Rosa Beltrán

De mis más antiguos recuerdos, uno muy claro fue haber percibido que el mundo se dividía en dos. El de los «hacedores» y el de los «fabuladores». Los hacedores eran los hombres. A ellos pertenecía el reino de los cielos. Ser hacedor era irse a trabajar todo el día, era «tu papá es muy responsable y como es muy responsable no está». Ser hacedor era otra de las formas de llamar al abandono. Mi madre, en cambio, era la fabuladora. A través de ella conocí el olor y el tacto, mis primeras narraciones sobre el mundo, y poco después, el sonido de las cosas. Mi madre era una voz. Un torrente explosivo hecho de muchas voces, propias y ajenas, porque era una excelente imitadora. Su magia consistía en que la persona imitada no se parecía nunca al original, aunque lo recordaba. De algún modo misterioso ella lo hacía surgir mediante un gesto, un rasgo mínimo, que luego transformaba, convirtiendo al aludido en él y alguien más. Alguien que había ganado en interés y en vida con su sola imitación. Mis hermanos y yo nos sorprendíamos de ver que el imitado no era el ser plano y convencional que conocíamos, sino un individuo fascinante que habríamos de descubrir por su boca. Porque mi madre hacía seres temibles del vigilante, el panadero o la empleada de un banco minúsculo, el único que existía entonces por Tlalpan, una suerte de galerón oscuro y gris que se llamaba Banco Internacional y que tenía sólo dos empleados. Por ella sabíamos del destino espantoso de aquel que, ajeno a su suerte, pasaba tocando un silbato en su bicicleta con el fin de espantar a los ladrones; del gallego malencarado que contaba el pan y luego escribía con dificultad, en un trozo de cartón, el precio; de la solterona que sellaba los pagos bancarios con un objetivo de venganza en mente.
Por ella, la vida adquiría un sentido y la gente que nos rodeaba, un propósito, aunque un propósito desastroso casi siempre.
Mi madre hablaba y hablaba. Nada la podía parar. Discutía por todo, ganando invariablemente las batallas. Por la leche que venía pasada. Porque a ella, antes de pagar, le habían dado otro precio. Porque en la calle había tantos hombres y nadie para defenderla cuando alguno le faltaba al respeto. Pero esto último no era verdad. Una vez me tocó ver a un hombre que venía en bicicleta, se detuvo, le dijo algo y le apretó un pecho. Enseguida, un automóvil con dos hombres se frenó. El que iba junto al conductor le preguntó si aquel sujeto le había hecho algo, ella asintió, el coche arrancó y lo alcanzaron. Las dos vimos cómo uno lo pescaba de las greñas mientras el otro lo molía a golpes. Cuando terminaron, nos hicieron una seña. Mi madre se acercó y el tipo le ofreció disculpas. Ella, por supuesto, no se las aceptó.
Oír a mi madre era lo único que tenía y esto valía bien poco. ¿Qué haría cuando ella no estuviera? Lo único que podía esperar era que el mundo se pareciera a lo que ella contaba. Que las palabras dejaran de ser un remedo de las cosas.
Un día, después del desayuno, mi papá nos sentó a los hermanos en la sala y nos dijo: voy a leer, y advierto: haré preguntas. Nos quedamos sentados, muy formales, viéndolo sacar un tomo de la Enciclopedia Barsa, capítulo: El Proceso de la Digestión. Cuando abrió el libro y nos enseñó unas láminas los cuatro nos quedamos atónitos. Lo que vino después fue mucho peor, una lectura incomprensible, y eso mismo, nos dijo, estaba ocurriéndonos en ese momento dentro del cuerpo. Nunca habíamos escuchado esas palabras. No entendíamos, ni teníamos la menor esperanza de entender. Y por eso, gracias a eso, las imágenes verbales se volvieron, de pronto, realidades vivas y el sonido fue por fin una presencia autónoma. Los protagonistas del proceso de la digestión eran los habitantes del país donde yo vivía, resguardada del mundo y a salvo de su chatura. Y me sentí feliz y en mi elemento, al menos durante el tiempo que duró aquella revelación. Primero imaginé una casa sin dueño donde a un portero neurótico llamado Píloro se le iba el tiempo en abrir y cerrar la puerta. El gordo de la historia, de nombre Bolo Alimenticio, se movía dificultosamente por pasillos estrechísimos hasta toparse con Licina quien, al verlo, decidía seguirlo por siempre y para siempre sin necesidad de explicar las razones de su amor extravagante. Estaba feliz, haciendo algo que nunca antes había hecho con las palabras. Estaba aprendiendo a leer. Y a recordar lo que en verdad me marcaría. Y aunque aún no lo sabía, el método y la voz eran el eco de otra voz, y en el acto de interpretar había una sombra. Era mi madre.
Visto el hecho desde hoy podría decirse que entré a la literatura por la puerta falsa. Comencé a leer siendo una mala lectora. Entendía lo que quería, no lo que el libro o el autor pretendían decir. Desde este punto de vista podría objetarse: ¿hasta qué punto es esto leer? Pero también, y más honradamente habría que preguntarnos si es posible leer el mundo de otra forma. ¿Hay algún modo de evitar la mediación, la propia historia, esa interpretación singular que cada uno hacemos del espíritu de una obra? Hoy me doy cuenta de que esa forma de lectura representó para mí el poder de evocar imágenes en ausencia. Fue la posibilidad de dar forma a un mito personal a partir del mero sonido de las palabras.
En la ceguera de nuestras primeras lecturas hay implícita una forma de iluminación. Los límites que tan rígidamente imponemos al significado de una obra nos hacen perdernos del falso pero insustituible deslumbramiento de la primera experiencia, de ese momento adánico en que la palabra es un talismán y el mundo un recipiente donde caben todas nuestras fantasías.
