Ramos no olvida

Ramón Díaz Eterovic

Arte: Irene Barajas

—Estoy viejo, cansado, pero no olvido —sentenció Ramos y enseguida hizo una pausa para dar una calada al cigarrillo que había encendido más por costumbre que por placer. Estábamos en su bar de la calle Biobío, próximo al Matadero, donde cada mañana compraba las carnes, los quesos y los arrollados que ofrecía a los clientes de su negocio; un lugar amplio, oscuro y a ratos silencioso, como otros que aún quedan en el barrio; tristes sobrevivientes de una ciudad que pocos recordaban y la mayoría veía caer bajo los golpes implacables de las inmobiliarias. Conocía a Ramos desde que yo era muchacho y él un hombre del que se hablaba en voz baja por las cosas que acontecían en su bar: los juegos de cartas, el contrabando de cigarrillos, los papelillos de cocaína y las mujeres que últimamente traía desde Ecuador o Colombia. Recordaba haberlo visto entonando viejos tangos o boleros, acompañado por las guitarras de dos amigos músicos que hacían la ronda diaria por bares y picadas como El Avelino y El Pipeño. Algunos vecinos contaban que Ramos se había ganado la vida tocando piano en los prostíbulos que en el pasado funcionaron en los alrededores de avenida Matta y la calle Diez de Julio. Uno o dos años, nada más, antes de que cambiara de giro y asaltara una sucursal bancaria que lo dejó con suficiente dinero para instalar el bar e iniciar los negocios que le dieron fama y fortuna.

Ramos siempre fue amable conmigo. Tal vez porque sabía que lo respetaba o por mi amistad con Willy, su único hijo, de quien fui inseparable hasta lo del robo a un cajero automático que le costó la cárcel (por la muerte del guardia que no debió estar en el lugar). En el saco de las penas inconsolables del viejo estaba también lo de Sarita, su hija menor a la que todos los amigos del barrio incluimos por lo menos una vez en los sueños más tórridos de la juventud.

—La vida nunca deja de pasar la cuenta. De un tiempo a esta parte, me duelen los huesos y no tengo la movilidad de antes —agregó el viejo Ramos y levantó sus brazos para permitirme que apreciara su cuerpo grueso, desbordado por la edad y los excesos de comida. Vestía un terno azul, arrugado; camisa blanca y corbata negra, de luto, que usaba desde el funeral de su hija.

—¿Es necesario que lo haga? —pregunté.

Galván había sido mi amigo en otra época y le debía varios recuerdos imborrables: el primer cigarrillo, la primera visita a un prostíbulo, el sueño de una vida distinta a la de nuestros amigos del barrio, obligados a trabajar de jornaleros en las construcciones o de vendedores en los buses que recorrían la Gran Avenida hasta llegar al río Mapocho y su caudal de pestilencias.

—Si no quieres o te faltan huevos, me lo dices y aquí no ha pasado nada —respondió el viejo con un claro tono de amenaza en su voz—. Pero recuerda que te di de comer cuando nadie daba un peso por tu futuro. En la vida hay que ser agradecido, muchacho.

—No es eso, don Ramos. Sólo que han pasado veinte años; tiempo de sobra para dejar a los muertos en paz —dije sin reconocer que el nombre de Sarita estaba instalado en mi memoria con la misma insistencia que el deseo de respirar.

—Me propuse esperar el tiempo que fuera necesario, y no me equivoqué. La muerte de su madre traerá a Galván de regreso al barrio. Si tú no lo haces, habrá otro más dispuesto. No olvides que ofrezco una buena cantidad de billetes por el trabajo. En estos días sobran los sicarios colombianos que matan a lo que se mueva por unas monedas.

—Cuente conmigo —concluí mientras tomaba el vaso de cerveza que el viejo había dejado sobre la mesa. La bebida estaba tibia y me costó tragarla.

—Ya sabes lo que tienes que decirle: Ramos no olvida.

—Sólo una última pregunta, Ramos. ¿Por qué no saldó las cuentas en Buenos Aires o a dónde sea que estuviera Galván? ¿Por qué esperar su regreso?

—Soy un sentimental, muchacho. Tiene que ser en el barrio, en el lugar donde nació y murió Sarita. Junto a los suyos; a los que aún la recuerdan.

Asentí y luego bebí un nuevo sorbo de cerveza.

—Y también debes saber que a mí no me mencionas. Lo que suceda es cosa tuya y no quiero líos con la policía. ¿Está claro?

—Sé hacer mi trabajo, Ramos. No soy un chapucero.

—Por eso estás aquí, muchacho. Por eso y por la amistad.

