Dos cuentos, un tanto fantásticos  

Ulises Paniagua 

Arte: Irene Barajas

Botella en casa 

Convertirme en una botella llevó tiempo. Tuve que practicar de manera reiterada, realizar ejercicios complejos hasta que lo conseguí. La decisión la tomé a conciencia, no nació en un arranque de furia ni tuvo un origen depresivo. Confieso que, en pleno uso de mis facultades, elegí el camino de volverme un objeto. Fue mi voluntad. Ahora soy verde, de ese tono nostálgico que tienen las botellas que sirven para contener barcos a escala, ese tipo de envases que abundan en la casa de Pablo Neruda, en Isla Negra. Tengo un cuello largo y los cantos redondos. Alguna vez vi, en películas, el tipo de botellones que usan los náufragos para enviar mensajes anónimos a través del mar, muchos de ellos con ilusiones de rescate. Quise ser uno de ésos.  

Es probable, a esta altura de lo que narro, que surjan dos preguntas evidentes: ¿por qué? y ¿cómo? La primera de ellas es indispensable, la segunda busca, con certeza, atender a una curiosidad pueril o malsana. Aun con ello, procuraré responder. La naturaleza de los eventos podría ocasionar, sin embargo, una gran decepción; espero que no sea así. 

Decidí dejar de ser humano porque la indiferencia de las amistades, mi familia y aquellos que considero seres queridos, me sobrecogió. Mis días consistían en atender mi trabajo en el hospital (soy médico general), retornar a casa molido, para comprobar que mi esposa y mi hija estaban dormidas o parapetadas en sus habitaciones.  

Mi señora, por cierto, tiene un trabajo de free lance en el que le va de maravilla, así que se ha hecho cargo de los arreglos domésticos en la última década. En teoría, cubro los pagos para hacernos de nuestro hogar, pero confieso que dejé de hacerlo hace un año porque la propiedad ya es nuestra. Mi mujer ni siquiera lo sabe, no le interesa lo que resuelvo. Lo mismo ocurrió con los pagos a crédito de su escaladora, y con el parqué de la sala, cada uno de ellos finiquitado sin el más mínimo interrogatorio al respecto. Es como si mi esposa y yo viviéramos en islas distintas, dentro del mismo océano contenedor de habitaciones y trastos. Así comencé a ahorrar dinero, pensando en un viaje de verano para la familia. No contaba con que mi querida consorte (lo descubrí hace poco) prefiere gastar los días con un amante que conoció en las redes sociales (asunto del que se supone no estoy enterado), por lo que no pedí días de descanso en el trabajo. Para qué. Mi esposa inventó algún pretexto con respecto a proyectos que tiene que terminar; me invitó, qué descaro, a que fuese a vacacionar solo. 

Mi hija, por su parte, es ya una adolescente; se convirtió, para mi desgracia, en un ser ajeno; es fría conmigo, me rehúye cada que tiene oportunidad. Conversa con su padre como un acto de caridad, de misericordia; cada vez que intento platicar con ella, muestra tal indiferencia que soy yo el que desiste. Ellas, las mujeres de mi vida, se llevan de maravilla, ríen de forma constante, se cuentan secretos e intimidades; estoy seguro incluso que mi hija sabe del amante de su madre y le solapa los encuentros clandestinos. De este modo, en algún momento descubrí que mi presencia era intrascendente. Fui, contra mi voluntad, un cero a la izquierda. En el hogar no pintaba ni económica ni existencialmente. En el hospital, para completar mi agonía, las enfermeras olvidaban o confundían con frecuencia mi apellido. Los jefes me negaron un aumento. Las cosas no marcharon bien, por esa razón decidí transformarme en lo que soy.  

Alguna ocasión, al frecuentar algún despacho anacrónico, envidié la tranquilidad, el sopor de las botellas vacías: algunas contenían una rosa o una margarita en su boca, a modo de florero improvisado; otras tantas contenían lámparas que les hacían brillar las tripas en la oscuridad; muchas se convirtieron en recuerdos de batallas etílicas, trofeos silenciosos a la permanencia gratuita en el mundo. Así, bajo un estado emocional espantoso, llegué a casa un viernes en que salí temprano del hospital. Mi esposa y su amante salieron por la puerta trasera, en sigilo, al escucharme llegar. Les di tiempo de ello: fingí contemplar una fotografía familiar hasta el aburrimiento. Mi hija y su novio, por su parte, permanecieron encerrados en el cuarto. Pude escuchar sus gemidos sordos, el discreto golpeteo de la cabecera de la cama en medio de mi soledad.  

