Temores de contrabando

Rebeca Murga

  Arte:  Rubén Espinoza (Creg) 

La Terminal es una colmena rota y Eduviges, un sábado más, cuelga su vida de un hilo. La gente pica, pero ella se aferra a los barrotes que en otra parte controlan el cuerpo de su marido. La gente zumba, pero ella es sorda cuando en sus oídos el eco de la amenaza de su hombre le recuerda: “Si me faltas te mato”.

Debe llegar a tiempo. Eduviges no ignora que se lanzarán sobre su cuerpo cientos de avispas, acosadas como ella. Gente que pica y zumba por los pasillos. Gente con los olores ilegales de sus bolsas. Gasolina, tabaco, carne y alcohol. Tufo a pecado. A cárcel. Olor desconocido cuando el policía pregunta por el dueño de una bolsa y el avispero tiembla.

Debe llegar. No hay alternativas, pues para su marido la amenaza es una certeza. Por eso custodia su bolsa y activa el aguijón.

La Terminal ofrece el premio: la camioneta. Solo hay una para todos y el avispero se revuelve cuando el chofer enciende el motor.

—¡Una para todos! —grita el hombre y escupe tabaco.

—¡Y todos para una! —vocean a coro y el policía es un tonto cuando de los cuerpos brota un único par de manos que alcanza cada bulto, cada pecado, cada huella.

El premio es la camioneta. Debe llegar. La empujan. Y llegar a tiempo. Siente los golpes en su espalda.

En el juego de los escapados existe una camioneta que los alejará del policía. El premio es la libertad, y para ella el camino hacia la cárcel y hasta su marido. ¡Sólo Dios sabe cómo va a llegar a tiempo para ver a su hombre! A su abominable y querido hombre.

El policía se acerca. Gasolina. Tabaco. Carne y alcohol. La ha visto y ella debe subir. Empuja con sus fuerzas de abejita. Grita. Clava su aguijón y comparte su dolor con otra espalda. El policía se acerca y el avispero se arquea ante sus pasos.

—¡Todos para una! —zumba la colmena embravecida.

El policía se detiene. Olfatea de lejos. Finge que no encuentra lo que tiene delante de sus ojos y prefiere la retirada, pues conoce los límites.

Poco a poco el premio alcanza a todos y el camino, hecho de polvo o fango según lo disponga Dios, sorprende a algunos.

Para Eduviges no hay sorpresas. No lo fue verse sola de repente ni comenzar su nueva vida un sábado. Sin preguntas, porque es una mujer sin deudas.

A su lado va el hombre con sombrero. Fue el último en sentarse, empeñado en ayudar al chofer a recoger el dinero del pasaje. Con cada cambio una broma idiota hace reír a la colmena y, ya en su asiento, no consigue cerrar la boca.

—Que los nervios no te hagan reír —alertó su esposo en la última visita.            

Su esposo también hacía bromas durante los negocios. Bromas idiotas como él, y como el hombre con sombrero que la mira, porque ella vio cuando el chofer le alcanzó un recipiente con el olor del poder que quema el cuerpo, el alma y el bolsillo.

Eduviges conoce ese olor como nadie, porque en la gasolina halló el alimento. Su esposo la robaba de los carros del gobierno para venderla a sobreprecio a otros contrabandistas. Y ella comía.

El policía también vio al hombre con sombrero, pero el bastón permaneció muy ajustado a su cintura. 

—Más vale callar que arriesgar el pellejo —le dijo el hombre con sombrero y ella pensó que además de idiota era adivino al revelar sus pensamientos.

El hombre con tabaco no es como el hombre con sombrero. Está callado y muy serio.

A su esposo no le gustan los tabacos, pero le daban ganancias cuando los ofrecía a los extranjeros, siempre más barato que en las tiendas estatales. El mejor tabaco del mundo. Torcidos por las negras más calientes del mundo. Puro sabor cubano.

La bolsa del hombre con tabaco no es grande, más bien parece lista para recoger alguna sobra de la cárcel. Tal vez tenga preso a un hermano fumador. Tal vez le lleve tabacos en su bolsa pequeña.

A Eduviges le agrada ese hombre. Serio. Callado. Un hombre con razones poderosas para estar en esa camioneta rodeado de cobardes.

¿Quién será la muchacha vestida de enfermera que lo acompaña? ¿Acaso está enfermo el hombre con tabaco? Eduviges duda. No, no es su compañera, es otra cobarde que ríe de los chistes del hombre con sombrero.

