Samuel Rivero

Nota nocturna
¿A quién engaño?
La vi completa, conocí cada una de las pausas,
de las voces que se fueron conjugando
y que, en efecto,
se conforman en la idea un imaginario:
entre una copa y la capital,
entre un viaje por provincia y el entrelazar de las manos.
Supongo, naturalmente, que el lector está al tanto de la situación:
esperando, estático,
lo que se lleva en el aire para soltarse…
soltándolo en el ir de los pulsos,
de la mordida que sigue al día a día.
Muerdo. Devoro.
Y en el momento de la consumación
dejo que sea el polvo el que dicte,
el que ejecute la danza de la cama vacía
y me disponga,
entrediga, al velo del amanecer.
Y supongo, pues no me queda ni un atisbo del desmedido,
del remedio para el ausente que hoy sopla en mi oído:
sea la misma sombra,
la voluptuosidad de las palabras
que se pronuncian en el discurso y ejemplo.
Muerdo, consumo.
¿Por qué no dispones de un tablero,
como Rosario,
para que entre tú y yo
medie algo más que este espacio vacío?
En la nada,
en el espacio que se establece
entre los renglones de una hoja en blanco,
todo puede perderse.
Y no hay pieza, movimiento,
que el cuerpo no pueda realizar.
Y aún así, no puedo levantar el brazo derecho,
cerrar el puño en ambas manos,
y tratar con toda la fuerza de un espasmo
de detenerme en el umbral.
En ese vacío,
esa línea que quizá tenga que atravesar
para poder aniquilar la llama y el soplo.
Con la tela que se va deshaciendo
entre los dedos de mis pies.
Morderme. Consumirme.
Lo lloro por ser algo que se alcanza,
que se propone como inalterado,
único,
de aparición espontánea
y que depende del agrado,
de la manía por sostener una mano
y alzarla sobre los ojos,
sobre el párpado que no creo poder detener.
Alzarse es el acto que se contradice,
yacer para poder alcanzar el punto,
ese momento de inigualable placer.
Yacer.
Acometer.
Presentir que es algo de lo más pasajero posible
y que en el encanto de ese líquido vital regado sobre el suelo,
sobre la paja que busca entrar al ojo y ver,
devenir en lágrima y cera que aparta la valía de un hombre:
de él.
El encanto.
De vuelta al encanto.
¿Y si hubiéramos alcanzado el tren de las 7:00 am?
Premeditado
Abrir la puerta,
permitir que fuera el viento,
el aliento de un ser,
de un individuo en el que ya no creo.
Nadie, ni siquiera el mismo espacio,
las dimensiones de un momento,
parece perceptible.
Abrir la puerta,
dejar que sea un sol el que separe,
que la falta de afecto
construya un reflejo.
La imposibilidad de la palabra,
de querer recuperar una voz que ya no existe,
que me reclama una búsqueda diferente.
El aspecto del tiempo,
de la distancia,
¿para qué abordarlo?
Para satisfacer un deseo de existencia,
de voces o miradas que volverán a mí,
al vacío que deje un cuerpo viejo,
demacrado,
con la infinita seguridad de la posteridad.
La proyección futura,
del reconocimiento,
cada vez que alguien más recibe el don,
cuando la gracia parece que volverá a sonreír.
¿Dónde está mi búsqueda?
El deseo es el de ser reconocido,
el de obtener la gloria.
Ser quizá alguien a quien se le deba…
Algo muy parco,
extremadamente distante,
preocupado de seres que pueden,
se levantan
y abren una puerta
junto con su significado.
Como si la falta de interés,
del mío,
pudiera desaparecer en sólo un momento.
Como si fuera esa palabra la que me liberara,
la que me hará el ser digno de admiración,
de faltas,
de versos que surjan de la facilidad y lo cómodo.
Comodidad de aquel que puede dormir sin preocupaciones,
sin la necesidad de cubrir una renta,
alimentación,
subsistencia.
Soy yo el que abre la puerta,
me permito observar el mundo,
todo lo que se dibuja y es,
existe,
frente a la burla de un hombre que escribe,
que se dice escritor y artista.
Como si al pronunciarlo fuera posible romper,
crear una nueva imagen.
Vuelvo a preguntarme,
interés y ausencia.
Zapatos rojos
Mi amor a Ud. es absoluto.
Tómeme ya.
Antonieta Rivas Mercado
Abrir en cualquier hoja. Libre,
limpia, impoluta.
A la par de un trazo,
una maraña de ideas.
Imitar el gesto:
narrar el acto de colocar un par de zapatos rojos,
de tacón,
sobre la mesa.
Bailar adquiere, entonces, un significado diferente:
es algo de adultos,
es un deseo de adultos.
De adultos: el paso entre un mundo y otro.
Despiertan ambos sentidos.
La vista y el oído,
cerrar la puerta y mantener un volumen bajo;
la pluma registra,
el labio se muerde…
muerde.
Cuando sea adulto,
cuando pueda hacerlo.
Y comprendo que mi vista no se pierde,
se fija en un punto,
en una serie de líneas que sólo insinúan.
No despierto frente a la camarera,
al estudiante que reprueba
o la adúltera que discute con él…
Ahí está la clave.
Ahí lo que me provoca. Me provoca.
Identifico músculo y tendón,
las marcas sobre el suelo
y que se imprimen en la tela.
Los zapatos rojos que despiertan
al vigilante y lo hieren,
pecho,
tacón,
pluma y ápice.
Cuando sea adulto,
cuando pueda sostenerle la mirada,
cuando sea yo el que lo escriba
y no tenga que esconderme
en el celo de la medianoche.

Samuel Rivero (Ciudad de México, 1992). Egresado de la Licenciado en Escritura Creativa y Literatura por la Universidad del Claustro de Sor Juana. Becario del Festival Cultural Interfaz del ISSSTE Cultura (junio, 2018). Obtuvo el tercer lugar en el Certamen Internacional de Poesía Ayotzinapa a tres años. Poesía, verdad y justicia, con el poema Ríos de tierra. Su texto Castálida fue publicado en la antología Químicas Sanguíneas (EBL/UCSJ 2016). Fue seleccionado en el Certamen de Ensayo “Luis Alberto Arellano” (Mantis editores 2021). Actualmente pertenece a la Colectiva Hipálage.