Juan Villoro

A los 16 años, Hugo von Hofmannsthal usaba uniforme de bachiller con reglamentario pantalón corto. Nacido en 1874, sorprendió al ambiente literario vienés con poemas que mostraban un inaudito dominio del idioma y de la métrica. Firmaba con el seudónimo de “Loris” porque estaba prohibido que los menores de edad publicaran con su nombre. Stefan Zweig comparó su precocidad con las de Rimbaud y Keats, pero esa deslumbrante estrella se apagaría pronto. Diez años más tarde Hofmannsthal era un elegante jubilado de la poesía. De acuerdo con el decadentismo que dominaba la cultura de la época, parecía destinado a sobrevivir como una figura melancólica que había derrochado su talento.
En 1902, a los 28 años, escribió la Carta de lord Chandos, relato donde el protagonista se dirige al filósofo Francis Bacon y confiesa su incapacidad de seguir ejerciendo la reflexión: “Las palabras abstractas que usa la lengua de modo natural para sacar a luz cualquier tipo de juicio se me deshacían en la boca como hongos prohibidos”. De manera metafórica, el poeta y dramaturgo parece aludir a su propia impotencia creativa. La fuente milagrosa se había agotado.
Su destino parecía típico en un país donde la reiteración de la costumbre servía para augurar que el aparente bienestar se diluiría en brumas. El imperio austrohúngaro, gobernado por Francisco José de 1848 a 1916, fue un periodo de estabilidad que encubría heridas profundas. Mientras la aristocracia bailaba al compás de los valses de Johann Strauss y las amarguras se mitigaban con la espléndida repostería vienesa, la sociedad padecía fisuras. En su pieza teatral La ronda, Arthur Schnitlzer logró un impecable retrato de esa ambivalente sociedad: los amantes pasan de una pareja a otra sugiriendo que nada es más importante que el cortejo, pero ese impulso vitalista contagia la sífilis. La mezcla de festividad y agonía en la Viena de principios del siglo XX fue descrita como “el apocalipsis gozoso” o el finis Austriae, un esplendor condenado a desaparecer.
En su excepcional libro Hofmannsthal y su tiempo, Hermann Broch se refiere a la “austrofilia” del poeta, su obsesivo afán de estar en sintonía con el ambiente que lo circundaba. Después de encandilar con sus primeras letras, el joven Hugo se sintió incapaz de reiterar sus logros. Esta renuncia a su precoz talento era muy atractiva para una cultura crepuscular que atesoraba todo lo que termina. El silencio cerraba con broche de oro la fulgurante trayectoria de Hofmannsthal. Por entonces, en América Latina el modernismo ponía en práctica recursos semejantes: el romance con la muerte, la melancólica celebración de la fugacidad y el compromiso del poeta por llevar una vida heroicamente breve.
Broch compara la esmerada educación de Hofmannsthal con la que Leopold Mozart dio a su hijo. Único heredero de los gustos y los valores de un padre que trabajaba en la banca y celebraba con orgullo que una familia de judíos e inmigrantes se hubiera asimilado a Viena, Hofmannsthal se interesaba poco en autores contemporáneos. Amante de la mitología y formado en la literatura clásica, recicló con brillantez recursos de Goethe y consagró su tesis a Victor Hugo. La transgresión y la vanguardia le quedaban lejos. La sosegada originalidad de sus poemas conectó de inmediato con el gusto imperante y su abandono de la versificación conmovió a una época que amaba los eclipses.
Viena sería un vivero de insólitas transformaciones: la arquitectura de Adolf Loos, el psicoanálisis freudiano, la filosofía de Wittgenstein, las novelas de Musil, Doderer y Broch, la dodecafonía de Schoenberg, la pintura de Kokoschka y Schiele, la crítica literaria de Karl Kraus. Hofmannsthal no formó parte de esa legión rebelde. Un aforismo de El libro de los amigos resume su postura: “Hay que ocultar la profundidad. ¿Dónde? En la superficie”.
