Delis Gamboa Cobiella

I
César se asomó después de que se alejó la ambulancia. Como una acusación, la mancha de sangre persistía en el asfalto.
El autor del crimen, comentaban los vecinos, seguramente era un rastrero borracho o uno de esos turistas que se creen dueños de la carretera. Alguien aseguraba haber escuchado, en plena madrugada, un frenazo y un grito.
A lo largo del día, con solemnidad y compasión, fue rememorada la vida del viejo. El énfasis le fue adjudicado a los últimos tiempos, cuando los años, la enfermedad y la tiranía del yerno lo doblegaron a la más desgarradora mudez.
En el velorio, César se mantuvo en la zona menos animada del patio, se negó a tomar de la botella que circulaba furtivamente y no le encontró gracia a ninguno de los chistes que aventuraban las lenguas entorpecidas por el licor. Aunque sabía que no iba a dormir, recogió a Nidia y regresó a su casa.
En efecto, dio vueltas en la cama hasta que no la resistió más. Se cercioró de que Nidia dormía y salió afuera. Contempló el corral, al puerco que dormía inocente.
En la mañana había poco movimiento en el velorio. Con facilidad podía reconocerse que no mucho más de una docena de almas había permanecido la noche entera. Se veía en el ambiente menos cara de susto, de sorpresa, que la víspera, como si la muerte ya hubiera persuadido a los vecinos de su realidad infalible.
El llanto creció cuando llegaron el carro fúnebre y los camiones para transportar a los dolientes. Hasta a Fernando se le traslucía un sufrir que hubo quien, con razón, creyó fingido.
Evaristo miraba el féretro:
—No lo merecía —dijo.
César se chupó los dientes, en señal de inconformidad con la vida, el destino o lo que fuera, y estiró el silencio, antes de responder:
—A todos nos toca.
***
Isabel dio la noticia una tarde, mientras comían:
—Venden una casa.
A cinco kilómetros de la ciudad, para la salida de Santiago, quedaba la vivienda. Después de la mínima pausa de un trago de agua, agregó:
—Lo digo porque insisten en vivir solos… Ustedes saben que no me estorban, que aquí pueden estar toda la vida.
Nidia recibió con entusiasmo la noticia. Sin embargo, César evadió el tema durante el resto de la comida. No podía decir que la relación entre Nidia y su madre fuera mala, pero la primera quería disponer de cuatro paredes propias dentro de las cuales pudiera hacer lo que le viniera en gana. Además, y en esto César le daba la razón, el cuarto que ocupaban era demasiado estrecho.
Esa noche, el amor avanzó firme y parejo hasta derrotar los cuerpos. Todavía transpirando, Nidia mencionó el asunto de la casa; debían verla. Tras la protesta de César, ella argumentó que cinco kilómetros no era lejos, en bicicleta se podía ir en breve tiempo.
—Mejor, buscamos una aquí.
—¿Qué tiempo llevas buscándola y no aparece?
—Vamos a dormir, que es tarde.
—No te dejaré dormir hasta que no me prometas que iremos a ver esa casa.
Por resignación, César dijo:
—Está bien, pero si llegamos a comprarla no te enamores de ella. Cuando encontremos una aquí, la vendemos y regresamos.
Isabel se había enterado de la venta de la casa por un compañero de trabajo. A la mañana siguiente se sorprendió de ver entrar a César en su oficina.
—Vine por lo de la casa.
Evaristo, un mulato de copioso bigote, dejó la soldadura para atenderlos. La casa, explicó, era de bloque y fibro, con dos cuartos y un patio grande, donde se podía criar. Tenía, además, un terreno con casi un centenar de matas de naranjas que se extendía hasta la carretera. Fernando, el dueño, no estaba: vendría para el fin de semana.
***
El ímpetu de los carros los empujaba hacia la cuneta. César pedaleó febrilmente, pero no pudo ir más allá de la mitad de la loma. Se limpió el sudor con el pulóver, que se había quitado al salir de la ciudad.
¿Sabes lo que es hacer este camino diariamente en bicicleta? ¿Te imaginas? Nidia, contrario a él —se traslucía en su semblante, en su andar— ignoraba la temperatura del sol. Era como si la ilusión de tener su casa la separara de la tarde opresiva.
