José Díaz Jiménez

1947. Bajo el árbol de su infancia escuchaba en su mente I’ll never smile again mientras aparecía en sus recuerdos ella. Con los ojos cerrados podía verla mientras bailaba. La joven Kharla Belsen era la única estrella de su cielo. Le parecía extraordinaria, sólo la había visto unas veces antes de que su voz y lo divino de sus atuendos le hicieran no pensar en nadie más. Ni siquiera se atrevió a mirarla demasiado por no parecer atrevido. No pudo contener las ganas de besar su mano cuando la tuvo frente a sus labios y enmudecido quedó al verla junto a aquel militar que llevaba un parche en el ojo. Por el momento no era capaz de otra cosa que vivir enamorado sin esperanzas.
Ahí, en su lugar favorito, las hojas del manzano viajaban con el viento hasta su cuerpo tendido sobre las raíces. El tallo de una flor silvestre reposaba entre sus dientes mientras le arrancaba los pétalos que decidirían su suerte.
—¡Henrich! —le llamó su padre desde la carreta jalada por dos caballos negros.
De un salto, se puso en pie. Acompañar a su padre al pueblo sólo le indicaba una cosa: esa tarde podría tener la suerte de verla. Así, el joven de veinte años dejaba su descanso habitual.
—Padre, ¿qué noticias hay desde el otro lado del muro? —preguntó el joven con el rostro preocupado.
—No mucho, hijo, se rumorea que los Hoilbert fueron todos asesinados a balazos al intentar cruzarlo. La situación es difícil, por el momento sólo podemos esperar a que la cortina de sangre que cayó sobre nosotros desaparezca por voluntad propia —puso una mano sobre el muchacho y, mirándolo con ojos que temblaban, le suplicó no intentar alguna locura.
—Padre, sé que estás preocupado, pero mi deber está a tu lado, no pienso hacer algo de lo cual pueda arrepentirme. Ya tuvimos suficiente con todo lo pasado durante esta guerra.
El viejo Gaudiner, aliviado, apresuró el paso de los caballos y ambos se alejaron de la casona a todo galope. Como siempre, los recibía el letrero lleno de impactos de bala y la zanja dejada por uno de los tanques. Sin muchas personas en las calles, la ciudad aparentaba ser más fantasmal que otros días.
—Alguna unidad de soviéticos seguro está por acá.
—Es lo más seguro, hijo. Mira, ni la señora de los panes se encuentra en su lugar. ¿Tienes tus documentos contigo?
—Sí, padre, siempre los llevo —se apresuró a contestar.
—Perfecto, esperemos salga todo bien.
Unas cuadras antes de llegar a la tienda del señor Shmelzer, apareció unos de los oficiales. Con señas y en un idioma que ambos no podían entender les indicó que sacaran su documentación. Luego aparecieron otros que revisaron los envases de la carreta sin preguntar. Estaban armados y el uso de la brutalidad era costumbre, lo más sensato era permanecer en silencio y dejar que tomaran lo que fuera necesario.
Al pasar el mal rato, se dirigieron hasta su cliente que los observaba ya desde lo lejos.
—No son muy buenas —dijo el señor Shmelzer.
—Bueno, viejo amigo, pudiste verlo. Sólo Dios nos puede salvar de estos malos tratos perpetrados por los que dicen protegernos.
Al joven Henrich se le dibujaba el disgusto en la cara, pues muchos madrugones se pegaba su padre para que le arrebataran de esa forma el trabajo. Sin pensarlo mucho, se lanzó de regreso hasta donde cuatro soldados disfrutaban de las bebidas robadas. Luego de unos segundos de discusión sin entendimiento alguno por ambas partes uno de ellos le apuntó con el fusil. Otro lo bajó y con el suyo le propició un golpe en el estómago con la culata. Estaba arrodillado en el piso cuando su padre, que apenas podía correr, llegó junto a él. Ambos fueron golpeados sin poder responder, se encontraban en desventaja. Desde las ventanas, varias personas temerosas eran incapaces de intervenir por lo que los azotes se alargaron durante unos pocos minutos más. Al fin los dejaron marchar. Mientras los abusadores alardeaban entre ellos quién había dado el golpe más fuerte, padre e hijo con heridas abiertas intentaban regresar. Ambos cayeron inconscientes al suelo.
