De El rumor de las rocas

Ricardo Madrid

Arte:IzArt

Al este del edén

¿En dónde estás, Adán, tú que solías
de lejos venir gozoso a mi encuentro?
Aquí te echo de menos, no me place
verte en la soledad entretenido,
cuando antes sin buscarte aparecías
cual si fuera un deber indispensable.
¿O es que no se distingue mi llegada,
o algún cambio tal vez de mí te aleja,
o algún caso te detiene? Ven.

John Milton.

he visto en la indómita pradera
el rostro apacible del eterno niño
-sediento de fuego y de leche que emana-
correr por la vereda con sus pies fecundos
detrás de aquel viento que esconde el llanto del abismo.

ahora,
de pie junto al arbusto,
pregunta a las raíces de ese canto por la razón de su belleza
y la tierra, que hoy calla, da razón de su condena:
beberás de aquella fuente hasta saciar tus ojos.

en la otra orilla el mismo hombre marchito
trabaja desnudo hasta segar la hierba
y en la fatiga de sus manos un viento frágil resuena
por el dolor de esta su ruina:
Con el sudor de tu rostro comerás el pan,
hasta que vuelvas al suelo.


Los misterios de Samotracia

En el principio no había sol ni luna ni estrellas.
Todo estaba oscuro, y no había más que agua por todas partes.
Flotando sobre el agua llegó una balsa.

Creencias de los indios maidus de California

A mi padre, que sigue nadando.

He visto brotar
-de la tierra germinal –
un breve llanto apacible, tímido y sediento de furia.

De aquella virgen colina -toda llena de arbustos y de flores-
nace un tímido hilo de agua que trae
el rumor de las primeras tablas como origen de todo lo creado.

He visto aquel hombre que llenaba el mundo entero
sentarse valiente en la punta de una frágil balsa
que cruje por el nacimiento al fin de las más altas aguas.
En el comienzo del viaje se extiende como manto al viento,
y muestra a las olas la planta bella de su pie
que recia nubla el resplandor del sol.

A media luz el viento viene por encima del abismo y rebosa el cielo seco de toda
tempestad.
Ha dicho mi madre que en el horizonte la fresca cordillera que vertebra
-ahora sana-
desaparecerá para siempre.

Allí la noche -sola- brama como un toro que rompe sin esfuerzo la madera seca
                                                                                                                                     [del establo]
y el primer hombre desnudo, al sentir que la balsa se mece,
salta dormido a las aguas para beber de ellas
hasta el final de los días.

Dime, padre, desde que se hizo la mar,
¿cuántas olas se han levantado,
y cuántas has visto bajar?

Eterno viento,
arriba aquel leño bautismal a nuestra orilla
que colmaré por fin de oro y tierra la entraña de mi padre:
que tu silencio expire y tu desértico canto revele de qué color es la noche.


Perpetuas flores de la eterna leticia

 Los alimentos son para el
vientre, y el vientre para los alimentos;
pero a él y a ellas tanto al uno como a los otros
destruirá Dios.

1 Corintios 6: 13

A mi abuela, que tiene hambre

Y entonces había llegado ya la primavera:
salimos de madrugada en fila, con nuestras túnicas inmaculadas,
cargando en brazos a mamá -rígida como un mástil de hierro-,
que llevaba en su cuello un racimo de higos delicados.
Cerca sonaban las vívidas flautas que en coro rogaban por el fin de la sequía.

Aquella noche -aún remota y solitaria-
prendimos el primer fuego en el monte y solo escuchamos el tímido soplo celestial
                                                                                                                                                [del dios de la melena brillante]
que contestaba a la plegaria familiar:

¡Alejad al toro de la vaca!
¡Le hiere enredándole en un velo las negras astas!

De repente el fuego sumiso comenzó a dormir
y las ramas secas que crujían -todas ellas desgastadas-
callaron por vez primera.

En la noche mestiza el viento cruzaba sin ser oído,
solo el llanto de nuestra madre, aferrada a la tierra seca,
dio pronta respuesta al mandato del abismo:

de mis entrañas sacarán los nuevos frutos.

Con furia el fuego comenzó a brotar de nuevo,
y Hefesto el soberano que todo enciende
-eterno aliado de nosotros los hombres-,
desgarró el negro horizonte con un resplandor sonriente.

Mamá abrazó su vientre aún manchado
y al sentir el calor en su rostro comenzó su última oración:

al llegar la primavera,
cuando den comienzo a nuestras fiestas que sanan,
conduzcan a este mi cuerpo adonde debe morir,
llenadlo solo de guirnaldas y comenzad el sacrificio.

Y entonces había llegado ya la primavera:
en la orilla del acantilado reunimos las piedras y construimos en la mañana el altar
al dios de la melena dorada.

Para calmar los vientos y las iras de los dioses
lavamos con delicadeza el rígido cuerpo desnudo de nuestra madre,
regamos el agua pura encima de su vientre y la esparcimos con nuestras manos dulces:

Tuyo es el poder en los cielos,
Tú que observas los hechos de los hombres, d
a fin a nuestra hambruna.

Cargamos entonces el cabrito hacia las rocas
y luego de tumbarlo con las gruesas patas atadas
sacamos de la cesta repleta de cebada la daga que siempre brilla.

Las mujeres comenzaron a danzar en torno al altar -todas ellas hermosas-,
y al escuchar el soplo de la primera flauta
enterramos con furia la punta del filo en el blando costillar:
un único chillido seco soltó el cabrito -como último lamento
antes de que fluyera en la árida tierra la sangre que da vida.

A nuestra madre la alimentamos con queso, pan de cebada e higos secos,
y alrededor de las rocas donde yacía comenzamos a prender el fuego:

no temas, hijo, participar en la mancha de mi sangre,
quiero morir en tus manos.
Solo protege la luz del sol.

Confiándonos a los eternos dioses,
aquel hombre limpió la hoja del cuchillo y al acercarse a nuestra a madre
-envuelta en humo-
cortó con dedicación el pelo de su frente y lo lanzó al fuego.

Aún recuerdo el llanto de las mujeres -todas ellas hermosas-
cuando aquel hombre clavó el cuchillo una y otra vez en el vientre de nuestra madre
y la sangre profusa comenzó a derramarse, como fuente que emana,
por la montaña de rocas.

Dioses que dominan el fin de todo lo que es,
y lo disponen como quieren,
que brote en nuestros campos cosecha abundante.

Al crepitar el fuego que todo lo enciende
colgamos por fin el fémur de nuestra madre en el árbol sagrado
y arrojamos distante la daga que brilla a las aguas maternales.

Ya el mar profundo en olas se encrespa
y un alto nubarrón se eleva en los montes
indicio de tormenta.

Ricardo Madrid Builes (Colombia, 1994). Historiador. Actualmente se encuentra preparando el poemario titulado El rumor de las rocas