***

Salí a la noche del barrio, a su aroma de pasto regado y fritangas. El viento avanzaba con su silbido fantasmal. Las calles estaban desiertas y de las casas brotaba un sinfín de ojos amarillos y desganados. Ojos de barrio pobre, en los que el alumbrado público seguía siendo la promesa incumplida de los alcaldes. Era tarde, pero no para asistir a un velorio en el que recién estarían sirviendo café y copas de vino. Necesitaba confirmar el regreso de Galván. Saqué un cigarrillo de la cajetilla que llevaba en el abrigo comprado en un puesto de ropa usada del Mercado Persa. Lo protegí entre mis manos y le di fuego utilizando el Ronson que Galván me regaló cuando cumplí los quince años. Una ráfaga de viento espantó el aroma del tabaco. Subí las solapas del abrigo y caminé hacia donde velaban a doña Pancha, la misma casa en la que pasamos muchas tardes escuchando música, estudiando los programas hípicos y hablando de mujeres y dinero fácil. Llegué frente a la casa y, antes de entrar, terminé de fumar mi cigarrillo. Desde el interior se oía el ruido de varias conversaciones en voz alta. Di tres golpes a la puerta y esperé. Berta, la nieta de la finada, me hizo pasar al comedor. Di unos pésames, aprecié la serena compostura de la muertita y salí de la habitación. La nieta me ofreció una copa de aguardiente. Para la pena, el frío o lo que usted quiera, dijo. Bebí en silencio y luego de una pausa para alejar el escozor del alcohol, le pregunté por su tío.

—Enviamos un mensaje a Mendoza —dijo.

—Me habían dicho que vivía en Buenos Aires.

—Hace tiempo se fue de ahí.

—¿Y qué dijo? ¿Viene a despedir a su madre?

—En unas horas más. Hay un bus que llega a las dos de la mañana.

—Me dará gusto verlo.

—Usted y el tío eran amigos desde niños.

—Tan buenos amigos como la vida nos lo permitió —dije, y la mujer me observó algo extrañada, como si acabara de responderle en una lengua incomprensible.

***

Volví a la calle y anduve un par de cuadras por la calle Franklin para aclarar mis sentimientos. Por las noches, el barrio era una boca de lobo. Las vitrinas de las tiendas apagadas, los puestos callejeros cubiertos con plásticos sucios, los rateros esperando en las esquinas a sus ocasionales víctimas.

¿Cuándo se trizó la amistad?, me pregunté mientras encendía otro cigarrillo. Conocía la respuesta, pero no quise profundizar en mis razones. A Galván no le importaba que sus amigos del barrio estuvieran enamorados de Sarita. Sabía que le bastaba un gesto para llamar la atención de la muchacha. Nos miraba para abajo, como si él hubiera nacido en cuna de oro o sido tocado por la varita de la fortuna. Además, primero intuí, y después supe, que Sarita también jugaba con él. Le hacía creer cosas y, mientras Galván se ufanaba de su éxito seguro, ella imaginaba una vida distinta a la que Galván le podía dar. Estoy seguro de que se habría ido con el primero que le hubiera ofrecido apartarla del barrio y de la mala fama de su padre. Por eso, y aunque no conocía los detalles, no me sorprendió el desenlace y no dije nada cuando alguien contó que la habían encontrado en un estacionamiento próximo al matadero: desnuda, violada, muerta. Sentí pena por el viejo. Nadie esperó verlo llorar y menos que después del sepelio saliera de su casa con una pistola sujeta al cinto, apenas oculta por su chaqueta de diablo fuerte.

Buscaba al asesino. Al velorio le fueron con el chisme de que Galván era el último que estuvo con su hija: de noche, solos, a oscuras, en la intimidad de un bar en la calle San Diego, al que sólo llegaban los cafiolos más bravos y algunas putas ojerosas. Los habían visto tomados de la mano. Ramos buscó al supuesto asesino, pidió ayuda, ofreció una recompensa, maldijo a Dios y su corte de ángeles. A la semana, le contaron que Galván estaba en la Argentina. Muchos pensamos que el viejo saldría de inmediato a la caza del asesino, pero nos equivocamos: entró a su bar, pidió que le sirvieran una copa de pisco y se quedó en silencio junto a la ventana principal, mirando hacia la calle, esperando quizás lo que —sabíamos— era un imposible. Al cabo de unas horas, ebrio y cansado, se animó a decir unas palabras: tarde o temprano, el hijo de puta volverá; y yo, Ramos, no olvido. 

***

Después de la muerte de Sarita la vida apagó sus luces, pensé mientras caminaba en dirección al terminal Los Héroes, a pocos metros de la Alameda, que a esas horas vestía su temido traje de sombras. O, al menos, eso fue lo que creí cuando supe de la partida de Galván. Por decirlo de algún modo, ambos apostamos por la oscuridad y, frente a la derrota implícita en esa decisión, nos eran indiferentes los rostros que ella mostrara en el futuro.