Abrir los ojos, explorar su piel buscando más heridas podría resultar doloroso. Pero mirar el cuerpo pálido que agonizaba en el lecho contiguo sólo le causó sufrimiento. Los bultos que deformaban aquel rostro hacían prácticamente irreconocible al señor Gaudiner. Intentó tocarlo, pero sus músculos hacían poco caso a sus esfuerzos.
—Padre —lo llamaba entre sollozos, inmerso en el sentimiento de culpabilidad que le torturaba.
La figura borrosa recién aparecida devolvió su brazo adonde antes. Una corriente fría se deslizó por su abdomen trazando semicírculos hasta su garganta, luego en la frente y siguió hasta sus extremidades.
Algo aliviado, se animó a no fingir más su sueño e intentar agradecer a quien fuera que hubiese tenido tan noble alma al brindarles ayuda.
Frente a él, ese rostro conocido y a la vez extraño. Debió ser porque nunca lo había visto sin uniforme o sin el cuero que tapaba el agujero en su cara. Pero sin dudas era el teniente Stuff, el conquistador de la mujer de sus sueños. Sobrepuso cualquier diferencia y dio las gracias. Sólo tuvo por respuesta una mueca que no pudo comprender.
—¿Cómo se encuentra mi padre? —Era lo único que tenía en mente.
—Ha perdido mucha sangre. Sus heridas eran bastante profundas, al llegar aquí pensé que no iba a pasar de la primera noche.
—¿Cuánto tiempo estuve inconsciente?
—Fueron dos días. Tu padre aún sigue en el mismo estado en el que llegó. La fiebre, producto de la infección, apenas ha cedido.
—Erick, ¿ya están despiertos? —Aquella voz de nuevo acariciaba sus oídos y le hacía olvidar cualquier pena. Pronto se encontraban todos en la misma habitación.
—El joven está consciente y puede hablar, pero el señor sigue en las mismas condiciones.
—¡Al fin, aunque sea una buena noticia! —dijo Kharla Bielsen, mientras tomaba un pañuelo humedecido y lo ponía en la frente del viejo Gaudiner.
—Espero que mi padre despierte pronto, es un hombre fuerte, sé que lo hará.
—No te preocupes, así será.
Dicho esto, comenzaron a aparecer movimientos involuntarios en el cuerpo del anciano. Estos arreciaron ante la mirada estupefacta de los demás. La pareja desesperada intentaba detenerlos. Al hijo no le quedaba otra que observar impotente todo lo que pasaba, mientras la vida de su padre se esfumaba en su presencia.
De su boca salía espuma sanguinolenta mezclada con bilis. Los ojos enrojecidos y las pupilas dilatadas. Espasmos que eran cada vez peores, sus puños apretados. Cinco minutos de agonía hasta que empezó a relajarse y su cuerpo dejó de funcionar.
Las lágrimas en los ojos de la joven liberaron las sospechas. Gaudiner padre había muerto, y junto con él, la inocencia de su hijo se había transformado en los más crueles deseos. Era un joven que gozaba de una excelente salud y fuerza, así que en pocos días ya podía andar. Pronto comenzó a entrenar su mente, regida ahora por la venganza, el odio y la culpa. Ni la belleza de la señorita Bielsen le distrajo. Una bomba, minas, cuchillos, un revólver, horca. Esos fueron los ingredientes que plasmó en un estrujado papel para su receta de muerte.
Encontró un aliado en el teniente Stuff. Un ex militar de grandes méritos en batalla. Aunque con una marcada devoción por la ideología nazi y adoración a su fallecido Führer. Ambos tenían en común el repudio hacia los soviéticos.
En el sótano de la casa comenzaron los entrenamientos para el combate cuerpo a cuerpo. Los estudios sobre diferentes tipos de explosivos que podían usar. Dos mentes para una causa. También estudiaron a los soldados que le habían dado muerte al viejo Gaudiner. En ocasiones discutían, pues el militar pretendía volar la casa-cuartel donde estaban los soviéticos, mientras que el dolido joven no paraba de hablar sobre los asesinos de su padre.
Corrían tiempos complejos en la ciudad. Existían constantes persecuciones a los miembros del disuelto partido nacional socialista. En esta etapa de postguerra todos los negocios estaban diezmados, incluido el contrabando. Esto dificultaba en gran medida la posibilidad de conseguir algún tipo de armamento. El señor Stuff se vio obligado a cambiar su identidad, también a mantener un perfil bajo, incluso se comentaba que había muerto. Como consecuencia había perdido todas sus influencias, resultando esto un atraso en la sed de venganza de Henrich.
