La escritura como experiencia estética

Gabriel Maya

Arte: Mariana González

La escritura hace del lenguaje una de las
experiencias estéticas fundamentales.

Algunas palabras viajan desde un estrato de la vida a otro. Por ejemplo, ¿qué carácter posee el término «estética» para ser usado en los contextos más variados, incluso distantes de la filosofía, que le da origen? Más allá de su naturaleza polisémica, tal vez deben poseer algo de sentido ininteligible o el eco de su sonoridad resuena en el tacto con que se abraza a otras palabras, quizá sea por algún latido melódico de memoria. Esa célula verbal se traslada a nuestro torrente sanguíneo y sentimos que anda en alguna parte del cuerpo. De pronto se detiene en la yema de los dedos, en las pupilas o alguna otra de las ventanas sensoriales, incluida aquella sutil del pensamiento. ¿Qué mejor concepto que «estética» ejemplifica la dispersión que recorre a la vez nuestra sensibilidad, inteligencia e intuición?

El término (creado por Alexander Baumgarten hacia 1750 como título de su libro Aesthetika) trascendió la gramática de la filosofía a la plasticidad de la vida cotidiana; ligado de inicio a la teoría del arte y de lo bello, se propagó a la piel fraseológica de la percepción. Veamos la película verbal de aquel instante. Debido al efecto estético, el autor (todos y cada uno) configura arduamente (agradezco a Borges este matiz adverbial) sus ideas con los cuadernos de escritura abiertos, ansiosos de la humedad de la tinta. De pronto, el neologismo cristaliza. La palabra se revela como toda creación; es una obra. Comienza a vivir en los sentidos y en el lenguaje. El instante en que la pluma dibuja la última letra y las pupilas se abren ante una nueva irradiación, el instante se suspende. El escritor en cuerpo y alma pasa a un estado de impresión detenida. Cierra los ojos para percibir mejor el concepto recién creado. La sensibilidad parte ahora de la palabra escrita hasta todos y cada uno de los sentidos que la leen.

La escritura, como experiencia estética, anima mundos. Chantal Maillard, en La razón estética, nos revela que:

Al margen de este sentido restringido, lo estético ha de ser entendido correctamente a partir de su etimología: aisthesis (αἴσθησις), que significa sensación y sensibilidad, y atañe, por tanto, a los modos de percibir. Designa tanto la capacidad de aprehender la realidad a través de los canales de la recepción sensorial como las categorías de la sensibilidad que son activadas en esa recepción. La experiencia sensible, en efecto, ha de ser representada para adquirir sentido, ha de historiarse para hacer «mundo».

Después de todo aesthesis (del griego a la aldea global) significa sensación, percepción, conocimiento. Extendida más allá de la filosofía, en particular, aquella que ahonda en las obras de arte, establece vínculos con cualquier ámbito de la vida. Su eficacia reside en su fuerza de contagio y atracción por la que se relaciona con múltiples ideas y acontecimientos.

¿Puede el uso de ciertas palabras ubicarnos cerca del asombro inicial que desencadenó la filosofía en sus orígenes o acercarnos al estado de excepción (de acuerdo con Paul Valéry) que provoca la creación poética? Cuando el término estética se aplica fuera de su teoría original, algo del gesto creador ante la intensidad de la página recién escrita, permanece como significado latente. Primero porque los actos de sentir, percibir y conocer han quedado fusionados en una misma palabra. Esto es una de las formas en que la realidad se integra al lenguaje: con las palabras conocemos lo que nombran y cómo lo nombran. Más sorprendente es que con ellas mismas percibimos y sentimos. Aisthesis también significa producir una percepción, ser percibido o hacerse perceptible. El lenguaje, entonces, produce percepciones; con él nos hacemos perceptibles y percibimos a otros. Segundo, porque denota, más que un acercamiento a la belleza (porque lo bello es tan movible de acuerdo con criterios de época y lugar) una elevación de lo cotidiano a un nivel, por decirlo así, artístico.

La estética implica además detener la percepción, retardar su fugacidad. Algunas experiencias quedan atrapadas en el cuerpo. No las deja ir así de pronto; les permite extenderse dentro de sí, en un instante que crece y crece adentro de nosotros. Imagino que nombrar las sensaciones es como extender la piel hasta otros límites de la sensibilidad táctil y llegar al espejo de la caricia, e implica un esfuerzo supremo del lenguaje, porque se trata de un alejamiento de las impresiones sensoriales o intelectuales primarias para, así, poder referirse a ellas, para tocarlas a distancia sin dejar por ello de sentirlas.

