Ana Corvera

Afirma el pensador Jean Chevalier que la luz es el primer aspecto del mundo informal. Por un lado, gracias a ella salimos de la oscuridad de la caverna y desentumecemos las pupilas para asombrarnos con el exterior. Los contornos se delinean gradualmente, cobran estructura y perfilan detalles que, con buena fortuna, alcanzamos a nominar de manera más o menos precisa. Si lo consentimos, lo que habitamos jornada a jornada —animado o inerte— se vuelve cotidiano, invisible, mero paisaje.
Por otro lado, está la luz que se incrusta en la oscuridad intelectual y perceptiva, esa que convida a dejarnos llevar por la abstracción. Por lo que atañe a la palabra, bien pareciera que atender su llamado implica una lucha constante por traer hallazgos a la esfera de las cosas evocadas, novedades fehacientes que borran la inmensidad de la sombra entendida como todo lo que resulta difícil de asir en su completud.
A partir de estos principios podemos leer las 53 piezas que el poeta y traductor Alessio Brandolini curó para la antología bilingüe español-italiano Luce sotto le pietre (Edizioni Fili d’Aquilone, Roma, 2020), Luz bajo las piedras, del poeta mexicano Jorge Ortega (Mexicali, 1972). El volumen no sólo da cuenta de nueve años de creación poética metódica e intuitiva, sino que facilita tender puentes entre Devoción por la piedra, de 2011, y Guía de forasteros, de 2014, títulos centrales de la poesía del autor bajacaliforniano, y el apartado homónimo de la selección, “Luz bajo las piedras”, desconocido antes de 2020.
Desde el texto de apertura, el lector se topa con un entramado que mezcla lo ordinario con lo que se presiente y aún está por des-abstraerse. Una cancha de baloncesto, un vitral, el llanto de un niño o el contacto de dos enamorados en un café de chinos son escenarios donde la luz hace su aparición con ímpetu renovador, descubriendo prodigios y maniobras que acontecen sin que usualmente las captemos.
Para los interesados en Rainer Maria Rilke, esta vocación poética de Ortega es hasta determinado punto similar a la del poeta de lengua alemana. El autor de nacionalidad checa se obsesiona por arrancar vocablos al silencio; no obstante, su tono es personal, melancólico, desgarrado, atraído por lo que oculta la noche. Y, el del mexicano, apacible, meditabundo, poco menos que científico en su afán por registrar los fenómenos de la realidad natural. Son el día y su puntillosa gama de movimientos, aparte de una aguda observación, lo que concede pauta a la escritura, como se aprecia en sugerentes pasajes del poema “Vitral”, reproducido aquí por entero:
Cómo decir los colores
que aún no tienen nombre,
los matices inéditos
que el sol funde y olvida
en tus ojos atentos.
Contemplas lo inmutable con azoro;
no es la medalla fiel de la rutina
o el gusto de saber lo que posees
otra vez donde mismo, no la ciencia
de mirar distinto
lo que no cambia ni se desplaza.
Es lo de afuera, lo que no está en ti,
el lienzo mineral erguido a solas
en la gruta polar de la penumbra;
lo que no ostentas,
aquello que se ofrece de otro modo
y hace la diferencia
embriagando la espera
de interrogación y maravilla.
Renuncia al paradigma
y conserva su lustre,
la piel de las variantes.
El vitral
seguirá ahí, pero el fulgor no siempre
volverá de igual suerte a atravesarlo
para imprimir en la retina
un firmamento de nuevos esmaltes
que no podrás nombrar.
La poesía de Jorge Ortega nos aproxima a las minucias, pues, con exquisitez rítmica, visual y filosófica. Su oficio, por momentos de filiación órfica, no transpira una obstinación romántica por los secretos noctámbulos, como en Rilke, sino una inclinación hacia la forma en que opera la luz a pesar de nuestros deseos. Sí, una luz apta para difuminar y restaurar el mundo, no sin mostrar a voluntad los vasos comunicantes que escapan al logos, así como los rastros que delatan el transcurrir del tiempo, sea en un entorno urbano, escolar, o frente al elemento más vasto de la atmósfera: el vacío, aire radiante.