Había un par de empleados de una línea de buses que esperaba con adormilada impaciencia al interior del terminal. Pregunté a uno la hora de llegada del bus proveniente de Mendoza.

—Media hora —dijo de mala gana, sin apartar la vista de la pantalla que colgaba de una de las paredes del lugar.

Salí a la calle y me detuve a los pies de un enorme árbol desde el cual podía observar el escaso movimiento del terminal. Consulté la hora en mi reloj y me armé de paciencia. El bus llegó en el tiempo indicado por el empleado. Vi salir a una veintena de pasajeros antes de reconocer su silueta detenida junto a la puerta del terminal. De su hombro derecho colgaba un bolso de lona. Parecía desorientado y sin saber hacia dónde dirigir sus pasos. Salí a su encuentro y me reconoció apenas estuve a su lado. Después del abrazo nos observamos un buen rato en silencio. Me pareció más acabado de lo que esperaba; su rostro lucía arrugado y su mirada acusaba un cansancio definitivo.

—Parece que nos hicimos viejos —dijo, una vez que se cansó de mirarme; luego, sin esperar mi respuesta, preguntó: —¿Qué haces aquí? No me digas que es una coincidencia.

—En el velorio de tu vieja me dijeron que llegabas en el bus de la noche. Pensé que te haría bien encontrar una cara amiga.

—¿Cómo están las cosas en mi casa? ¿Qué tal mi gente? —preguntó en voz baja.

—Tristes, pero tranquilos. La muerte de tu madre se esperaba. Era cosa de días.

Galván me estrechó en un nuevo abrazo. Por un segundo, pensé que advertiría el bulto de la pistola que portaba en uno de los bolsillos de mi campera.

—Estaba seguro de que vendrías —dije.

—No hay mérito en eso. Tenía que despedirme de la vieja.

—¿Qué harás después del entierro?

—Regresar por donde vine. Muerta la vieja, no tengo mucho que hacer en Santiago. Ni siquiera tengo rencores que me aten a la ciudad.

—¿Ninguno?

—Ninguno —dijo, y sostuvo mi mirada sin pestañear.

—¿Podremos tomar algo después del funeral?

***

El funeral transcurrió en calma. No hubo llantos ni muestras desmedidas de congoja. Muy pocos de los asistentes conocían a Galván. Dos o tres se acercaron a saludarlo. Otros lo miraron desde lejos, desempolvando algún recuerdo. A la mayoría, su presencia le resultó indiferente. El olvido es una segunda muerte, quizás la más cruel. Galván caminó tras el ataúd de su madre. Parecía ausente; extraviado en sus recuerdos. Cuando llegó el momento de despedir a la finada, escuchó indiferente las palabras del cura que presidía la ceremonia. Miró a su alrededor, detuvo su mirada en algún rostro compungido, sacó de su chaqueta un cigarrillo ajado que no se atrevió a encender. Observó el ataúd ingresando en la fosa y me atrevería a decir que hizo esfuerzos para contener unas lágrimas. Después beso a la sobrina que había cuidado de su madre, saludó a tres o cuatro personas y comenzó a alejarse del lugar.

Lo alcancé cuando estaba por llegar a la salida del Cementerio General. Anduvimos en silencio hasta el restaurante Quitapenas. Nos acomodamos junto a una mesa y pedimos vino.

—Nunca me perdoné lo de Sarita —dijo de pronto, como si hubiera querido sorprenderme o adivinara mis pensamientos. —Debí quedarme y pagar por lo que hice. Pero estaba enrabiado y con miedo. Muchas veces pensé en volver hasta que me convencí que la mina no lo merecía. Es cierto que era una pendeja de pocos años, pero tenía alma de puta vieja. Sabía que, más allá de las apariencias, ella era la que movía el pandero. Tú lo debes saber tan bien como yo, ¿o me equivoco?

—No lo sé —dije, imponiendo un tono de desgano a mis palabras.

—¿Qué clase de respuesta es esa? ¿Sí o no? ¿Nunca has tenido un amorío que te consuma la voluntad?

—Sí, pero no a ese extremo —respondí y me arrepentí de inmediato de mis palabras.

—No me digas que ahora sabes más que yo de mujeres. No olvides que comiste de mis sobras. —Al principio, sí —dije sintiendo que la rabia dormida comenzaba a despertar después de tantos años.

—Y a ti también la Sarita te removía los sesos.

—A todos —agregué recuperando la calma. —Era linda, joven y le gustaba calentar el mate.

—Te concedo el tanto —dijo Galván, y luego de vaciar su copa, agregó: —Debí conversar contigo en ese tiempo. Pero no, entonces creía saber lo suficiente como para ver bajo el agua.

—Nunca hablamos de lo sucedido en el estacionamiento. Tuve que conformarme con la versión de la policía y los dichos de la gente.