Su esposo siempre quiso hacer negocios con gente de experiencia. “La juventud está perdida”, era su excusa para rechazar cualquier propuesta de un negocio pobre. Por eso ella le perdona a la enfermera que apruebe la cobardía del hombre con sombrero. La inexperiencia tiene riesgos que deben vencerse. La inexperiencia empapa de alcohol a la muchacha. De los pies a la cabeza es todo un tonel de alcohol escapado de su bolsa. Al principio, su esposo también olía a alcohol. En más de una ocasión tuvo que disimular bebiendo de una de las botellas de alcohol puro. Noventa grados sin diluir en agua.

—Son todas para mí. Le he hecho una promesa a San Lázaro—, le explicó un día a un policía. Y luego le contó a Eduviges que la verdadera promesa fueron las diez botellas a cambio de su silencio. Diez pesos la botella. Cien pesos a cambio de no abrir su boca de policía sobrio.

Pero, si la detienen, la muchacha no podrá decir lo mismo. Eduviges quiere alertarla, pero la enfermera ríe de los chistes del hombre con sombrero. Como si nada ocurriera. Como si nadie supiera que es una ladrona.

Eran dos y dos: la muchacha y el hombre con sombrero, ella y el hombre con tabaco. Eduviges prefiere relajar su vista sobre los músculos del hombre serio. Músculos de macho en celo para que una hembra sueñe las nubes, las golondrinas, la varita mágica de la felicidad.

La señora que pide permiso para bajar la devuelve a la camioneta. Es una mujer madura que avanza con pasos pequeños. Con movimientos torpes.

Eduviges se sorprende al verla con su camisa fina de mangas largas. No. Está convencida. La señora no es del mundo de los de a pleno sol y con destino a la cárcel. ¿Cuál será su nombre?

Su esposo le dijo que con un nombre como el suyo sólo sería una mujer de a pie. Eduviges, nombre de vieja. Eduviges, nombre de negra. Eduviges, nombre hecho para la mujer del negociante. La que no habla. La que no escucha. La que arriesga el pellejo con su carga para el marido preso.

El olor a carne descongelada revive las miradas cómplices. La señora ya casi baja de la camioneta cuando el hombre con sombrero lanza su broma idiota y todos ríen. La señora sabe que reír es lo prudente. Reír y alcanzar la carretera.

—El mono, aunque se vista de seda, mono se queda —criticó su marido el día en que ella quiso lucir linda para él, después de burlar a la policía con la carne escondida entre sus senos.

Aunque se vista de seda, la señora queda en el camino. Si le falta tierra seca o fango por caminar sólo lo sabe Dios. Eduviges no puede predecirlo y posa sus ojos en la camisa fina, mientras la camioneta se hunde en los baches del camino y el aire borra el olor a carne descongelada.

No hay sorpresas para Eduviges. Ya no. Tampoco para la colmena, que se ha vuelto amigable. Seguridad es confianza, y las avispas ya saben que llegarán a la cárcel con tiempo suficiente para secar sus penas. “Si me faltas te mato”. Eduviges sonríe. Aún no es la hora de su muerte.

El hombre con Biblia pide la atención de las mujeres. Ella no lo había notado, pero él estaba allí desde el inicio del tiempo. ¿Qué hacía en la camioneta? ¿Iba a la cárcel por misericordia? Tras las rejas sobran los leprosos y gente con tumores en la próstata. Urgidos de un rezo. De dos rezos. De una Biblia entera para reivindicarse. Su propio esposo bien necesitaba una misa.

—No necesitas más que un hombre para sentirte hembra —fue el reproche cuando ella compró las velas para sus santos.

Por eso hay algo que no entiende, ¿para qué su marido le encargó una Biblia? Ella sabe que el negocio de las Biblias da dinero. De eso vivieron cuando la policía se puso fiera con el contrabando de cosas más materiales. Pero, ¿para qué una Biblia en la cárcel? Eduviges no puede diferenciar los conceptos de valor de uso y valor de cambio. ¿No sería mejor vender cigarros, o hasta una navaja? ¿Para que necesitaba el papel? ¿Acaso el mencionado paraíso descubría una fórmula para escapar de la celda? ¿Para liar cigarrillos? ¿Qué tipo de cigarrillos?

El hombre con Biblia dice cosas que pueden ser bíblicas o no y Eduviges no lo escucha porque está pensando. Intenta comprender si es gasolina, tabaco, carne o alcohol lo que la ata a su hombre. Si es un dogma como la Santa Palabra. Se aferra a la bolsa y piensa si su marido vale la mitad de sus arrugas. De su espera.