En Luce sotto le pietre la luz también reinventa en un instante los significados con el hecho de colmar de fulgor un ventanal mientras alguien desayuna a solas en la mesa. Hay entonces siluetas, figuras, bultos que adoptan carácter primigenio en la costumbre al intentar definirlos, mas el poeta sabe que, por más que se esfuerce, la verdad habrá de manifestarse cuando los inquilinos se ausenten de casa y nadie esté para atestiguarla, tal como lo insinúa la inmersión en lo ignoto de “Primera llamada”, citado en su integridad:
Urge contar lo que sucede
no arriba en el lenguaje
y su costra de espuma
sino abajo, donde
la llama se doblega
o tiembla la raíz.
Urge invertir el cono
y denunciar su fondo,
atraer el clamor de las arenas
que la corriente submarina
ondula.
Respira y sumérgete.
Asciende y recupera lo que has visto
para alivio de quienes esperamos
en el espejo de la superficie.
Mucha tinta ha corrido
y seguimos en ascuas.
Alumbra un poco más tu circunstancia,
acerca la linterna a los abismos
para buscar la llave entre las rocas.
Nada permanecerá de nuestro andar encarnado por el mundo. Apenas la memoria que, apunta Jorge Ortega, “… no tiene edad. Inmune a la vejez que nos sostiene, es el manglar de sangre que crece mientras mueres”. Quedar, en suma, a merced de la desmemoria del prójimo o de los demás. Y es que en la obra lírica de Ortega la luz tiene a la par el poder de orientarse en otra dirección y amparar ad infinitum a seres y objetos que invariablemente nos preceden. El poeta traduce este supuesto hasta en un grafiti callejero.
Conforme se avanza en las páginas, nos adentramos en un ámbito más originario en que prevalece la sabiduría natural, para nosotros utópica. La luz se abre campo a través de los árboles y del ínfimo musgo que cubre las piedras de una espesura, componente emblemático de la antología italiana de Jorge Ortega. Su resistencia, la del peñasco, se opone por lo tanto a nuestra vulnerabilidad y entraña un conocimiento al que jamás accederemos.
El poema “Nocturno del Albaicín” nos revela la dureza granítica como un corazón por el que fluye el agua, sangre ligera y profusa que circula por el suelo y el subsuelo y murmura “una serenata primitiva” de la que únicamente participan “las parras y la hiedra oscura”. Y en otro texto, “Numulites”, la piedra retiene el pasado, un olor humano transferido a quien la toca, atesorando las proezas de los antecesores.
Ortega alienta la simbología de la piedra en tres piezas extraordinarias de Luce sotto le pietre: “México: vista aérea”, que nos traslada a una extensión desértica, osamenta de un río, arteria seca de un corazón pedregoso e irregular que debe soportar nuestros pasos y prometer el trance a una bonanza colectiva, por cierto irrealizable: una quimera; “Carrer de la Pietat”, que invita a reflexionar sobre cómo es que, por más que las pateemos, las aceras nunca se desgastan, ni siquiera con el peso de nuestros logros o nuestras angustias, ya que nada es jamás suficiente para dejar huella.
“Parábola de la migraña”, la otra composición, brinda un poema bellísimo que funciona como manual médico. Nos habla de la detonación y el desarrollo de un dolor de cabeza. Los símiles postulan al cuerpo como un dominio con su propio pulso, tambor y tictac resonando sigilosos bajo la piel, aunque en una jaqueca la piedra encarnada, que sí pudiera desaparecer —el organismo—, rueda a costa de los caprichos de la sangre, linfa que duele, colapsa, solidifica y nos inmoviliza.
La tercera sección del índice, denominada justamente “Luce sotto le pietre”, reserva una primicia de factura reciente con su bagaje de referencias a la plaga del Covid-19. Jorge Ortega continúa con el diálogo entre lo consuetudinario y lo que nos trasciende sin aislarse de su contexto. En virtud de la introspección a la que nos indujo la expansión del coronavirus, y en particular a los reportes noticiosos en las horas críticas de confinamiento extremo, nuestro autor construye artefactos verbales que no traicionan su poética en el fascinante tríptico que constituye Luce sotto le pietre, según lo plasman los siguientes fragmentos indicativos del dilatado poema “Efectos primarios”:
Frente a la reclusión del cataclismo
los animales reivindican
su territorio.
Osos, cabras, mapaches,
alces,
cerdos, pumas, coyotes, jabalíes
[…]
descienden o ascienden, incursionan
—para colonizar lo que fue suyo—
en la ciudad baldía, el desolado pueblo
[…]
El ciclamen que aflora sin porqué
revienta el pavimento
y la historia comienza
a reescribirse.