Al rebasar la pendiente pudieron ver, a pocos metros y escoltando la carretera, el caserío. César, en sus viajes a Santiago, había pasado por ese lugar sin pensar que alguna vez andaría por allí tras una casa donde vivir. Escrutó a Nidia con desánimo y, sin esperanzas, dijo que todavía tenía tiempo para pensarlo, para arrepentirse de querer ser parte de ese barrio calamitoso.
Hubo firmeza en la voz de ella:
—Si quieres, regresamos, pero yo prefiero ver la casa.
No fue difícil dar con ella, con el rostro acogedor de un Fernando que les señaló los sillones del portal. Sin preámbulos, César explicó el motivo de la visita. Era el de Nidia, mientras escuchaba a su esposo, un silencio activo. Espiaba los gestos de Fernando, intentando adivinar su posible respuesta.
—Mi casa no se vende.
El viejo había llegado sin hacer ruido. Desde la puerta miraba a Nidia y a César con rencor. Apenada, la esposa de Fernando apuró los pasos desde la penumbra:
—Vamos, papá —dijo, sosteniéndolo por los hombros, tratando de conducirlo con delicadeza—; por favor, entre.
—Esta casa no se vende —repitió el viejo—, mientras yo viva, no se vende.
Se alejaron. La voz de la mujer volvió a escucharse llamando a la obediencia, a la sensatez. Hubo un silencio breve y ella regresó ruborizada, intentando sonreír. Su papá… lo perdonarán. A veces, como que se iba un poco… saben… la edad. Luego se disculpó: tenía que regresar a la cocina.
Fernando esperó que la mujer se alejara:
—Ella no quiere entenderlo: en el psiquiátrico es donde debía estar hace rato…
Después cambió de tono para explicar lo concerniente a la vivienda. Nidia, perdidos los ojos en el jardín, pensaba en el viejo.
En el trayecto hacia la carretera, Nidia aún exponía una cara desprovista de entusiasmo. César esperó ganar el asfalto para dirigirle la palabra:
—¿El viejo?
El sol había perdido su fiereza y la carretera en declive hacía menos agotador el regreso. Junto a ellos, cruzaban, veloces e inmaculados, los autos del turismo, los camiones enfermos del transporte nacional, coches turbios y precarios, y las bicicletas que vuelven de los plantíos citrícolas con las parrillas hundidas por el sobrepeso.
—No me perdonaría envejecer —respondió Nidia.
II
Asumiendo un aire de neutralidad, Virgen dijo lo que había rumiado toda la mañana:
—Vino a morir, el pobre.
Aunque el puerco había limpiado el recipiente, César continuó en el corral. Desde allí escuchaba la conversación de las mujeres.
—Estuvo por aquí esa tarde—dijo Nidia.
—¿A qué vino?
Con los días, César había renunciado a la idea de que lo que movía a Virgen era el propósito de meter las narices en su intimidad de nuevos vecinos. Ahora ella era mucho más que alguien con quien sistemáticamente se comparte el café y las noticias.
—Yo no estaba, César fue quien lo atendió.
—Ya descansó, el pobre… A lo mejor fue la conciencia, pero hasta Fernando lo lloró. Él quería meterlo en un manicomio. A todo el mundo, y principalmente a la mujer, él trataba de hacerle creer que el viejo estaba loco. Ella, tan infeliz, no alcanzaba a ver sus macabras intenciones. Ahí, al lado, podíamos escuchar sus lamentos. Varias veces tuve que detener a Evaristo para que no se metiera en esos asuntos. Lo sufríamos, pero no íbamos a resolver nada. Para poder irse, para poder llevárselo, tuvieron que obligarlo a subir al carro. Partía el alma… Cuando ustedes vinieron para acá sentimos un gran alivio, descansábamos al fin de las terribles escenas que a diario se repetían. Esta casa la levantó él con mucho sacrificio… ¿Qué hablaría con César?
***
Otra cosa no podía decirle, reflexionó mientras pedaleaba, a la mañana siguiente, rumbo al trabajo. A Nidia ni a nadie le tenía que interesar lo que hubiera hablado con el viejo.
—Nada —le repitió en la noche, antes de dormir (el dormir de ella, porque él no pudo lograrlo).
