Mauricio León

Siempre me dices: “Hay cosas que son imposibles de creer hasta que pasan”. Nunca he hecho caso de esas palabras, pero ahora lo entiendo, tienes razón. Yo estudié en un colegio religioso masculino, el San Gabriel, de jesuitas, pero me volví ateo antes de terminarlo, salí odiando a los curas. Desde entonces sacrifiqué mis convicciones varias veces. Lo hice para casarme contigo por la iglesia o sino tus padres, que eran creyentes a la antigua, no lo hubieran permitido. Luego acepté bautizar a nuestros hijos y asistir con incomodidad a las ceremonias religiosas. Siempre me ponía nervioso que el cura se diera cuenta de que no oraba y no me persignaba. Pasé momentos muy incómodos en muchas otras ocasiones que hacían que me ardiera el estómago, como cada año en las fiestas navideñas de la casa de tus padres (claro, siempre he cedido a que pasemos navidad allí). Tu papá solicitaba que cada uno de los presentes hiciera un pedido o una oración al niño Dios. Yo siempre improvisaba, un poco nervioso, pues soy hombre de pocas palabras, alguna reflexión que no fuera religiosa pero que me permitiera salir del paso: “Los humanos estamos siempre en un continuo renacer, luchando contra nosotros mismos, contra nuestras debilidades y contradicciones”. He pasado tantos malos ratos que ahora prefiero decir que soy agnóstico en lugar de ateo para sentirme menos presionado y llamar menos la atención. No sé si la gente entiende la diferencia, pero suena mejor y me siento más tranquilo. Prefiero pasar inadvertido que tener que confrontar. Siempre evito discutir contigo sobre religión o la existencia de Dios. Jamás te contradigo cuando afirmas que fue un milagro divino la supervivencia saludable de nuestro hijo seismesino. No tiene sentido discutir, nunca el uno podría convencer al otro.
Soy un hombre de ciencia, creo sólo en aquello que se puede comprobar. Por eso nunca he creído en fantasmas. Cuando amigos o familiares hablan de sus encuentros con espectros, yo siempre soy escéptico y busco alguna explicación racional, pero no la digo. Es una reflexión para mis adentros. “La gente común no está preparada para oír ciertas verdades”, me digo a mí mismo. Solo tengo iras que no exteriorizo y siento que algo hierve en las entrañas de mi barriga, una quemazón molestosa que se va convirtiendo poco a poco en dolor.
Siempre me ha llamado la atención que tú, querida, seas muy religiosa y que creas en fantasmas. Estudiaste en un colegio de monjas, las Marianitas, y vas a misa todos los domingos. Me convenciste de que pusiéramos a nuestra hija en ese mismo colegio y a nuestro hijo en el San Gabriel. Antes de comer haces que nos tomemos de las manos y agradeces a Dios, algo que también me hace sentir incómodo. Cuando acabas la oración siempre me adelanto y digo “buen provecho”, antes de que el resto diga su amén. Pero al mismo tiempo crees en espíritus y almas en pena que están entre los vivos porque tienen algo pendiente que resolver en este mundo y aún no van al cielo. Cada vez que sucede algo extraño o se cae algún objeto de imprevisto, lo explicas por la presencia de un fantasma. Me has contado de innumerables veces en que los viste, como aquella noche en que subías sola las gradas de acceso al departamento de tu abuela —que había enviudado hace poco— y se apagaron las luces por unos segundos, quedando en una total oscuridad. Luego, los focos se prendían y apagaban. Entre la ida y la venida de la luz viste la figura de un hombre viejo inclinado sobre la baranda de las gradas que te observaba con una mirada penetrante. Pensaste que era tu abuelo muerto, para quien nunca fuiste de agrado. El miedo se apoderó de ti, empezaste a temblar y tus piernas no respondían a tus ganas de dar la vuelta y escapar. Cuando se restableció plenamente la luz, no había nadie en las gradas y la abuela estaba sola en la casa.