Su brillante carrera parecía carecer de segundo acto. Sin embargo, en 1906 encontró una inesperada oportunidad de recuperar el impulso creativo: Richard Strauss, que había admirado su adaptación teatral de la Electra de Sófocles, le propuso escribir un libreto sobre el mismo tema. Así se inició una relación tan fecunda como la de Da Ponte y Mozart.
Lord Chandos siente que su identidad se disuelve. Hofmannsthal recuperó la suya en forma paradójica, a través de las muchas metamorfosis de quien concibe exaltados personajes para la escena. “En la ópera lo único verosímil es que alguien cante”, diría años después otro eminente poeta que escribió el libreto de Rake’s Progress para Stravinsky: W. H. Auden.
A través de la música, Hofmannsthal recuperó el sentido lírico de las palabras y descubrió la importancia de renunciar a ellas en favor de la orquestación. Devoto del estilo, concibió arias como un sastre que diseña un exótico vestuario a la medida, y supo callar a tiempo.
Siguiendo las conjeturas de Hermann Broch, podemos suponer que, de haber sido compositor, Hofmannsthal no habría sido muy audaz. Fue el contacto (mejor: la colisión) con Strauss lo que produjo insólitos resultados.
Hofmannsthal asumió la ópera como una Gesamtkunstwerk, una “obra de arte total” donde todos los componentes tienen igual relevancia. Su dilatada correspondencia con Strauss muestra que en un principio fue muy receptivo a las sugerencias del compositor y poco a poco defendió con mayor enjundia sus ideas, convencido de que el texto debía ser tan significativo como la música. Aunque varias veces estuvieron al borde de la ruptura, Hofmannsthal y Strauss resolvieron sus discrepancias con intensidad dramática, algo esencial para el desmesurado género de la ópera. La relación produjo Electra, El caballero de la rosa, Ariadna en Naxos, La mujer sin sombra, Helena egipciaca y Arabella, y hubiera seguido transformando la historia de la música de no ser porque a los 55 años Hofmannsthal murió de un infarto cuando se disponía a encabezar el cortejo fúnebre de su hijo Franz, que se había suicidado. Este final, digno de un libreto de ópera, selló el destino de un escritor que dedicó enormes energías a un género en el que deseaba realzar la importancia de la palabra, pero al que llegó cuando carecía de otras opciones. En 1927, dos años antes de morir, le había escrito a Strauss: “Si fuera un dramaturgo de la talla de Schiller […] no me habría interesado en escribir para la música y nosotros jamás nos hubiéramos encontrado”. Por su parte, el compositor, que solía tomar las principales decisiones en la colaboración y luego trabajaría con Stefan Zweig, no vaciló en recompensar al fallecido Hofmannsthal diciendo que nunca tendría un aliado semejante.

Ariadna en Naxos es una excepcional sátira sobre los abusos del poder. Abundan las anécdotas de tiranos que han comisionado sinfonías para celebrarse a sí mismos o han censurado los mensajes disidentes de la música. Con excesiva frecuencia, las partituras se han sometido al juicio de la autoridad. La brillante simbiosis trágica y cómica en el libreto de Hofmannsthal revela las presiones económicas y políticas que se ejercen sobre el arte. Años después, el propio compositor se sometería a ellas. En 1933, cuando los nazis empiezan a imponer medidas antisemitas, Bruno Walter, que había dirigido varias obras de Strauss, fue cesado de la Filarmónica de Berlín, y Strauss aceptó sustituirlo con el argumento de que así salvaba el trabajo de los músicos. Pensó, con excesiva confianza, que su trabajo creativo podría estar al margen de la presión política.
Su siguiente ópera le brindó un baño de realidad. Muerto Hofmannsthal, le encargó el libreto de La mujer silenciosa a Stefan Zweig, de origen judío. La ópera estaba llamada a tener éxito, pero las funciones se suspendieron casi de inmediato. Strauss creyó tener la capacidad de mediar con el gobierno y aceptó cargos a cambio de que la obra siguiera en cartelera, pero no logró su cometido. Lo que había representado con ironía en Ariadna en Naxos se volvió realidad durante el nacionalsocialismo.
