Unha punta, unha pedra, un pobo

Gian Pierre Codar Lupo

Quero morrer eiquí. Ser sementado
nesta miña bisbarra.
Finar eiquí o meu cansancio acedo,
pousar eiquí pra sempre as miñas azas.

Celso Emilio Ferreiro

Antes de partir hacia Galicia, el nombre de Burela me era remoto. Una familia me acogió en su hogar, fueron tres mujeres las que hicieron que la vida fuera menos amarga. Había pasado seis meses en Logroño, donde aprendí, como cualquier otra persona, que los amores parten. Esta vez tomé un barco de Barcelona a Génova, me interné en un recóndito pueblo al pie de las montañas en Piamonte, al norte de Italia. Y eso fue todo. Sin embargo, esta no es mi historia, es la de un lugar escondido entre puntas y cabos junto al mar Cantábrico. Su origen está envuelto en el misterio.

Según Narciso Peinado, en la Gran Enciclopedia Gallega, el origen del nombre «Burela» deriva de los 84 telares que dentro de su término jurisdiccional fabricaban el buriel, paño ordinario, grueso, áspero, que solían usar los campesinos (generalmente de lana, de color castaño pardo, azul, encarnado o verde). Y sobre otra posibilidad acerca del origen del nombre menciona que pudiera derivarse de burel, pieza heráldica consistente en una faja cuyo ancho es la novena parte del escudo. Más adelante añade: “lo más verosímil es el topónimo derivado de la boya de corcho con bandera o sin ella, usada en esta zona de la costa gallega”. Pena Domínguez, quien el 29 de septiembre de 1997 fue nombrado Cronista Oficial del Concello de Burela, nos dice que etimológicamente «Burela» pertenece, sin duda alguna, a los derivados de la raíz indoeuropea bher-, bhur-, que como topónimos se extienden por el mundo celta-ligur. Bher- significa, dicho del agua que mana, «hervir», «borbotear».

El yacimiento aurífero conocido desde las épocas prerromanas es el insigne Torque de Burela, que se ubica dentro de la Cultura Castrexa, y data del siglo V a.C. Servía para hacer distinción de poder o riqueza, como objetos de rituales, adornos y ceremonias fúnebres. Los primeros yacimientos de Burela datan de entre los siglos V y VII d.C., y según la museóloga Aurelia Balseiro García, las etnias que se asentaron fueron los Addovi, los Varri Namarini y los Cibarci.

En el siglo XX llegaron lanchas vascas que los pescadores locales llamaron marracanas. En 1931 inició la construcción del primer tramo del puerto. Las olas migratorias empezaron por la década del setenta con gente de Cabo Verde. Era un momento en donde había que buscar marineros de otros sitios, ya que, a nivel nacional, la mano de obra era escasa en el sector pesquero, y los marineros de Burela abandonaron sus actividades de la mar para pasar a las filas de la fábrica de Alúmina-Aluminio (Alcoa). Burela oficialmente se transformó en municipio en 1994. Un dato curioso que Herminia Pernas me comentaba, es que los que pusieron de moda ir a la playa en Burela fueron los alemanes. En todo este tiempo la migración ha seguido con intensidad: en Burela cualquier extranjero es de la familia, parte de la tribu que ya se ha perdido para siempre en las ciudades.

A principios del siglo XXI llegó un gran número de peruanos, entre ellos Pepe Cruz Mauricio, Víctor Luna La Rosa y Karyna Palacios Trelles. Karyna, junto a sus dos hijas, Margareth y Bryana, me brindaron un techo bajo el cual dormir, detalles que nunca se olvidan. Su cabello lacio, su piel que nos recuerda nuestra hermosa morenidad, sus ojos donde se refleja el movimiento de toda una vida de sacrificios y ternura. Soy un hijo más ahora. Karyna es prueba del proceso histórico que ha vivido Burela, llegó a España en el 2008 por reagrupación familiar. En Lima vivía en el Callao. Se separó y ha trabajado en oficios que van desde ayudante de cocina hasta camarera. “Burela es mi hogar, aunque el sitio donde uno ha nacido nunca lo olvida”, me dice. Su sueño es terminar de estudiar. En la carretera que nos lleva hacia Lugo me va contando fragmentos de su vida, el día que llegó, los años siguientes (cuando conoció a Alfonso), la última vez que pudo estar un mes en Perú, que ya habían pasado incontables temporadas lejos, rodeada de ausencias que las agigantan. Se ha mantenido incólume y ha prometido mandarme pescado de vez en cuando.