Con decisión me concentré, dejé la mente en blanco. Cerré los ojos y tracé, en la imaginación, el diseño de mi futuro cuerpo. Al abrir los ojos, seguía igual. No me di por vencido, me convencí de que, si en lugar de imaginar la botella completa era capaz de delimitar el imaginario de cada parte, de cada miembro, obtendría algún efecto favorable. Al anhelar la redondez de la base de la botella, por ejemplo, podría llegar más lejos. Haciendo estos ensayos, me quedé dormido. Al despertar, comprobé en mi celular que era ya el día siguiente. Miré mis piernas, pues las sentía dormidas. Mi alegría fue mayúscula al descubrir que mis pies eran de cristal: mutaron, se habían convertido en la base de una botella gigante. Mi hija pasó, en short, camino al refrigerador: 

—Hola, pá —saludó. 

Se sirvió un pedazo de gelatina, un vaso de leche, y haciendo malabares volvió a subir las escaleras hacia la recámara. No notó el inició de mi transformación. Volví a mis menesteres transmutatorios. Al cabo de dos horas, mi hombro izquierdo era ya una esquina verde. Mi esposa llegó a casa con una sonrisa radiante. Giró en sus puntas. Al verme en el sillón no pudo contener el desprecio. Grave, se sentó frente a mí.  

—Es importante que sepas algo —dijo. 

Guardó una pausa escénica. Después asentó: 

—Esta semana te llegarán los papeles del divorcio, quiero que los firmes. 

Simuló que un nudo se anidaba en su garganta, corrió escaleras arriba y azotó la puerta. El resto del proceso fue sencillo. Comencé a encogerme. Logré convertirme en un objeto en media hora. A brinquitos, arrastrándome en ocasiones, logré colocar mi cuerpo de vidrio en una repisa de la sala, junto a mi libro de alquimia favorito; justo a un costado de un caballito de madera que compré en Temuco, en un viaje que hice a Chile.  

Estoy aquí desde hace una semana. La paz que respiro es indescriptible. Me conmueve el cinismo de mi casi exmujer, quien después de hacer el amor repetidas veces con quien resultó mi médico suplente, cada tarde llama a la policía en un intento simulado de dar seguimiento a mi desaparición. Mi hija no ha hecho indagación alguna sobre mi paradero. No sabe que no vivo aquí, al menos no en mi forma humana, o, de forma sencilla, no le importa. De este modo, ser aquello en lo que me he convertido es un gran alivio. No importa que a las mujeres de mi vida no les haya interesado saber, tampoco, cómo llegó esta botella a la casa. Apenas notan los objetos y las personas que les rodean. Y es mejor: así estoy a salvo de quebrarme en cualquiera de sus descuidos. 


La vuelta de Lupe Estrada 

Cuando desapareció Lupe me sentí mal; yo la quería. Es cierto que era sólo mi media hermana, pero la abuela me enseñó desde joven a tenerle aprecio. La quería del mismo modo que le llegué a tomar mucho afecto a las gallinas de nuestro corral. Fue raro. No sabíamos que Lupe existiera hasta que cumplió los quince años, pobre criatura. Entonces volvió mi padre de trabajar en la carretera, y dijo: “Esta es Lupe Estrada, mi otra hija”. No hablo más, nos la encargó y se fue de mojado. Supimos luego que a papá lo mató, en Chicago, una neumonía. No hubo modo de saber si mi padre fue feliz en su vida, y si le tenía cariño o no a su otra hija. 

Tuvimos que hacernos cargo de Lupe. En aquellos años no nos iba mal; mi abue vendía unos girasoles que eran bien bonitos, según porque le metieron mano unos científicos güeros que anduvieron por acá una temporada. Los girasoles medían más de tres metros de alto, y tenían la corona de pétalos del tamaño de una llanta de tráiler. Así de grandes eran. Venía gente de otros estados y hasta de otros países a comprarlos caros, porque la abue encontró el secreto para su crianza. Tan abusada ella. Como todo es lo que es, mi abuela murió diez años más tarde. Me heredó el negocio. Me dejó también la faena de lidiar con Lupe. Los asuntos no anduvieron bien en aquel tiempo: los girasoles no volvieron a crecer tan enormes, y yo no hallé qué hacer con una muchacha extraña. Es que a mi hermana algo no le funcionaba bien desde que la trajo mi difunto padre, tal vez desde antes. Le daba por correr y aventarle piedras a la gente. Había ratos que se reía sola, sin motivo; a veces de manera callada, otras a carcajadas. Tuvimos que guardarla en su cuarto. Desde la ventana le daba por mentar la madre y hacer señas feas a los que pasaban por nuestra calle, en el pueblo. Gritaba de todo. De pura vergüenza no puedo repetir tanta barbaridad. 