Es tal tu creencia en esas cosas que, a pesar de mi disgusto, que me descompone el estómago, invitas a nuestra casa todos los jueves a tus mejores amigas del tiempo del colegio para hacer sesiones de espiritismo. Todas llegan puntuales y bulliciosas, vestidas de negro y a las nueve de la noche en punto se sientan en la mesa del comedor. Tú usas un vestido negro largo, pasado de moda, adornado con unos encajes grises en el pecho y en los puños de las mangas. Enciendes las velas de los candelabros, apagas la luz eléctrica y prendes un incienso cuyo olor invade pronto toda la sala que queda en un silencio sepulcral. Después, las ocho se toman de las manos y funges como médium para invocar a algún espíritu. Yo observo las ceremonias desde el cuarto de estudio, donde me escondo, sin que te des cuenta, unos minutos antes de que lleguen tus amigas. Miro por un agujero pequeño que hice para ese propósito en la puerta. Me mantengo quieto, a oscuras, sin hacer ningún ruido que delate mi presencia. Me inclino un poco para ver a través del hueco, primero con el ojo derecho y, luego, con el izquierdo. Anoto en una libreta mis observaciones y busco descubrir en vano pistas que expliquen científicamente el trance en que entras.
Al pasar de los minutos, echas tu cabeza para atrás, tus ojos verdes se desorbitan hasta que quedan blancos, tu cuerpo se convulsiona, emites primero unos sonidos inentendibles y luego balbuceas con una voz ronca las palabras del presunto espíritu. En algunas ocasiones tus espasmos vienen acompañados de espuma blanca que sale de tu boca y se desparrama por tu mentón. Estás convencida de que tienes el poder de convocar a los del Más allá. Empezaste invocando al exnovio de una de tus compañeras que falleció en un accidente de tránsito, ella quería saber si en realidad la amaba. Luego, has invocado a tu abuelo sólo para confirmar que no eras de su agrado, a artistas de cine y hasta a personajes de la historia. Tu morbo y el de tus amigas es infinito y las preguntas que formulan son cada vez más pueriles como cuando convocaron al cantante Juan Gabriel para preguntarle si era gay.
Han pasado ya varios años y sigues haciendo las sesiones de espiritismo, incluso a pesar de que enfermé de cáncer terminal de estómago y de que he tenido que soportar los malestares de la quimioterapia y un dolor fuerte y punzante en el abdomen. En los últimos meses he tenido dificultad para espiar, pues mi cuerpo se ha sentido cada vez más débil y cansado de estar de pie. Sin embargo, cada semana, tú y tus amigas se toman de las manos y se repite el ritual de siempre. Yo sigo observando por el agujero de la puerta del estudio. Nunca ni tú ni tus amigas se han percatado de mi presencia, ni cuando estaba vivo y menos ahora. Hoy has decidido invocarme y preguntar si he visto a Dios. Entonces, convulsionas y a través de tu voz distorsionada y áspera, me manifiesto, doy un golpe en la mesa, y digo: “creo en fantasmas, pero sigo siendo ateo”.

Mauricio León (Quito-Ecuador, 1967). Escritor y economista. Cursó la carrera de Economía en la Universidad Central de Ecuador. Obtuvo el Máster en Economía (FLACSO Ecuador) y el doctorado en Ciencias Sociales (Universidad de Salamanca). Es Asesor Regional de la División de Recursos Naturales de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL). Sus microrrelatos y cuentos han sido finalistas en distintos concursos como el, Festival Internacional de Cine de Terror de Atacama 2020 (FICTA); Premio Flexus 2020 de la Revista Origami (Chile); Una voz UCE 2020 (Chile); V Certamen de relato corto La Esfera 2020 en España; y del taller de creación literaria El sillón de terciopelo verde, de la escritora Patricia Esteban Erlés, Aragón Radio, 2021. Ha publicado sus textos en distintas revistas y antologías. Actualmente reside en Chile.