Margareth, que ya mencioné, es el testimonio de todos los niños que tuvieron que adaptarse a un mundo nuevo, a una lengua distinta. Una niña inmigrante que al crecer fue adaptándose a los procesos, siendo amiga de otros niños y jóvenes que eran como ella, donde ninguna bandera puede imponerse porque en Burela conviven cerca de 40 nacionalidades distintas. Bryana, con quien practicaba mi torpe ajedrez mientras me enseñaba gallego, me ha llamado esta noche. No pude reconocer su voz, pero sí los cuentos que leímos cuando fuimos a sacar su carné en la biblioteca. A veces, la imagino en diez años, hojeando los libros de Manuel María Fernández Teixeiro, de José María Díaz Castro o los de Olga Novo.

Nunca estamos listos para las despedidas, para que una nueva sombra nos vuelva a acoger, otra habitación de triplay, de madera, de cemento o de barro. Y yo nunca estuve listo para irme de Burela. Frente a las enormes rocas donde inicia la playa, Bryana y yo leímos a Maya Angelou, un recital donde solo se escuchaba su voz: “Dame la mano. /Haz hueco para mí / para que pueda guiarte y seguirte / a ti / más allá de esta furia de la poesía”. El viento soplaba, arrastraba a las olas con su violencia, un concierto que generaba Bryana mientras seguía leyendo el poema: “Deja que los otros tengan / la intimidad de / tocar las palabras / y amar la pérdida del amor. / A mí / dame la mano”. Ella representa a la generación que nació en Burela, se ha criado en Galicia y han tomado el gallego como una extensión más de su cotidianidad, a pesar de que sus padres sean de otros países. He aquí la hermosa eliminación de las banderas. Un buen amigo que en casa todos conocemos como Pías, me dijo: “Yo no soy español. Yo soy gallego”.

Víctor Luna La Rosa, creció entre 9 hermanos en Paita, llegó en el año 2000 a Burela, y nunca ha regresado a su pueblo. No ha podido asistir a los entierros de sus hermanos ni de su padre. Conserva varios tatuajes de sus muertos. “Lo más difícil estando en la mar es que sabemos cuándo salimos, pero no cuándo regresamos”, me comentaba mientras sus ojos resplandecían frente a la luz de un televisor en silencio, observando el pasado al que no podrá volver, con el que sueña, el que nos desbarata de resignación. Para finalizar, otra noticia: En la librería Atril encontré una amiga. Mayte Durán, que se casó a los 19 años. Nació en 1967. Burela apenas estaba dividida en cinco barrios. Mayte recuerda los cines que ahora ya no existen, y dice que estaría bien un centro de ocio para la juventud, grupos de lectura, una piscina. Ella, con su hija Amara, me facilitaron libros, conversaciones, una excusa para ser parte del pueblo y recordarme que nunca olvide mis orígenes, que el mundo es un pañuelo. Yo tan sólo espero que pueda vencer el cáncer una vez más para sentarnos a tomar una taza de café y hablar de nuestras culturas. Tendría que decirle a ella y a toda mi familia en Galicia que cada vez que me faltan las fuerzas vuelvo a la carta que me entregó. Burela y la palabra «hogar» aparecen porque, como diría el poeta Díaz Castro: “La luz del mundo es la que arde en una lágrima”.

Gian Pierre Codarlupo (Paita, Perú, 1997). Integra el Círculo Literario Tertulia Cero. Ha publicado el libro Caída de un pájaro en el mar (Universidad Nacional de Piura, 2018) y participado en distintas ferias y festivales de poesía a nivel nacional e internacional. Es parte del equipo editorial de la Revista Mal de Ojo y de la Editorial Conunhueno. Actualmente radica en Madrid.