—Ni la policía ni la gente estuvo en mi pellejo.

—¿Entonces?

—Con ella fue distinto desde el comienzo. No era una más de las locas que solían andar conmigo. La amaba. Sarita aceptó ser mi pareja y me hizo creer que estaba de acuerdo con las fantasías de enamorados que inventábamos. Me propuse respetarla hasta que las cosas se hicieran en regla. Conocía al viejo Ramos y sabía que él no aceptaría que pusiera mis manos sobre su hija antes de tiempo. Sin embargo, a Sarita eso parecía no importarle. Al menos al principio, porque después cambió. Tomó distancia y me hizo pensar que guardaba un secreto. Se lo dije en nuestro último encuentro en la calle San Diego. Se burló de mis celos y dijo que era mejor que termináramos nuestra relación. Hasta ahí pude haberla entendido, tragarme la tristeza, qué sé yo.

—Nada de eso justifica lo que pasó.

—Me dijo que había otro, y que ese otro la había llevado a la cama. Yo jamás sería el primero y, si continuaba a su lado, estaba condenado a los celos y la desconfianza. Fue como imaginar el infierno. La ira no me dejó razonar. La agredí y después, cuando la vi rota y magullada, me di cuenta de que no había vuelta atrás y la maté.

—¿Te dijo quién era el otro?

—Se lo pregunté, pero no soltó prenda. Sólo me dijo que se querían.

***

—Supongo que no nos volveremos a ver —dijo Galván—. Voy a buscar el bolso que dejé en la casa de mi sobrina y ahí esperaré hasta que llegue la hora de ir al terminal.

—Quién sabe, a veces la vida nos sorprende.

—Me hizo bien contar la historia que te debía. Y me extraña que Ramos no me hubiera organizado una recepción a su estilo. Estará viejo y desmemoriado.

Nos dimos un abrazo y lo vi alejarse. Pensé en seguirlo y descarté la idea. Palpé mi pistola y volví a entrar al bar. El mozo que nos había atendido me preguntó si había olvidado algo valioso en el bar.

—Nada, amigo —le respondí. —El pasado siempre anda conmigo.

***

Llovía desde la tarde y la vereda arbolada que conducía a la casa de la sobrina lucía barrosa y solitaria. Galván apareció cuarenta minutos antes de la salida del bus. Caminaba cabizbajo, pensando tal vez en sus últimos minutos en el barrio.

Crucé la calle y busqué refugio junto a un árbol. Estaba dispuesto a espantar de mi lado toda idea que me apartara de mi trabajo. Sentí la tranquilidad del barrio que a esa hora comenzaba a sacudirse de la modorra y por unos segundos recordé la imagen de Ramos acodado en el mesón de su bar. Pensé que estaría impaciente, esperando que alguien llegara a contarle la noticia tan esperada.

No sé si Galván se sorprendió al verme. Quizás lo esperaba o no tuvo tiempo de imaginar la traición. Abrí mi chaquetón, saqué la pistola y apunté hacia donde debía estar su corazón.

—Ramos no olvida —le dije, y disparé. El ruido se confundió con el sonido que hacía la lluvia al caer sobre los charcos formados en la vereda. Cerré sus ojos y me dispuse a olvidar la última expresión de su rostro.

Era medianoche cuando entré al bar de Ramos. El viejo estaba solo y sacaba un solitario en su mesa de costumbre. Le bastó un gesto de mi parte para entender que el encargo estaba hecho. Tomó la botella de coñac que tenía sobre la mesa y me sirvió una copa que bebí de un trago. Le pedí mi paga y el viejo sacó de su chaqueta un fajo de billetes arrugados. Fue generoso. Repetí para él la historia que me había contado Galván. También le hablé del primer amor de su hija. Su rostro se puso rígido. Le conté la verdad y lo vi arrojar de un manotazo la botella al suelo. Sonreí antes de sacar la pistola. En el barrio achacarían su muerte a Galván y el círculo se cerraría para siempre. Nadie sabría que yo era el hombre al que Sarita más amaba.

Ramón Díaz Eterovic (Punta Arenas, Magallanes, 1956). Poeta y narrador chileno reconocido por su labor en el género negro —sobre todo, con su personaje el detective Heredia, a quien ha dado vida en numerosas novelas desde La ciudad está triste (Editorial Sinfronteras, 1987)—. Ha ganado distintos premios, entre los que están el Municipal de Literatura de Santiago por El ojo del alma (LOM, 2001) y El segundo deseo (de la misma casa editorial, en 2006), así como el Altazor de Narrativa por La oscura memoria de las armas (LOM, (2008). A la par, también ha ejercido de compilador de cuentos policiacos, colocándole como una de las autoridades del género en Latinoamérica, y un autor leído en países tan distantes como Holanda, Grecia, Portugal, Croacia, Italia y China.