La muerte lo desvelaba desde siempre, por lo que había asistido en su vida a pocos velorios: al de la abuela, al de un amigo que se envenenó para unas vacaciones, en el preuniversitario, y a este.
Para que no lo perturbara la cera deprimente en que se convierten las caras cuando el espíritu se aparta, no se asomó al ataúd. Pero esto no le sirvió de mucho: cuando creía que iba a dormirse, llegaba el viejo.
Un largo pitazo lo sacó de sus pensamientos. Del camión salió la voz: “Apártate, cabrón”. Sin dudas era aquella una carretera peligrosa, y debía estar atento, pero no tenían que insultarlo, porque más cabrones eran ellos, que habían matado al viejo.
Dormir bien era lo menos que merecía un pobre tipo que pedalea cinco kilómetros cada día para ir a su trabajo. Pero para eso debía no pensar en el viejo. No pienses más en él, se dijo entusiasmado al ver las primeras casas del pueblo.
Al mediodía, visitó a su madre. Que de allí no tenía que haberse ido, también él lo creía. Y se quedó callado, secretamente dándole la razón a ella, que lo encontraba seco, ojeroso.
Isabel se movía imperativa en torno suyo. No podía permitir que su hijo se destruyera sin ninguna necesidad. Trasladó una silla y se sentó a su lado:
—En sólo quince días mira cómo te has puesto. Tienes que volver para acá.
—Desde el sábado no puedo dormir, eso es lo que pasa.
—¿Dos días sin dormir?
—Fui al velorio del viejo… del papá de la mujer que nos vendió la casa. Lo mató un carro.
—Tienes que recostarte unos minutos.
Puesta de pie y tomándolo por el brazo, ella desestimó su justificación de que tenía que regresar al trabajo. Todavía falta, yo te llamo, dijo, y lo condujo al cuarto.
Poco antes de que el sueño lo tomara, tuvo cierta paz, una alegría inexplicable, como si cuerpo y espíritu reposaran a la vez sobre un lecho ideado para el mutuo sosiego. Era grato reconocerse otra vez dentro del calor, de la tranquilidad de la casa de su madre.
Recordó que, al acostarse por primera vez en la nueva casa, hacía quince días, se sintió mal. Pensaba entonces en que había dormido en albergues inmundos de movilizaciones agrícolas o militares, en casas de familiares o amigos o bajo la fría y promiscua luna de una acampada estudiantil, pero en cada ocasión era algo transitorio, temporal. Esa vez lo abrazaba un sentimiento de ruptura, de abandono; una, aunque opaca, firme tristeza.
Ahora no sabía bien ni en qué lugar estaba, y el viejo, la cara sucia del viejo, apareció de pronto.
—Ya esta no es su casa —le dijo.
El viejo se le tiró encima con violencia, y tuvo que saltar atrás para evadirlo.
Siguió en la cama hasta que Isabel lo llamó para que volviera al trabajo.
***
Sin bajarse de la bicicleta, se demoró rastreando en aquella triste huella. No se sabía aún, al parecer jamás se sabría quién fue el culpable de esa muerte. Podía ser en verdad uno de esos rastreros. No tenía que estar borracho para hacerlo, cualquiera con asco de la vida o alguna rabia podía cometer tamaña atrocidad.
No debía seguir buscando lo que no iba a encontrar. Lo más sensato que hacía era ir a bañarse y esperar que fuera completamente de noche para tratar de dormirse de un tirón hasta el otro día. A Nidia le diría que estuvo en la casa de su madre.
—Ella quiere que vayamos otra vez para allá.
Nidia no quitó la vista de la tela que remendaba, como si no hablara con ella.
—Vámonos —le insistió.
Nidia lo miró con amargura. No le respondió. Se encaminó hacia el cuarto. Desde allá dijo que sólo volvería a la ciudad cuando tuviera una casa propia, que vivir de agregado y apestar eran la misma cosa.
***
El viejo había llegado sin que César lo notara. Cuando se volvió, de pronto, lo encontró a pocos pasos de distancia.
—Volví para mi casa.
Entonces se lo dijo:
—Ya esta no es su casa, váyase por donde mismo entró.
