Al fin y al cabo

Andrés Felipe

Arte: Persefone

Siendo las tres y media de la madrugada, José Jacinto metió los pies en las botas, se puso su ruana tiesa para paliar el helaje, cogió la linterna de petróleo, y sacó el machete de la vaina, por el hecho de que las brujas, duendes, espantos y demás, joden a esas horas, mas no porque lo necesitara para los fines que le hicieron levantarse antes que las gallinas. Se hizo la señal de la cruz y sigilosamente comenzó a abandonar el cuarto. Pero las tablas no sólo crujen con el sol, sino también por las puntillas mohosas, lo que despertó a Rosa Elvira, su esposa.

—Mijo, no olvide que son tres: la carioca, la saraviada y la gallineta para ajustar —dijo la esposa.

—Sí mujer, ayer lo dijo todo el bendito día —replicó José Jacinto, y no tanto porque su mujer le tomara por bobo, sino porque al haberla despertado se le iba a hacer más largo el día, además de la cosita aquella, más bien rabia, que da tener que levantarse con sueño.

—Pero usted es porfiado para hacer todo lo contrario —inquirió la mujer despachándolo de tajo.

Cruzó el corredor de chambrana que da al patio, corrió el plástico negro, alzó la linterna y ahí estaba como centurión ante las tres Marías —la carioca, la saraviada y la gallineta—. Así no razonen, todo encargado de dar sentencia se ve atravesado hasta los sesos por la mirada del sentenciado, como si ellos supieran, y como si uno tuviese la culpa. Sin aguantarles mucho la mirada les dijo:

—Si por mi fuera, ustedes se morían de viejas, así no pusieran ni huevos, pero uno es el jefe del hogar en todo lado, menos en la casa. Misiá se puso de buena gente a ofrecer el almuerzo para el nuevo cura que viene al pueblo… vaya gracia. Si llevamos tantos años sin cura, que ya ni falta hace, pero desde que llegó esa bendita carta a la alcaldía, diciendo que su excelencia, el arzobispo, y dios nuestro señor enviaban un pastor a cuidar a su rebaño, este pueblo se puso patas arriba, y entre tantos damnificados están ustedes. Pero les prometo que no voy a probar bocado. Y les juro, y el de arriba sabe que sí, que intenté vender unos colinos de plátano para evitar esta tragedia, pero nada, no hay quien compre ya, y donde La Mula, debo lo suficiente como para ir de cara dura a pedir muslos de pollo para el almuerzo del padrecito. Es más, pasé donde el arrogante de Eladio a pedirle prestado, pero me despachó con la mirada sin pronunciar palabra… líchigo ese —terminó diciendo con ironía y con cierto aire de rabia José Jacinto.

Ya estaba clareando el día cuando había terminado su penosa labor, que no culminó antes por su mea culpa y golpes de pecho, que sólo retardaron las tres vueltas al pescuezo y el tirón en seco de las condenadas a la olla. Regresó a la casa con las futuras desplumadas y puso el café a colar, para que le ayudara a bajar el amargo. Rosa Elvira ya estaba colocando el agua en el fogón y fue ahí que José Jacinto aprovechó, porque el nudo seguía en la garganta.

—Mija, ahí está el encargo, pero en serio que no era necesario. Viendo que el alcalde de seguro lo invita a almorzar, hasta le dejarán la comida servida.

—Déjese de bobadas, ahora se va a hacer el triste por tres gallinas que no teníamos con que seguir alimentando. Además, hay que hacer sentir acogido al padre que va a llegar a enseñarle la palabra del señor a este pueblo descarriado, que se olvidó que arriba está el Señor que lo ve todo.         

—Pues yo no dejo de rezar mis oraciones, con cura o sin cura. Y se acordará de mí que, detrás de las homilías, van a hacer bautizar a todos los que no se han bautizado en los últimos diez años, a casar a los que se rejuntaron y a volver a hacer las misas de difunto y, al cabo de un año, de todos los que están acostados. Detrás de lo uno va lo otro, que vayan metiéndose la mano al dril.

—Por Dios, José Jacinto, acuérdese que hablar mal de un sacerdote es pecado mortal —sentenció Rosa Elvira—. Vaya más bien por el revuelto.

El otro salió rebuznando, pero haciendo caso e insistiendo en que Dios no manda a aguantar hambre por hacerle fiesta a un cura, que voto de pobreza y no sé qué friega, decía en voz alta, hablando solo. Mientras tanto, su mujer se esmeraba por hacer su mejor plato, para bien y gloria del señor. Además, tenía que salirle al paso a los panes caseros de doña Rubira y a los tamales de misiá Bertha, que tenían nombre y renombre en el pueblo.