En el acontecer diario encontramos abundantes adjetivaciones como: figuras «estéticas», con referencias múltiples al cuerpo, a la silueta de algún animal, a la quietud de una flor; movimientos «estéticos», por ejemplo, en disciplinas deportivas (recuerdo a un entrenador de fútbol americano, deporte que practiqué varios años, que nos motivaba a ser «estéticos», a la hora del juego. ¡Qué mayor ejemplo de expansión de la estética que usarla en un deporte!); mobiliario «estético»; diseño «estético» de automóviles, sólo por mencionar algunos casos. Existen, además, abundantes frases en que se usa como sustantivo, por ejemplo, la «estética» urbana, la «estética» del discurso, lo «estético» de la naturaleza, entre otros. Como adverbio puede asociarse a casi cualquier actividad, es decir, que cualquier verbo, por ejemplo, bailar, construir o andar, son acciones que pueden desarrollarse «estéticamente». 

Bajo tres tipos de palabras funcionales las combinaciones son infinitas. Todas ellas indican una percepción no automática, exigen algo más de los sentidos en su recepción primaria y se trasladan a juicios subjetivos o apreciaciones personales convertidos en lenguaje. Estéticamente, ahondando en su fundamento adverbial, es una de las motivaciones ocultas de muchas de nuestras actividades. Si profundizamos en su otro aspecto calificativo, los adjetivos resultan los juicios más profundos y personales, tan íntimos como las propias sensaciones; es decir, son el reflejo gramatical más hondo de la percepción. Adjetivar es un acto particular de apropiación del mundo. Los adjetivos, reconociendo la esencia orgánica del lenguaje, representan los órganos de los sentidos. Con ellos, de acuerdo con nuestra sensibilidad individual, calificamos la realidad; asignamos cualidades a los hechos nacidas de la piel más profunda en que se abrasan el lenguaje y la mente.

Por otro lado, existen algunas construcciones lingüísticas que logran esa cualidad de percepción prolongada que provocan las obras de arte, sin que se hayan pensado en principio como tales. Encontré (debido a la estética del azar) algunos ejemplos singulares de este modo de adjetivación, de imponer a la realidad una máscara semejante al rostro que percibe. Kafka escribe en su diario algo sobre un «deseo no estético». Kierkegaard, en Temor y temblor, explica el «estadio estético» y Pessoa hace referencia a la «contemplación estética».

Ahora siento –escribe Kafka–, y lo sentía por la tarde, un gran deseo de arrancarme escribiendo todo este estado de desasosiego y, así como viene de las profundidades, hundirlo en las profundidades del papel, o bien dejar constancia escrita de un modo que me permitiera incorporar lo escrito íntegramente en mi interior. No se trata de un deseo estético.

Hay que agregar a lo anterior lo hallado en Kierkegaard respecto a aquél que vive en el estadio estético, el cual se tiene que superar para lograr un desarrollo pleno, pasando al ético y, finalmente, al religioso:

El hombre contempla el mundo sin comprometerse con nada, viviendo la pura momentaneidad para evitar el ingreso en el devenir temporal. El hombre existe, y se acepta a sí mismo como existente, ya que el instante no deja de ser tiempo, es más, es la forma más radical del fluir del tiempo, es pura fugacidad.

Para cerrar estas evocaciones, la anunciada de Pessoa en el Libro del desasosiego:

A quien, como yo, así viviendo, no sabe tener vida, ¿qué le queda sino, como a mis pocos pares, la renuncia por modo y la contemplación por destino? (…) Sabemos bien que toda obra tiene que ser imperfecta, y que la menos segura de nuestras contemplaciones estéticas será la de aquello que escribimos. Pero, imperfecto y todo, no hay poniente tan bello que no pudiendo serlo más, o brisa leve que nos dé sueño que no pudiese darnos un sueño todavía más tranquilo. Y así, contempladores iguales de las montañas y de las estatuas, disfrutando de los días como de los libros, soñándolo todo, sobre todo para convertirlo en nuestra íntima sustancia, haremos también descripciones y análisis que, una vez hechos, pasarán a ser cosas ajenas que podemos disfrutar como si viniesen en la tarde.

Lo paradójico de los tres casos es la escritura: como estado excepcional de percepción, se refiere a aquello no literario y termina siendo literatura en algún grado. La forma escrita intensifica aquello que se siente, al contrario de disolverlo. La escritura de Kafka y de Pessoa es toda una sustancia estética que, por igual, conforma al sujeto empírico que al escritor; incluso cuando es negada (escribir para arrancarse el desasosiego como un deseo no estético en Kafka). La negación de la intención literaria es en realidad una especie de confirmación.

Kierkegaard reafirma lo estético como el estado primario del cual hay que alejarse porque tiene que ser superado; sin embargo y muy al contrario de lo que plantea su teoría, la forma en que está escrito Temor y Temblor, le confiere una carga estética, incluso literaria. La experiencia del recorrido de todo ser humano, de acuerdo con sus postulados, desde la estética hasta su elevación religiosa final, pasando por el estadio intermedio de la ética, culmina con el acto de una presentación estéticamente elaborada al escribirla. El ciclo culmina con la escritura.