Una orquesta representa, en sí misma, distintas jerarquías y niveles de autoridad. En Ensayo de orquesta, Federico Fellini analizó los arquetipos sociales que encarnan en cada uno de los instrumentos, bajo el mando de un líder indiscutible: “Todo director de orquesta es un domador”, comenta Pascal Quignard en su libro El odio a la música. Los políticos suelen admirar a los hombres de frac a quienes les basta alzar una batuta para ser obedecidos y los maestros del podio suelen cortejar a quienes les brindan presupuestos.
En Ariadna en Naxos Hofmannsthal y Strauss desnudan las penurias de los artistas sometidos a un veleidoso despotismo. Ese desastre produce un resultado impar: una ópera sobre cómo se arruina una ópera.
Con motivo de un festejo en su palacio, un mecenas del siglo XVIII ordena la creación de dos espectáculos musicales, una ópera trágica y otra buffa. Sin embargo, lo que en verdad le interesa son los fuegos artificiales que rematarán la jornada. Al advertir que las dos obras duran mucho, ordena que se resuman en una sola. Así, el drama de Ariadna, abandonada por Teseo en la isla de Naxos luego de que ella le brindara el hilo para que no se perdiera en el laberinto y lograra matar al minotauro, alterna con las peripecias de una desternillante commedia dell’arte. Los caprichos del plutócrata producen un caso de humor involuntario. Como al mecenas le deprimen las islas desiertas, el Mayordomo propone poblar la solitaria Naxos con el elenco de otra obra. El Compositor protesta, señalando que la isla “simboliza la soledad humana”. “Y por eso mismo necesita compañía”, responde con despectiva ironía el Coreógrafo, convencido de que hay más sensibilidad en el tacón de su zapato izquierdo que en toda Ariadna en Naxos. El Compositor se queja de que su “mundo superior” tenga que coexistir con una insulsa comedia musical y la comediante Zerbinetta lamenta tener que actuar ante un público que se aburre ante una ópera seria. Harta de todo, Ariadna canta: “¡Aquí nada es puro!/ Aquí todo es corrupto!”
En el juego de espejos y transfiguraciones propuesto por Hofmannsthal y Strauss, Ariadna es emblema de la mujer fiel y Zerbinetta de la mujer infiel. Ambas malinterpretan su destino y eso las une. Por otra parte, el papel del Compositor es representado por una mujer que ejerce su masculinidad con tesitura de soprano.
Claudio Magris señala que Hofmannsthal privilegia los momentos inciertos y las transiciones sutiles; la forma en que un color se convierte en otro y las horas del día con una luz indecisa. De manera elocuente, uno de sus poemas se llama Vorfrühling (“Anteprimavera”). Este gusto por la indefinición le inspiró escenas donde el sueño se mezcla con la vigilia y las apariencias no se distinguen de la realidad. En el cuento “Lucidor”, que daría pie a la ópera Arabella, narra la historia de una mujer estrafalaria (“lo más improbable es su elemento”) que tiene dos hijas y disfraza a la menor de niño para que reciba la herencia de un tío que detesta a las mujeres. Así, Lucile se convierte en Lucidor, que en la adolescencia será, simultáneamente, mejor amigo y amante secreta del pretendiente de su hermana mayor. Esta fábula de enredos y travestismo desemboca en la escandalosa revelación de que Lucidor es Lucile. Ariadna en Naxos ofrece una variación del tema, sólo que el personaje del Compositor no está “disfrazado” de hombre; con toda naturalidad es mujer.
La ópera se estrenó en 1912 junto con una adaptación de Hofmannsthal de El burgués gentilhombre, de Molière, con música incidental de Strauss. Esta versión carecía de Preludio; el espectador presenciaba directamente una obra tragicómica donde la mitología griega se mezclaba con el carnaval. En 1916 la obra se reestrenó como espectáculo autónomo con un Preludio que recreaba la acción tras bambalinas, el atractivo “making off” del disparate provocado por las arbitrariedades del “hombre más rico de Viena”: una ópera dentro de la ópera.
