años que llegué a México. Aún era una niña. Mi viejo me sacó con ayuda de unos amigos suyos, dijo que aquí nos encontraríamos. Mi madre no pudo salir, lo más seguro es que los milicos la hayan agarrado. Un día fue al mercado y simplemente no volvió, no supimos más de ella…, mi viejo se quedó a buscarla. “Te veremos allá, en cuanto localice a mamá iremos por vos” fue todo lo que dijo. Cinco años, ya son cinco putos años esperando, y nada.
” Y bueno, estaban agarrando a todos, fue la consigna de La Junta; te levantaban sin importarles una mierda. Tiempo después me enteré que mis padres eran de las Juventudes y que asistían a reuniones de Montoneros.
” Llegué siendo una niña, pero ya no lo soy más. Tengo miedo che, creo es mi herencia, más que el acento argentino. Tengo que encontrar a los míos. Me entendés verdad… «Vas aquí, vas allá. Pero nunca te encontrarás, al escaparte».
Asentí con la cabeza como si comprendiera a lo que se refería. Caminamos en silencio; no tardamos mucho en detenernos en la entrada de un hotel, ella fue la primera en entrar, —y claro, —yo la seguí.
— Te toca invitar…, andá, que estoy cansada y quiero recostarme un poco.
Pagué la noche completa. Cuando entramos al cuarto, ella fue directo a bañarse, lo supe porque escuché la regadera. Aventé mi chamarra a una silla, y la esperé sentado en la cama con una chela en la mano. Salió del baño envuelta en una toalla; no dije palabra alguna, no quería arruinarlo, sólo me dediqué a mirarla. Se acercó y me dio un beso; fue un beso húmedo por las gotas que escurrían de su cabello. Me ayudó con la playera y yo con la toalla dejando al descubierto su piel blanca. Imaginé, sin conocer, el Río de la Plata y que fue nombrado así a causa de una mujer, quería que así fuera. Se posó encima, y sentí sus uñas aferrarse a mi espalda.
— No perdamos tiempo, che —me dijo al oído. Mis manos un tanto torpes la tomaron por la cintura, «Y en la eternidad los dos unieron sus almas para darle vida a esta triste canción de amor».
Afuera estaba el mundo, la ciudad era una isla llenándose de sombras, reflejos y ruidos; mientras, nosotros jugábamos a querer ser uno, sólo por un momento pedimos prestado el tiempo.
— Fue en un festival que ellos se conocieron, “Muchacha ojos de papel, ¿a dónde vas? Quédate hasta el alba”, ese día tocó Almendra y lo demás ya te lo imaginarás —. El destello de luz que entraba por la ventana, quizás proveniente de alguna letra del anuncio del Hotel dejaba ver el atardecer de su cabello, es lo último que recuerdo haber visto antes de perder la conciencia. ¿Qué tan temprano sería?
El movimiento de la cama fue lo que me hizo despertar, me levanté de golpe y noté que no estaba ella y sus cosas tampoco, agarré la chamarra y salí corriendo del cinco letras. Todo el mundo estaba afuera. En la calle había un miedo colectivo, era otro lugar, parecía un campo de guerra, quedé en shock. Vi una figura salir de entre una nube de polvo, otra más juntaba fotos que eran arrastradas por el viento; gente corría y ayudaba a mover escombros. El aíre se llenó de ecos. «Vieja ciudad hierro, de cemento y de gente sin descanso, si algún día tu historia tiene algún remanso, dejarías de ser ciudad». Después de ese día nada volvería a ser igual; todo el mundo estaba ahí menos ella. Había partido a buscar a los suyos y yo tenía que volver… y encontrar a los míos.

Julio Martínez (Ciudad de México, 1987), narrador. Estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Cursó el Diplomado Master en Cinematografía en ALTRAFILMICA; así como diversos cursos sobre producción audiovisual y fotoperiodismo. Ha publicado en la revista digital Campos de Plumas; y en la iniciativa Decamerón 2.0, un cuento cada noche, en Spotify.