Hoy pienso que recordar, lo mismo que leer, es también la posibilidad de traer a cuento lo que nunca ocurrió pero que pudo haber sido, un momento que justo por no haberse realizado es siempre un presente perpetuo y está condenado a existir de forma irremediable.
Fue escuchando las historias de otros y más tarde rehaciéndolas como supe que mi mente había encontrado por fin su domicilio. Ya que nunca mi vida podría ser tan rica y tan compleja como la de los demás, estaba condenada a vivir de ellos, a tomar sus palabras y volverlas techo y sustento y, por tanto, a llevar una existencia vicaria. ¿Cuál de las dos mentía, cuál era la verdadera y cuál la falsa? ¿Quién sería más yo, la que vivía o la que deseaba? El escritor es el que juega a ser otros; es el que pone en los otros sus verdaderos miedos, sus anhelos. Es la travestista que usa un sustantivo como un traje de dos vistas y dice «escritor» cuando en realidad quiere decir «escritora».
Hasta donde recuerdo, leer y escribir desde este cuerpo implicó siempre un acto de travestismo. Nunca, al leer Metamorfosis, de Franz Kafka, me pregunté cómo podía identificarme con el protagonista, si Gregor Samsa era un hombre y yo una mujer. Lo mismo ocurrió con Jean Valjean, con Raskolnikov o Stephen Dedalus. No obstante, no he sabido que un lector varón se identifique con un personaje femenino construido por una escritora.
Aceptar que mi mundo sería libresco y que mi memoria se limitaría a conquistar páginas impresas con la emoción renovada de quien en cada una se acerca a su Terra Incognita no fue tarea fácil. Con frecuencia oí a mis padres decir: «niña, ya haz algo, deja de leer». Y también, contradictoriamente: «sé tú misma». ¿Cómo podía ser yo una, la misma, y a la vez leer? Y también: ¿cómo podía imaginar sin caer en la tentación de ser otra? Gracias a los libros que tuve y pude leer fui Juana de Arco y me salvé y me morí varias veces, henchida de un sentimiento piadoso y de una enorme compasión por mí misma. Fui alternativamente princesa, mujer vampiro, mártir cristiana y esclava mora. Cuando me cansé de todo esto, fui reina de corazones y mandé cortar varias cabezas. Pero no siempre elegí tan bien a mis fantasmas. Por alguna razón que ignoro, inevitablemente mi Dr. Jeykill se deja matar por Mr. Hyde y en cada lectura de Madame Bovary se refrenda mi imposibilidad de no caer bajo el hechizo de su verdad poética; quizá por eso estoy condenada a sufrir la traición de todos mis amantes.
Vivir a través de otros, deseando y al mismo tiempo temiendo ser esos otros, recordando lo que nunca hemos de vivir, he ahí nuestro drama. Cada vez que inicio un libro o escribo una página, que es otra forma de decir, cada vez que leo, madre, oigo tu voz. Una voz que me confirma que no estoy sola.

Rosa Beltrán (Ciudad de México, 1960). Novelista, cuentista, ensayista y traductora. Estudió la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Es Maestra y Doctora en Literatura Comparada por la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA). Ha sido profesora. de posgrado en Literatura Comparada en la FFyL de la UNAM e impartido cátedra en UCLA, en la Universidad de Jerusalén, en la Universidad Ramón Llull de Barcelona y en la Universidad de Colorado. Fundadora de varias colecciones literarias. Autora de libros como La corte de los ilusos novela con la que obtuvo el Premio Planeta 1995. El paraíso que fuimos (2012), Alta infidelidad (2006), Efectos secundarios (2012), El cuerpo expuesto (2013) y Radicales libres (2021), así como de los volúmenes de cuentos La espera (1986), Amores que matan (1996, versión ampliada 2005), Optimistas (2006) y Cuentos darwinianos (2021), El lugar del estilo en la épica (1997), Sentido y verdad en la cultura literaria posmoderna (2010), El edén oscuro (Alfaguara, 2018), Verdades virtuales (Debolsillo, 2019), Material de lectura. Cuento contemporáneo (UNAM, 2020) y Diario de la pandemia. Marzo 28-junio 30 2020 (UNAM, 2020). su obra ha sido traducida al inglés, francés, italiano, holandés y esloveno. Sus cuentos aparecen en numerosas antologías de distintos países. Miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua desde enero de 2014. En 1994 recibió el reconocimiento de la American Association of University Women (AAUW) por sus ensayos sobre escritoras del siglo XX. ademas le fue otorgada la Beca del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes en 1991, la Beca Fulbright (1993), y la Beca del Centro Mexicano de Escritores (1993). Obtuvo el Premio Jóvenes Académicos de la UNAM en el área de creación en 1997, Premio Florence Fishbaum por su ensayo América sin americanismos en 1997. Y el Reconocimiento Sor Juana Inés de la Cruz otorgado por la Universidad Nacional Autónoma de México en 2011. Actualmente co-dirige, con Mónica Lavín, el programa Contraseñas de Canal 22. En colaboración con otros autores ha escrito El edén oscuro (crónicas sobre Acapulco, Alfaguara 2019), El nacimiento del monstruo (sobre Mary Shelley y Frankenstein, UNAM 2016), El cuerpo femenino y sus narrativas (UNAM 2016) y Jamás despejar las incógnitas en 1968-2018 (UNAM 2018). Recientemente fue nombrada coordinadora de Difusión Cultural de la UNAM, en sustitución de Jorge Volpi. Ha ejercido el periodismo y fue subdirectora del suplemento literario La Jornada Semanal.