Martha Casale

Lejos de todo, en medio de una planicie donde el verde se fundía con un horizonte siempre distante. Allí estaba la casa, rodeada de altos árboles y un camino serpenteado de piedras. Sin vecinos a la vista. Así la recordaba. Con el gallinero en el fondo y la huerta grande repleta de frutillas en verano; con la pileta improvisada y unos pocos amigos que, muy de vez en cuando, venían a pasar el día si hacía calor y no había escuela. Por entonces, vivíamos todos allí, con los abuelos, que nos habían recibido a mis padres, a mi hermano menor y a mí, después de que un incendio hubiera destruido el elegante departamento que teníamos en la ciudad; un espacioso piso, en un barrio residencial, en el que tanto Felipe como yo habíamos nacido, y en el que había trascurrido mi infancia, en deliciosa monotonía, hasta los diez años en que nos mudamos a la finca.
El cambio había sido brutal. Sauce Verde me había parecido el fin del mundo, y debía serlo en realidad, si lo juzgábamos por el aislamiento en que se encontraba el paraje, con su puñado de casas, muy separadas entre sí, y distante varios kilómetros del pueblo.
Un poco por eso, un poco porque siempre consideramos nuestra estadía como un breve paréntesis en nuestras verdaderas vidas —que seguían estando lejos, en otro lugar, con otra gente—, mamá nunca intentó, en verdad, que formásemos parte del devenir de la aldea. Nos llevaba cotidianamente a la escuela en camioneta y nos pasaba a buscar a las tres de la tarde; pero el resto del tiempo, durante más de dos años, lo pasábamos más bien solos. Creo que esa era su manera de lidiar con la tragedia, de sobrellevarla. No terminar de pertenecer al lugar. Solía decirnos que iba a ser por pocos meses, segura de que esa idea nos ayudaría a enfrentar un cambio tan radical en nuestra rutina. Por lo demás, ella y papá a menudo viajaban a la capital para solucionar el problema del departamento, cobrar el seguro, afrontar las reparaciones y los diversos conflictos que el incendio nos había traído con algunos de nuestros vecinos, según Felipe y yo nos enteramos más tarde. Después de esas visitas a la ciudad, papá solía quedarse allí algunos días; en cambio, mamá volvía más contrariada, con menos ganas de acomodarse a la vida de campo a la que se sentía condenada.
Para nosotros, los chicos, no fue, sin embargo, tan difícil amoldarnos; quizás, porque, en algún punto, la casa de los abuelos representaba una aventura: ni bien llegábamos de la escuela, algo distinto nos esperaba, una tarea que el abu José o la abu Mirta habían postergado especialmente para nosotros. Regar, dar de comer a las gallinas, subirse a los árboles a juntar ciruelas, quemar pasto en el pozo del fondo. No es peligroso si no lo hacen solos y es controlado, le aseguraba el abuelo a mamá cuando ella protestaba porque “justo fuego, después de todo lo que le pasó al departamento”. Pero era divertido. Todo era divertido. Las tardes de juego con mi hermano, las charlas con la abuela, las tareas rurales. Incluso, la escuela, con sus chicos de guardapolvo blanco y lenguaje pueblerino; chicos de horizonte cortito, pero abrazo largo y cálido.
Cuando por fin volvimos a la ciudad, yo tenía doce años y, enseguida, empecé el secundario. Nuevos amigos, nuevas obligaciones, casa renovada. Pronto, para todos, los meses pasados en la finca quedaron atrás y ya no hubo ocasión de volver. O, al menos, eso nos dijo mamá, aunque con el tiempo nos enteramos de que había habido una discusión y que ese enfrentamiento, del que apenas sabíamos nada, puso entre nosotros y Sauce Verde una distancia mucho más extensa que los más de quinientos kilómetros que nos separaban.
Diez años después, murió la abuela. Tras una larga ausencia, finalmente hubo un motivo de peso para volver los cuatro juntos a la casa familiar. El entierro fue sencillo, en el cementerio del pueblo. Un coche fúnebre llevó los restos desde la finca hasta allí, en un improvisado y reducido cortejo; pero, apenas llegamos al asfalto, se fueron sumando vecinos y flores recién cortadas sobre el cajón. Me sorprendió ver cómo todos me saludaban con respeto y genuino pesar. Cómo, en algún punto, recordaban mi estancia allí y me consideraban una más del lugar, aunque hubiese estado sólo un par de años, una década atrás.
Después de la breve ceremonia, el abuelo invitó a los presentes a un pequeño refrigerio en la casa. Llegaron en bandadas, amontonados en todo tipo de vehículos. Parecía estar el pueblo entero. Se quedaron hasta muy tarde, bebiendo y contando anécdotas, no sólo de la abuela, sino también de Felipe y de mí cuando éramos chicos y hacíamos travesuras en la escuela. Cosas de pibes de ciudad, decían y se reían con tristeza al recordar, porque esos recuerdos estaban ligados a la abuela Mirta y a un tiempo de felicidad que ya no volvería a ser tan completa como entonces. Nos fuimos al día siguiente, despidiéndonos de todos y haciendo promesas de volver, que enseguida olvidamos. Sólo pasamos por la finca tres o cuatro veces antes de que el abuelo enfermara.
La última vez que lo ví en Sauce Verde, fue antes de que se lo llevase la ambulancia. Nos habían dicho que había perdido la razón, pero también pudo ser la tristeza. Cuando llegué (sola esa vez, porque Felipe estaba de viaje, y papá y mamá no del todo bien de salud) lo encontré sentado en la cocina, la vista perdida en la inmensidad del campo. Estaba en calzoncillos y había un gran revoltijo alrededor. Ropa tirada por el suelo, papeles rotos, platos y cacerolas sucias, apilándose en el fregadero. Los despojos de un hombre solo, pensé. Después, le vi la herida en la sien, con un hilito rojo bajándole por la mejilla sin afeitar y quise acercarme, pero los del servicio médico, que justo llegaron, me lo impidieron. Lo cargaron con dificultad en una camilla, preguntándome si iba con ellos. Asentí, pero entonces el abuelo me tomó del brazo y me dijo:
—No te olvides de la bataraza, que necesita cuidados especiales. Terminá de dar de comer a los animales y cerrá todo. Lo primero es lo primero.
Obedecí. Cuando llegué al hospital estaba muerto.

Martha Casale (Buenos Aires, 1956). Licenciada en Artes y Profesora de Filosofía. Actualmente se desempeña como investigadora en la UBA, así como en la Universidad de Palermo, donde publica regularmente artículos académicos. En su sitio web El espectador compulsivo, escribe crítica de cine y teatro.