Por una suma no muy elevada, Henrich vendió la antigua casona a las afueras. Con el afán de mantenerse lo más concentrado en su objetivo se mudó con su nuevo amigo y su esposa. A la par de que se preparaba, algunas labores del hogar le fueron entregadas. La frustración le provocó insomnio, la mala alimentación trajo consigo pérdida de peso. Aunque aún estaba en muy buena forma. El tiempo pasaba, las condiciones se mantenían. Una mañana, de esas en las que el sol lo sorprendía con los ojos abiertos, decidió que había esperado lo suficiente. Sin pensarlo demasiado, se armó con un cuchillo, caminó en círculos en un último intento por convencerse de que debía seguir su plan y hacer la cosas en el momento correcto, pero le fue imposible.
Justo antes de salir, pensó en que tal vez sería el último de los días. Esto trajo a su mente aquel recuerdo cálido, cuando las flores decidían su destino en el amor. Y entonces, como la mejor de las coincidencias, pudo ver a la hermosa Bielsen acercarse.
—Buenos días, Heinrich. Te levantaste muy temprano, justo como en toda esta semana, pero sólo hoy te he visto fuera de la habitación.
—Es que recordé que debía hacer algo, pero mejor lo haré en otro momento. ¿Qué tal tu mano? —preguntó, buscando desviar la atención de la joven.
—¿Mi mano? Perfecta. Sólo fue un pequeño golpe, pero gracias por preguntar.
—Por cierto, ¿cómo sabes que he madrugado todos estos días? En el sótano no hay más habitaciones—. Bielsen contuvo un poco su sorpresa, se sentía atrapada al no saber qué responder.
—Vaya, los encuentro a todos aquí. Buenos días.
—¡Buenos días, Erick! —respondieron ambos al unísono.
—¿De qué hablan?
—Le respondía a Henrich sobre lo bien que ha marchado todo con mi mano.
—Menudo golpe, por suerte no sufriste fractura alguna.
—Sí, por suerte.
Stuff dio un beso en la frente a su esposa y le pidió al joven que le acompañara a la parte de afuera de la casa. El sentir la vista en su espalda hizo que Henrich se volteara mientras pretendía ajustar uno de sus cordones. Ella estaba aún en la puerta. Stuff balbuceaba sobre alguna de sus batallas y ellos sólo se miraban fijamente. La sed de venganza se vio atacada por ese sentimiento que él creía muerto ya. La mano de Erick en su hombro lo trajo de vuelta del estado hipnótico en el que se encontraba.
—Henrich —chasqueó los dedos—, te he preguntado que si me puedes decir dónde está la llave del portón del garaje.
—Aquí, aquí la tengo —y la sacó del bolsillo.
—Tengo algo para ti.
—¿De qué se trata?
—Espera y verás.
El exteniente tenía la costumbre de convertirlo casi todo en una sorpresa, cosa que no gustaba a muchos. A Henrich no le importaba al principio. Veía en él una de las piezas de su plan para vengarse, pero ahora que convivían se hacía algo tedioso. Juntos caminaron hasta el garaje, abrieron el portón y encima de la mesa se podía ver un rifle de asalto junto a un revólver. Al joven Gaudiner no le interesaban ni el dónde, ni el cómo. Finalmente tenía todas las herramientas para cumplir con su juramento de sangre.
—Pude conseguir pocas municiones, pero son suficientes para lo que piensas hacer.
—De todas formas, con cuatro disparos certeros me basta.
—Recuerda todo lo que te he enseñado. Por suerte alcanza para que hagas algunos disparos de prueba y así domines el arma. Hoy tendré que estar fuera, pues debo ayudar a unos viejos amigos que desean cruzar el Muro. Mañana, a mi regreso, nos adentraremos en el bosque para que aprietes el gatillo y midas tu puntería.
—Perfecto, Erick, gracias.
Ya convenido todo, Stuff le entregó el revólver. Esa tarde pudo dormir satisfecho.