En 1985, el inolvidable Ignacio Toscano, director del Departamento de Ópera de Bellas Artes, me pidió que tradujera el libreto de Hugo von Hofmannsthal para el estreno de Ariadna en Naxos en México. Desde entonces el texto no se había reeditado. Por su intrincada dramaturgia y sus ingeniosos diálogos, pertenece al curioso rango de los libretos que convierten la lectura en un placer adicional a la música.
En Ariadna en Naxos las órdenes de un mecenas no tienen otro fundamento que el dinero. La venganza del arte consiste en que los abusos del poder sean corregidos por la risa.
24 de septiembre de 2020.

Juan Villoro (Ciudad de México, 1956). Egresado en Sociología en la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa (UAM-I); asistió al taller de cuento de Augusto Monterroso. Escribió los guiones del programa radiofónico El lado oscuro de la luna en Radio Educación entre 1977 y 1981. Fue nombrado agregado cultural de la Embajada de México en la República Democrática Alemana, vivió en Berlín Oriental hasta 1984. Fue profesor de literatura en la UNAM; y profesor invitado en las universidades de Yale, Boston, Pompeu i Fabra de Barcelona y Princeton. Colabora regularmente en la revista literaria Letras Libres, en los periódicos Reforma (México) y El País (España), El Mercurio (Chile) y El Periódico de Catalunya (España). Fue jefe de redacción de Pauta y director de La Jornada semanal, suplemento cultural del diario La Jornada, de 1995 a 1998. En 1991 publicó su primera novela El disparo de argón, a la que siguieron Materia dispuesta (1997); El testigo (2004), con la que obtuvo el Premio Herralde otorgado por la Editorial Anagrama; Llamadas de Ámsterdam (2007) y Arrecife (2012). Entre sus cuentos están: La noche navegable (1980, 2005), Albercas (1985), La casa pierde (1999) y Los culpables (2007). Además, es autor de literatura infantil, género en el que ha publicado la novela El libro salvaje (2008, 2014). La saga del profesor Zíper, en la que se encuentran, El profesor Zíper y la fabulosa guitarra eléctrica (1993, 2016), así como El té de tornillo del profesor Zíper (2000, 2017), La cuchara sabrosa del profesor Zíper (2015). Las golosinas secretas (1985, 1995, 2014). También ha publicado obras de teatro, entre ellas El filósofo declara (2011) y Conferencia sobre la lluvia (2013), y ensayos, como Efectos personales (2001), De eso se trata (2008) y La máquina desnuda (2009). Su obra como periodista es vasta y variada, entre cuyos títulos podemos mencionar Palmeras de la brisa rápida: un viaje a Yucatán (1989), Safari accidental (2005), Dios es redondo (2006) y ¿Hay vida en la Tierra? (2012). Entre sus títulos más recientes están, El ojo en la nuca (conversaciones con Ilan Stavans) (Anagrama, 2014), El Apocalipsis (todo incluido) libro de cuentos publicado por Almadía en 2014, El fuego tiene vitaminas (Almadia, 2014) cuento infantil y Balón dividido libro sobre crónicas de futbol (Planeta, 2014); El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México (Almadia: Colegio Nacional, 2018) y La utilidad del deseo (Anagrama, 2017), La tierra de la gran promesa (2021), Examen extraordinario (2020). Juan Villoro es reconocido como uno de los principales escritores latinoamericanos contemporáneos. Es doctor honoris causa por la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo y por la Universidad Autónoma Metropolitana. Miembro de El Colegio Nacional en 2014. Obtuvo el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso en 2012 y, en 2018 el Premio Manuel Rojas, ambos otorgados en Chile. por su libro de ensayos literarios Efectos personales, le fue otorgado el Premio Mazatlán de Literatura; yel Premio Xavier Villaurrutia por su libro de cuentos La casa pierde. Recibió en Argentina le Premio ACE por su obra de teatro Filosofía de vida y en Cuba el Premio José María Arguedas por su novela Arrecife. Su trabajo periodístico ha sido reconocido con el Premio Internacional de periodismo Rey de España, Premio Ciudad de Barcelona, Premio Internacional de periodismo Manuel Vázquez Montalbán, así como con el Homenaje Fernando Benítez de la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara 2013. Su obra ha sido traducida a numerosos idiomas.
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