Del lenguaje incluyente 

Demian Ernesto 

Arte: Tanja Jeremic

Esta semana me enteré de un simposio internacional que habrá en el Trinity College de Dublín sobre Oscar Wilde y James Joyce (no olvidemos, por favor, la importancia del autor del Ulysses este 2022). Las ponencias de dicho evento se antojan estupendas10, pero fuera de ello pude notar que se pide especificar el pronombre para presentar a cada autor («he», «she», «they», etc.). Investigué un poco y vi réplicas de este patrón de identificación de género en diversas celebraciones de universidades británicas, no sólo irlandesas. No sé si también pase en España u otros países europeos. Tal vez. Esta mínima exigencia en instituciones de renombre y siglos es una prueba más de cómo el lenguaje incluyente se abre paso, pese a ciertas instituciones que, a veces categóricas, buscan cerrarle la puerta a lo inevitable.  

También es muestra de cómo más de un(a) intelectual —anglosajón o no— están en un error al condenar. No dudo que también la sociedad sea reacia a estas evoluciones, aunque de hecho, si lo pensamos bien, es fácil reconocer ciertos prejuicios o propensiones al conservadurismo en las propias figuras públicas del arte, la cultura o las universidades. De sobra es sabido que tener mejores altavoces no nos hace tener la razón en un debate; tener un alcance más amplio es, en todo caso, pernicioso porque se corre el riesgo de decir alguna estupidez o desmesura que se multiplique ad infinitum

Pienso ahora en las voces corrosivas hacia este tipo de mecanismos retóricos, pues cabe decir que el lenguaje incluyente, en tanto utiliza «formas», es ya una manifestación retórica. Me parece que, en este sentido, tanto el aparente especialista como el vulgo emparentan cuando sencillamente denostan algo que observan a su alrededor y no entienden: el lenguaje mismo. Y es que las estructuras de la palabra común avanzan o se retraen según las circunstancias, ofreciéndonos así una especie de indicador histórico de cada época. A esto último refiere George Orwell11 cuando llama a repensar el sentido de corrupción del habla y la escritura en tiempos totalitarios; y en línea directa podríamos preguntar: ¿es el lenguaje incluyente un síntoma de liberación o de represión? 

En principio, lo es de libertad, dado que conlleva más de una lucha por el reconocimiento de una identidad distinta a esos «dos géneros» impuestos por el Estado, de los cuales habló Michel Foucault en Historia de la locura. Libertad de sangre derramada por causas. Pero no demos olvidar que, asimismo, implica una ideología e, igual que cualquier ideología, es corruptible.  

Sobre el punto de las imposiciones del lenguaje incluyente tenemos todavía mucho qué decir. A propósito de esto, nos hace voltear la escritora argentina Ariana Harwicz, quien, en su Twitter, muchas veces ha señalado de qué forma se puede construir una nueva censura sobre quienes no se expresen mediante algunos convencionalismos de la progresía de hoy. Por mi parte, soy testigo de qué forma profesores de primeros semestres en las universidades comienzan a exigir un «uso correcto» de la palabra afincándose en el argumento del género. De tal forma, escritores en ciernes encuentran murallas expresivas frente a sí por ello. No creo que vaya por ese lado, ni que debamos apostar —y mucho menos aseverar— cuáles usos lingüísticos son efectivos y cuáles no. En cualquier caso, entiendo que hablamos de un campo siempre en disputa, que está construyéndose —y continuará así— entre múltiples polarizaciones. Pienso que jamás habrá concilio sobre el tema, pero ello puede ser saludable: habrá constructores y destructores, espero, cargados de crítica más que de rabia. 

Regreso al tema del simposio irlandés. Rememoro más a Wilde que a Joyce. Recién terminé de leer la correspondencia a Lord Alfred Douglas del triste creador de De profundis y, tras ello, una de las primeras cosas que me pregunté es si su relación hubiera sido más liviana y menos trágica en una sociedad no tan opresora. ¿Wilde y Bosie usarían en sus cartas —y poemas— lenguaje incluyente si atravesaran estos días de cambio?, ¿harían el amor con menos culpa, más libremente?, ¿habrían dicho más? Cualquier respuesta es infértil, por supuesto, pero ayuda a imaginar y a elaborar nuevos cuestionamientos relativos a la problemática inclusión humana12

Lo cierto es que todo esto me hace recordar, y mucho, a la juventud de bachillerato y universidad con la que ahora trabajo (gracias a ella, este ensayo): fueron distintas las voces —todavía núbiles— de quienes me aseveraron que este tipo de cambios lingüísticos no son moda sino auténtica necesidad. Pareciera que el tiempo les está dando razón por sobre ciertas respetadas mentes, obcecadas en la negación o el berrinche. ¿Mejor o peor?, ¿bueno o malo?, ¿correcto o incorrecto? Dan igual las resoluciones pues las metamorfosis están ahí, son lo actual y, me parece, ya son el futuro.  

En lo particular confieso que no he logrado adaptarme a esto, me sigue causando extrañeza descolocarme. Ayer pensaba en por qué aún no lo hago: ¿será por conservadora pereza?, ¿por no reconocer mi imbecilidad de persona madura?, ¿por no salir de una zona de comodidad expresiva? Ahora entiendo lo complejo, lo difícil que significa decir «cambia el lenguaje». No hay sólo un desplazamiento ahí, hay millones. Lleva años de conquistas y resistencias —personales y sociales— de la lengua, retos que no son agradables porque suponen una nueva orientación, una resignificación propia, abrir los límites. 

¿Por qué nos cuesta tanto deconstruir —«mover a un lado», diría Derrida— la palabra? Me pregunto esto mientras cierro la invitación de otra festividad académica a la que desearía asistir y no iré, mientras sigo sin emplear las palabras políticas que quisiera, mientras respiro. Tal vez debería mejor postrarme ante el tema del lenguaje inclusivo, que es nada más una parte del infinito aparato de letras y sonidos, limitándome a contemplar con entusiasmo de qué forma se destroza la gramática. Para eso se inventó. 

Demian Ernesto (Ciudad de México, 1991). Licenciado en Sociología por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Maestría en Estudios Políticos y Sociales de la UNAM. Sus poemas, ensayos y traducciones han sido publicados en revistas como Tierra Adentro (Gobierno de México), Periódico de Poesía (UNAM), Encuentros 2050 (UNAM), Partir del Punto (UNAM), La experiencia de la libertad, Campos de Plumas, Ágora (Colmex), Pliego 16 (Fundación para las Letras Mexicanas), Revista del Caricen (UNAM), Los Bastardos de la Uva, etc. La UNAM, mediante Ediciones Digitales Punto de Partida, ha publicado su primer libro titulado La lección de Steiner (descarga gratuita en línea). Fue reconocido al mejor ensayo en el Concurso “Una mirada artística: del miedo a la esperanza” (PUEDJS-UNAM), en el Concurso Ediciones Digitales Punto de Partida 2019 (categoría Ensayo), en el Premio Difusión de la Lectura Alonso Quijano UNAM 2019 y en el 4° Concurso de Ensayo Literario del Festival Cultural de Diversidad Sexual y Género 2018 (Gobierno de Morelos). Fue becario del Festival Interfaz 2017 en la categoría de poesía. Ha participado como ponente en coloquios de literatura y sociología en universidades de España, México y Perú; también en recitales de poesía en la UNAM y el Palacio de Bellas Artes en México.