Antes, en el poema en prosa “Discante”, Ortega nos regala un verso clave para inteligir su orbe poético: “es el intraducible palimpsesto de lo que se percibe”. Un dilema genuino sobre el cúmulo de ocasiones en que la luz ha revestido el mismo lugar durante siglos, las veces en que una avenida fue surcada y transfigurada por sucesivas generaciones, mientras en lo individual y finito uno sólo aspira a presenciar y acatar las penurias de la enunciación.
Pese a ello, hay que insistir, el acento de la poesía de Jorge Ortega no es de ansiedad sino de experimentación y raciocinio de cara a la emoción. Si las sílabas no bastan para expresar ni comprender lo presagiado, la postura es de sosiego. Ejemplo: el poema “Oración de la incertidumbre”, cuyas proverbiales líneas cabe asumir como una elegía, un mantra, una entrega serenísima al desasosiego del ahora:
Escribe sin voltear a tus espaldas.
No invoques el camino recorrido.
Que lo fortuito enmiende los errores.
Enfrente la planicie promisoria,
la estepa del trabajo consumado,
el bosque de los lances venideros
que incuban el crisol de lo posible.
Todo está por cumplirse y arreglarse,
nada se quiebra aún y está compuesto,
los yerros se reparan de antemano.
La vida es una tela inacabada,
un cuadro digital que espera siempre
la última pincelada de tus actos,
el retroceso o la resurrección;
testamento minado de sorpresas
y consideraciones de hora póstuma,
programa tentativo, caso abierto.
Permite que la espiga del instante
—inmarcesible nódulo de cuarzo—
conduzca hacia el oriente los caballos.
Ahí te aguarda el alba y su linterna
para contar de nuevo los guijarros.
Publicada en pleno auge de la pandemia, verano de 2020, estoy convencida de que la antología Luce sotto le pietre, o Luz bajo las piedras, es, si no un reencuentro, una incitación para explorar a profundidad la poesía de Jorge Ortega, un poeta que se arriesga a conversar mediante imágenes diáfanas, concretas, sensibles, con un mundo común que se reconfigura con los filtros del pasmo y la curiosidad, la sinestesia y el ahondamiento.
Y es que, en tanto cenamos un cereal frente al televisor, anhelamos que apaguen las luces en la sala de cine o trotamos por los alrededores de un parque, algo ocurre sin que nos enteremos de su callado o imperceptible espectáculo. Algo que nos discierne —incluso en los rasgos o los hábitos de los abuelos— porque nos ha cobijado o inventariado al cruzar por un sitio a lo largo de una era. Lo mínimo sería, en reciprocidad, detenernos a mentalizar esa piedra y esa luz que posibilitan nuestra existencia, aunque nos abracen y abandonen con su amorosa indiferencia.
Guadalajara, México, octubre de 2021.

Ana Corvera (Zacatecas, 1984). Es maestra en Estudios de Literatura Mexicana por la Universidad de Guadalajara y licenciada en Letras por la Universidad Autónoma de Zacatecas. Obtuvo el Premio Nacional para Proyectos Artísticos y Culturales en 2004 y el Premio Estatal de Ensayo Mauricio Magdaleno en 2006. Becaria del Programa de Estímulos para la Creación y el Desarrollo Artísticos en 2007 y 2015. Textos suyos han aparecido en revistas de México, Venezuela, España, Estados Unidos y Colombia, tales como La cabeza del moro, Letralia, Liberoamérica, Nueva York Poetry Press y La raíz invertida. También en las obras colectivas Pensamiento novohispano (Universidad Nacional Autónoma de México, 2006), Dolores Castro, palabra y tiempo (Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2013), El viento y las palabras (La Zonámbula, 2014), Ficcionario de teoría literaria (Texere, 2015) y Palabras vivas: Ensayo de crítica literaria en torno a María Luisa Puga (Instituto Zacatecano de Cultura / Universidad Autónoma de Zacatecas, 2016). Su libro Nocturno corazón de los insectos (Taberna Libraria, 2011) es un híbrido entre narrativa y poesía. Fue docente de la Academia de Escritores en Venezuela. Actualmente colabora en el programa “Cuenta Conmigo” de Televisión Educativa y es asesora del Coloquio Internacional “Voces desde el llano”.