¿Quién es ese extraño al que va a ver tras los barrotes? ¿Se burla de ella como el hombre con sombrero? ¿Desea sobar sus carnes como el hombre con tabaco?

Todo es posible. Ya nada le sorprende. Un sábado más la camioneta se detiene y ella recoge su bolsa. La gasolina. Los tabacos. La carne. El alcohol. Y una Biblia, que no sabe para qué la necesita su marido, pero ella obedece.

La gente avanza. El guardia registra cada bolsa bien habida. Cada esfuerzo de una familia honrada para ayudar al arrepentimiento de sus presos. Adelante el hombre con sombrero. Contrabando de fuego tras las rejas. El hombre con tabacos. Contrabando de humo tras las rejas. La enfermera. Contrabando de olvido tras las rejas. El hombre de la Biblia demora en entrar, le hacen preguntas que responde con la paz de sus versículos, y da gracias a Dios cuando le ceden el paso. ¿Contrabando de Biblias? A Eduviges ya nada le sorprende. La carne no, en la cárcel dicen que está garantizado el alimento. La señora de la camisa fina lo cree, y por eso quedó varada a la orilla del camino.

La colmena se dispersa.

Desde sus ojos de guardián, un hombre espera a Eduviges a la entrada de la cárcel. Ella deberá hablarle. Implorar. Sobornarlo con sus encantos de hembra para que le permita pasarle la bolsa a su hombre. La bolsa o la vida. “Si me faltas te mato”.

Eduviges se acerca y el policía la recibe con el aguijón de un falso abrazo. No hay sorpresas. A estas alturas ya nada la puede sorprender, pero ella duda. Tal vez ayer se hizo preguntas, pero hoy es una mujer sin deudas.

No puede ser una sorpresa el abrazo del policía.

—Usted sabe, señora, cómo son las cosas en la cárcel.

La duda. Es probable que el hombre se burle de ella como el hombre con sombrero.

—Hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas—. Y las palabras del guardia son una burla a sus sentidos.

Eduviges tiembla. El policía la mira serio, como el hombre con tabaco, pero sus ojos no le piden sexo. Es la mirada que describe la puñalada que mató a su hombre. Una muerte de medallas se asoma a los ojos del policía. Puñal de contrabando. Una muerte sin honor para los presidiarios.      

—Porque hay cosas que si se saben en la cárcel no se perdonan.

Para un hombre como él la información también puede ser objeto de contrabando.

Para Eduviges no hay sorpresas. Tal vez ayer se hizo preguntas, pero siempre ha creído que la vida es mejor sin acatar con cada bolsa las órdenes de un marido. ¡Una para todos! Observa al hombre con tabaco. Al policía. Al hombre con sombrero que hace bromas idiotas. Su mano acaricia el libro. Sin preguntas. Sin sorpresas.

Es una mujer sin deudas.

Rebeca Murga (La Habana, 1973). Narradora y crítica literaria. Coordina el Taller de Creación para la Novela Carlos Lovería, y es miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Entre sus obras publicadas se encuentran, Y comieron perdices (Gente Nueva, Cuba, 2011), Confesiones (Ediciones Unión, Cuba, 2011), Enrique en la república de Labrador (Matanzas, 2011), Viajero sin itinerarios (Letras Cubanas, 2011), Con las manos limpias (Ediciones San Librario y La piedra lunar, Colombia-Cuba, 2011), El esclavo y la palabra (Capiro, Cuba, 2010) Olor a canela (Gente Nueva, Cuba, 2009), La enfermedad del beso y otras dolencias de amor (Ediciones Unión, 2008), El esclavo y la palabra (Ediciones San Librario, Bogotá, Colombia, 2008), La enfermedad del beso (Capiro, 2006), Historias al margen (EDAF, España, 2005), Quemar las naves, jóvenes cuentistas cubanos (Educat, 2002), Desnudo de mujer (Sed de Belleza, 1998), Un hombre de vasos capilares en coautoría con Lorenzo Lunar (Capiro, 2005), Los aprendices (Atmósfera literaria, 2012) y Crimen sin castigo (Atmósfera literaria, 2018). Ha sido galardonada con el Premio Internacional de Relatos Policíacos de la Semana Negra de Gijón, España, 2004, y 2003; el Premio Ciudad del Che, Santa Clara, Cuba, 2001 y 2003; y el Premio Revista Videncia, Cuba, 2003.