En la noche, el sueño le fue interrumpido por pasos que dejaban caer polvo sobre su rostro. Con sigilo tomó el arma y se dispuso a buscar al perpetrador. Podrían ser cazadores de nazis, ladrones o soviéticos. Agachado, los objetos de la casa le hacían casi invisible. Entre las sombras vio que se trataba de una sola persona. Con un mantel se abalanzó sobre esta. Golpes con la derecha, izquierda, en todas direcciones hasta dejar al intruso inconsciente. Al retirar la gruesa tela quedó al descubierto el cuerpo lleno de moretones de la inconfundible Kharla Bielsen.
Un rato más tarde esta se despertaba, totalmente fuera de lugar. Ellos eran los únicos ocupantes de la casa y la muchacha fue capaz de comprender al obtener una explicación, aunque seguía padeciendo temblores.
—¿Te apetece un poco de esto? —sugirió Henrich con una botella en sus manos.
— Sí, por favor. Creo que vendrá bien después de todo.
Entre historias, unas ficticias y otras no, comenzaron a relajarse. En la destartalada cama del sótano cayeron uno encima del otro. Con pasión se tocaban mientras hablaban de amor, el que decían sentir en lo oculto. Por donde quiera que se rozaran la piel de puntas podía notarse. Pasaron el resto de la noche juntos hasta que la bebida y la euforia traicionaron a Henrich colocándolo en un profundo estado de sueño.
Un bombillo amarillento era todo lo que disponía de luz a la habitación donde despertó atado, inmóvil. Al frente, con la cabeza caída y sin responder, Kharla Bielsen.
—¿Dónde estamos? ¡Ayuda! ¡Kharla, por favor! ¿Qué te han hecho? —La muchacha no daba señales de vida. En vano quiso soltar sus amarras. —¡Ayuda! ¡Que alguien nos ayude!
A sus gritos le respondía el silencio. Poco a poco, frente a él, la joven comenzó a levantar el rostro.
—Kharla, ¿estás bien?
—Sí, pero un poco aturdida. ¿Dónde estamos?
—No lo sé, acabo de despertarme. ¿Puedes zafar las sogas que te atan?
—Sí. Están ajustadas, pero puedo hacerlo —alentó ella.
Unos instantes más de forcejeo y estaba libre.
—¡Vamos, ahora ayúdame a mí!
—¡No! Tú no vas a ninguna parte – dijo la joven.
Él alcanzó a ver que no existían marcas en sus muñecas.
—¿Qué estás haciendo, Kharla?
—Lo primero es que no me llamo Kharla.
—¿Te has vuelto loca?
—No, estoy muy cuerda. Lo he tenido que estar para encontrar lo que tanto buscaba.
—¿Encontrar? ¿De qué hablas?
—Hilda Höeber es mi nombre. Una mañana estaba en el negocio de mis padres cuando unos soldados alemanes entraron en la tienda rompiendo todo y pintando las vitrinas de blanco. Yo me encontraba en la trastienda y al sentir el alboroto corrí al escondite. Dos disparos y un nombre fue todo lo que pude escuchar. Gaudiner. Al pasar todo y salir abracé ambos cadáveres. En menos de media hora tu padre y otros cinco habían acabado con todo lo que amaba. Aquella noche en que te trajimos herido junto a tu padre, la pasé cuidando de ambos hasta que él comenzó a decir su nombre. Lo repitió una y otra vez antes de quedar inconsciente. La mañana siguiente hablé con varios del pueblo pretendiendo estar preocupada y así asegurar mis sospechas, al saber que no tenía hermanos y que fue un nazi. Por medio de amigos de Stuff, tuve acceso a los archivos que terminaron de confirmarlo todo.
La mirada estupefacta de Henrich fue el reflejo de su sorpresa.
—Tu venganza no va a detener la mía. La deuda la pagarás tú, con sangre. A su mente volvieron los acordes de I’ll Never Smile Again mientras la mirada de la falsa Kharla Belsen se diluía en la oscuridad de la muerte.

José José Díaz Jiménez. (Santa Clara, 1993). Doctor en Estomatología. Pertenece al Taller Carlos Loveira de la UNEAC de Villa Clara, impartido por los escritores Rebeca Murga y Lorenzo Lunar. Ha publicado el cuaderno Bajo presión en la editorial La piedra Lunar (2020), también participó en la antología de minicuentos Santa Paciencia de la editorial La Piedra Lunar (2021).