El viejo miró el patio, los naranjos, y le pidió que lo dejara dormir allí, sólo por esa noche.
No podía darle abrigo porque después, tal vez, no quisiera irse. Del otro lado de la carretera vivía una hermana suya, que fuera a molestarla a ella.
—Yo me quedo en cualquier rincón.
—Ya le dije que no.
Le pagaba, rogó el viejo, le daba todo su dinero, era sólo por esa noche. Con ánimo de joder, porque no iba a dejarlo quedarse de ninguna manera, César le preguntó cuánto dinero tenía.
—Cinco pesos —respondió con urgencia.
—¿Dólares?
—Yo no sé lo que es eso.
—Bueno, váyase. Me está haciendo perder demasiado tiempo.
Caminó con pereza, acaso aguardando una palabra, un acto de conmiseración que en definitiva no se produjo. Al cruzar la portería dijo algo que borró un claxon en la carretera. Se alejó por el callejón, sin mirar atrás.
III
Ni por enfermedad ni por ningún otro motivo había faltado jamás al trabajo o lo había abandonado antes de concluir la jornada, por lo que, a pesar del mareo y del sudor frío, cuando le preguntaron qué tenía, dijo sentirse bien y siguió su labor. Sabía que los de los puestos más cercanos estaban al tanto de cada movimiento suyo.
Después del desmayo, aunque repitió que no era nada ni se dejó conducir ante un médico, no tuvo otra opción que aceptar la palmada en el hombro y el consejo de que no siguiera trabajando.
De modo que al mediodía estuvo de vuelta en su casa. Se tomaría un buche de café antes de llamar a Nidia. Escuchaba su voz al lado, en la casa de Virgen.
Buscándole el sabor al café, lo pensó mejor y optó por no llamarla. Que siguiera por allá, antes de que viniera a averiguar por qué había regresado a esa hora. Y se preguntó a sí mismo por qué lo había hecho. Debía haberse dedicado a visitar a la madre o a sentarse en un lugar tranquilo, en uno de esos parques solitarios, antes que volver a esa casa que se le resistía.
—No me preguntes nada —dijo con brusquedad.
—¿Te busco una pastilla para que duermas?
No quería ninguna pastilla. Con tanto tiempo sin dormir, a la noche caería a la cama como una piedra, era lo que ansiaba.
***
Pero no sucedió así, ahora estaba aplastando mosquitos en el patio, pensando en dar un recorrido. Aunque las noches no estuvieran tan infectadas de ladrones por esos días, era aconsejable salir de vez en cuando. Si se levantaba en la medianoche o en la madrugada y caminaba por los alrededores, se evitaba disgustos, ya que los ladrones siempre andaban al acecho.
Por eso, se levantaba cada vez que sentía un ruido y hoy, como además no tenía ni asomo de sueño, decidió apostarse entre los naranjos. Desde donde se ubicó, con buena luna, probablemente hubiera visto la vieja mancha de sangre en el asfalto. Aunque no la divisara, dirigía la vista para allá. Aprovechó una tregua de los carros y salió afuera.
Adivinó el lugar en el asfalto y se agachó. Desplazó las manos, tanteando. Congregados tenía en sus yemas los cinco sentidos. No veía la última huella del viejo, pero la sabía allí, esperando un toque de luz para desperezarse. De infinidad de aguaceros se precisaría para que desapareciera, pero quizás ni así, quizás siguiera eternamente revelando una culpa, una deuda.
Un carro se acercaba, una rastra veloz que a lo mejor no se detendría ante un simple bulto en la carretera. Iba para Santiago, seguramente. César esperó, inmóvil. Negado a dejarse derrotar por la agresiva luz, trató de distinguir la cara del chofer, de ver su reacción ante el pleno juicio de lo inminente.

Delis Mayuris Gamboa (Guisa, Granma, 1976). Actualmente reside en el municipio Jiguaní y es miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Ha publicado los libros El agua en el agua,(2002); El ritual de los perros, (2004); La rifa, (2010); Siempre llega el día (2013) y la novela Lo que no te mata (2016), obteniendo diversos premios nacionales e internacionales en el género narrativo (en este 2021 resultó finalista del Concurso Internacional de Narrativa Criminal Bruma Negra).