La Lupe se me escapó dos veces antes, por eso decidí encadenarla. La segunda vez que se salió de la casa se le fue encima a una señora. La arañó. Dicen que trató de ahorcarla.  La gente que venía a comprar preguntó por qué vivía ella en ese estado, comentaron cómo era capaz de tenerla en cautiverio; se quejaban de mí, chismeaban que la maltrataba, rumoraban que yo era una bruja, aunque con todo no perdían la oportunidad de comprar sus girasoles. A eso venían, eso les interesaba. Cuando algún turista se ponía más al tiro, le decía: 

—Pues llévesela a su casa, cuídela usted, si quiere. 

Entonces cerraban el pico, se quedaban con ojos de ternera a medio morir, y se iban. Hipócritas, sabrá qué hacen para tener tanto dinero y darse el lujo de comprar mis floresotas. Si algo me enseñó la vida, es que la mayoría de las fortunas son mal habidas. Y estos que querían darse golpes de pecho conmigo. Una vergüenza.  

La tercera ocasión que se escapó Lupe fue la más grave de todas. Cuando regresé de comprar abono, la puerta estaba entornada. Supuse que se había metido algún ratero, me asusté mucho, la verdad. Al entrar a la casa, mientras le rezaba a la virgencita, me di cuenta de que cada mueble, cada cosa estaba en su lugar. Sólo no apareció ella. La busqué por el pueblo ese día y el siguiente. Le pregunté a los vecinos. Algunos contaron que la vieron pasar, ida y risueña, por la vereda del arroyo, con destino al pueblo de al lado. Subí a la camioneta, me fui a buscarla. No me dieron razón de ella. Es lo último que supe, no la volví a ver.  

En el altar de la sala puse tres veladoras; le he pedido a los santitos que la traigan de vuelta, a ver qué pasa. Parece que no atienden, o al menos no han querido atender mi súplica. La otra vez me imaginé que la abuela venía desde su tumba nada más para reclamarme que haya perdido a su otra nieta. La verdad sea dicha, hay ratos en que me siento culpable. Es que siempre quise, en el fondo, que la Lupe se perdiera, que se escapara al río y se ahogara, que la gente llegara a contarme, toda llorosa, que la encontraron muerta y con la barriga llena de agua y lodo. Me da pena reconocerlo, pero eso quería, era mucha carga. Otras noches me parecía escucharla reír, así como lo hacía ella. Salía a la calle esperando verla de vuelta, descalza y con sus chanclas en la mano, en compañía de algún arcángel que la traería de regreso. Una vez soñé que Lupe salía del tallo de un girasol, se asomaba y nos abrazábamos. Se veía bonita en ese sueño. Una más, tuve pesadillas donde Lupe se me volvía polvo entre las manos. Si volviera, me daría harto gusto. Le daría de comer sopa caliente y le prepararía un filete de pescado, que tanto le gusta. Después la volvería a encerrar. 

Es grande el remordimiento, me consume. Duermo mal, no platico casi con nadie, a veces ni con los turistas que vienen a comprar mis flores. Y debería sentirme mal porque —los santitos me perdonen— debo reconocer que fui yo quien le quitó las cadenas, quien dejó la puerta entreabierta a propósito. Traté, de alguna manera, de liberarnos a las dos. No puedo negarlo. Me hago la tonta, pero fui yo quien la soltó al mundo como a un perro.  

Ulises Paniagua (México, 1976). Narrador y poeta. Estudió la Licenciatura en Arquitectura y la Maestría en Ciencias en Urbanismo, en la ESIA Tecamachalco, IPN. Es autor de las novelas, La ira del sapo (2016), y Ese lugar existe (2017); así como de siete libros de cuentos: Patibulario, cuentos al final del túnel (2011), Nadie duerme esta noche (2012), Historias de la ruina (2013), Bitácora del eterno navegante (Abismos, 2015), Entre el día y la noche: cuentos para morir de pie (UAM-X, serie Gato encerrado, 2017), y El horror en cada puerta (La palabra escrita, 2019). Su obra incluye cuatro poemarios: Del amor y otras miserias (2009), Guardián de las horas (2012), Nocturno imperio de los proscritos (2013), y Lo tan negro que respira el Universo (2015). Ganador del Concurso Internacional de Cuento de la Fundación Gabriel García Márquez, Colombia (2019), y del Premio Endira de Cuento Corto (2016). Fue incluido en la antología Puente y Precipicio, en Rusia (2019). Colaborador de revistas Nocturnario, Círculo de poesía, Punto en línea, Ígitur, Nueva York Poetry, Altazor y Algarabía. Publicado en Revista Anestesia a través de su columna “Los textos del náufrago”. Director del Coloquio Internacional de Poesía y Filosofía (FCE). Ha sido traducido al inglés, ruso, griego, serbio, checo e italiano.