Se inventa un ritual iniciático de fuga hacia el artificio; hay que pasar la prueba del distanciamiento más allá de la percepción. Las palabras son el puente que llena de sentido el recorrido. En la vida cotidiana, lo estético sería uno de los estados temporales ideales que cada ser humano quisiera extender. Es la aspiración nunca consumada de conservación del estado perceptivo pleno. Con respecto al arte, el estado estético aparece, quizá, como el punto de partida. Los escritores actúan estéticamente para desvincularse de sí mismos.

La paradoja estética de Kierkegaard es que el estadio religioso, la finalidad de la vida, devuelve el hombre a la incomprensión objetiva ante lo demás. El conocimiento y la percepción religiosos son tan individuales como las propias sensaciones. Cada ser se religa con Dios de acuerdo con su propia hipersensibilidad lingüística; es decir, con sus propias palabras y sus propios sentidos. Kafka habita de inicio en esa simulación que nadie siente igual que él; escribe casi desde el absurdo; desde el otro lado exclusivo de su insensibilidad. En el sentir cotidiano, la experiencia estética vincula al espectador con algo más, sale de sí mismo hacia otro, pero sin la conciencia del regreso trágico de las palabras a la realidad original transformada una y otra vez. En la contemplación sucede un abandonarse. Pessoa redobla con las palabras el efecto de la contemplación estética del lenguaje.

La «razón estética» –de acuerdo con Chantal Maillard– es una actitud que permite dar cuenta de la comunicación, a nivel sensible, de todos los elementos que intervienen en los sucesos que forman esa trama a la que denominamos «realidad», consciente, quien adopta dicha actitud, de que la realidad no es lo otro que ha de ser aprendido, sino aquello en cuyas confluencias nos vamos creando. Por ello, el ejercicio de la razón estética es ante todo una manera de autoconstruirse.

En conclusión, el significado polisémico de las palabras carga de tal sentido la propia reflexión sobre ellas y crea una nueva capa en el sujeto de la estética. El órgano espiritual del lenguaje es la variación semántica. ¿Se puede pensar la pasión sin ningún tipo de apasionamiento? El pensar resulta un acto estético y la escritura es el recorrido por el que se traslada la sensación hacia otra que lleva el signo de la intensidad del artificio. En otra dirección, ni la literatura y menos la filosofía están tan alejadas de la vida cotidiana; basta una palabra para comprobarlo: aesthesis. Con la estética en la piel de las palabras, surgen efectos de frases como “sentir las ideas”, “conocer mi modo de pensar”, “percibir mi existencia”.

Aclaraciones bibliográficas

a) Maillard, Chanta, La razón estética. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2017. Chantal Maillard nos recuerda que, en los objetos del mundo actual, el valor de los objetos, incluso los artísticos, nos es dado como un culto; como espectadores, receptores estéticos, ya no lo construimos. La estética demanda, entonces, recobrar el acto de valorar lo percibido.

b) Abbagnano, Nicola, Diccionario de filosofía. México: Fondo de Cultura Económica, 1996. La obra de Baumgarten “sostenía la tesis de que el objeto del arte son las representaciones confusas, pero claras, o sea sensibles, pero «perfectas», en tanto que el objeto de conocimiento racional son las representaciones distintas (los conceptos). El nombre significa precisamente «doctrina del conocimiento sensible».”

c) Kafka, Franz, Diarios (1910-1923). Barcelona: Tusquets, 2000. Los diarios de Franz Kafka son tan literarios como el resto de su obra. La autoficción elaborada es todavía misteriosa para la teoría literaria. El autor como personaje se desdobla en cada página. Y cada hoja de papel es una extensión de la piel a un límite soportable de sensibilidad.

d) Kierkegaard, Soren, Temor y Temblor. Madrid: Tecnos, 2000. Temor y Temblor ocupa un lugar literalmente ambiguo entre la filosofía y la literatura. Aunque sigue en la tradición platónica que percibe el peligro del arte, poético o cualquier otro, para la sociedad. La estética es tan seductora que, por lo mismo, o se destierra de la República o se aleja de ese estado. Ambos autores son tan literarios como a aquellos que critican y terminan escribiendo la condena literaria a lo estético.

e) Pessoa, Fernando, El libro del desasosiego de Bernardo Soares. Barcelona: Seix Barral, 1997. Fernando Pessoa es una cumbre en múltiples sentidos. El heterónimo Bernardo Soares, quien escribe el Libro del desasosiego, es tan poeta como Alberto Caeiro, Álvaro de Campos y Ricardo Reis, aunque finge ser sólo un contemplador de la poesía de la vida cotidiana.

Gabriel Maya (Ciudad de México, 1969). Estudió Lengua y literatura hispánicas y una Maestría en Letras Mexicanas (en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM). Ha publicado el libro de poesía Palabras semejantes y fue el IV Premio de poesía para universitarios Benemérito de América (por parte de la UABJO). He colaborado con poemas en Periódico de poesía, Punto de partida (de la Dirección de Literatura de la UNAM) y en Lepisma, de la Universidad Veracruzana.