Entre un embeleco y otro, llegó la hora de bajar al pueblo porque era domingo, día del Señor, y después de mucho tiempo se volvería a oficiar misa. Cada quien se puso su mejor prenda, se volvieron a planchar camisas y a poner todos los botones, las faldas salieron de los armarios y los mejores platos de los bifes. En un santiamén estaba la tarima de bienvenida alzada y los manteles más pulcros ondeaban a su antojo; sobre las mesas parecía tener lugar un festival gastronómico nunca antes visto, ni muchos menos degustado por los arrieros y labradores del pueblo. A lo lejos, comenzaba a verse la humareda del tren, tan blanca como las camisas de los niños que se sentían como perro con gusanos de tanta galanura.

Más tardó la pasión de Cristo que el tren en arribar. Todos estaban a la expectativa. Las señoras, entre ellas Rosa Elvira, con camándula en mano y el corazón casi fuera del pecho, miraban impacientes la puerta pequeñita; unos más agudizaban la vista en las bisagras para anunciar si empezaban a girar. La nube de vapor que adornaba el tren comenzó a desaparecer, la bisagra comenzó a girar después de tanta mirada chismosa. Alguien abrió la puerta y cuando menos se pensó, la punta de un zapato negro en cuero de cabrito y bien lustrada asomó hacia el primer escalón; luego, le siguió la pantorrilla, la rodilla, y la figura del nuevo cura del pueblo.

Descendió el primer escalón y dando el paso hacia el segundo se le enredaron los pies, y fue de bruces contra el empedrado recién puesto para adornar la estación del tren. Avemarías, padre nuestros y señales de la cruz fueron lanzadas en ráfaga, hasta un madrazo de un inoportuno, pero válido para semejante susto. El señor cura, con la cara estampillada contra el suelo, no se movía. Su tez fue pasando de pálido a sepulcro y, como presagio de un profeta de mal agüero, el pueblo que llevaba sin sacerdote diez años, seguiría sin él. No cuenta que la arquidiócesis haya mandado al nuevo padre del cual sólo se supo el nombre a la hora de hacer la lápida, porque no alcanzó a pisar suelo firme.

José Jacinto vio toda la escena desde atrás de la tarima, porque aún seguía dolido por sus gallinas y, ante semejante cuadro, en el cual todos estaban atónitos, su mujer triste (¿por la muerte del cura, porque no alcanzó a probar su sancocho o porque ya no había juez para determinar quién había preparado el mejor plato?); ahora era embargado por la ira, la rabia y el desconsuelo, pues había matado a sus tres gallinas por nada, y ya no había cura que le perdonara el crimen.

De todas formas, sintió cierto aire fresco porque no tenía que confesar más de una cosa, al igual que más de un pecaminoso que estaba vestido de moño y guayabera. Los rejuntados seguirían sin matrimonio, los difuntos seguirían en el cielo o el infierno según hubiesen obrado, y ya no tendrían que bajar al pueblo para su santa sepultura. Más de una viuda ya no tendría que confesar que no quería a su fallecido esposo, ni que tenían envidia de tal o cual.

Eladio, que la estaba viendo negra hasta hace un rato, seguiría siendo un viejo vivaz y usurero a sus largas y a sus anchas, y la carnicería La Mula, que no era sólo de nombre, continuaría vendiendo carne de dudosa procedencia (porque si no había cura no había pecado que confesar).

Ahí fue que José Jacinto. para no callar su rabia, dijo duro que, al fin y al cabo, si no hay cura, pues no hay fiesta, y que dios lo reciba en su santa gloria, porque alguien tenía que pronunciar los sagrados misterios. Y fue tras esa sentencia que todos lo miraron al principio feo, pero a sabiendas de que tenía la razón. La multitud que estaba pasmada mirando al cura todavía se comenzó a dispersar. Y ya que había comida para dar de comer hasta a los muertos, cada uno se fue sirviendo. Como no había misa de doce, los señores barrigones que estaban haciendo una fuerza inhumana para respirar, se sacaron la camisa, los niños no tuvieron miedo de ensuciar la ropa y se pusieron a corretear de un lado para el otro. José Jacinto le dijo a Rosa Elvira que, así haya muerto el señor cura, no iba a comer del sancocho hecho con sus tres gallinas, que ella vería qué hacía con la comida. Se ajustó el sombrero y se fue directo al Viejo Almacén, y con los tres pesos que tenía para la limosna de la misa —porque todavía era temeroso del Señor— se pidió un trago de amargo y dos canciones.

Andrés Felipe Piedrahita Bermúdez (Risaralda, Colombia, 1993). Escritor. Se graduó como ingeniero industrial y gusta de la lectura y de la escritura.