Rubí

Luz Dary Fernández Espín

Arte: Kevin Sánchez (Kesape)

El crepúsculo coloreó el horizonte atrayendo los astros a acelerar la noche. En las afueras no había oportunidad para el calor. Un aire gélido erizaba el entorno tenso y seco a la vez que abanicos de polvo y cenizas cruzaron junto al viento. Los árboles inmóviles parecían esculturas. Una sombra caminaba por las torres verdes de los bosques intrínsecos. Su capucha blanca era el barco espumado sin rumbo que lo acompañaba. Los pies, uno a uno, portaron el destino encontrado frente a sus ojos. Se dirigía sin vuelta atrás, aplastando hojas de la muralla. Cada muro envolvía en un espacio cerrado, cálido, de luces y tonos naturales, con una salida direccionada bajo caminos de rocas. El trayecto era tortuoso, pero él se movía con agilidad conociendo de memoria los parajes.

Tenía en su placer un objetivo previsto que lo sació de vitalidad y obsesión. Allí estaba. Se acercó por detrás, sin que su presencia fuera notoria. Constancia de palpitaciones aceleradas le convencían de su realidad sin límites. El bombeo del corazón lo sentía en la garganta. Levantó el arma sin dudar, directo, enérgico. Se escuchó un gemido de dolor unido a los sonidos del lugar, tras el horror del que rasgaba vértebras y costillas de un tronco humano. Su mirada se fusionaba a una pupila perdida. Más gritos hicieron estremecer el ambiente. Seccionó de arriba a abajo, vasos sanguíneos y nervios muertos brotaban como río. La lluvia de esos ojos no paró de caer, mezclando los colores del lago, y el agua se teñía poco a poco de rojizo. El culpable viró el cuerpo, miró sin cargo. Se llenó de una adrenalina nunca experimentada. Excitado. Le encantó matar.

Asentó aquello a una concentración de hojas caídas formando la sepultura. El acto fue la máxima energía que necesitaba. Seguido, sacó un objeto de su guantera, asimilaba a un reloj en forma de calavera, pero no marcaba el tiempo. Lo levantó con potencia y el alma de la víctima fue absorbida por completo hacia el artefacto, una manecilla se movió. En ese instante, lo comprendió todo. Complacido de su objetivo y con sus manos ensangrentadas estrelló el arma contra el suelo. Había conseguido lo que quería.

No le importaba, quería llamar la atención, movía las comisuras confianzudo, nadie iba a descubrirlo. Camufló los actos, pero hasta su osadía era vista por los hombres, el olor, inconfundible. La figura parecía estar protegida por los dioses, fácilmente ocultar su presencia sin ser visto. Su sonrisa se mostró bajo el espectro de la Luna, la capucha blanca ocultaba el resto de su expresión deforme. Sintiendo los movimientos del viento que hacen las armaduras de la guardia al caminar, se alejó dejando rastros de muerte y un cadáver a la vista de todos.

Pronto, unos hombres atraídos por la extrañeza de ese olor, llegaron al cuerpo. Se miraron unos a otros en choque; no acreditaban, el asombro de los rostros fue el péndulo que hizo caer sus armas de golpe al suelo y dirigirse más cerca aún para comprender lo sucedido.

—Una doncella… ¿Está dormida? —preguntó—. ¿Qué es eso que la cubre?

           
—El líquido mortal, tiene que serlo, es de color rubí —habló otro guardia.

             
—La sangre rubí no existe.

           
—No… No escucho su respiración… Es imposible…—emitió uno de ellos de rodillas ante ella. Reflejaba temor.     


—Tenemos que llevar el cuerpo al rey. Ese olor repugnante… en este reino jamás… se había olido a…—quedó pensativo intentando recordar las palabras.

           
—¿Olido a qué? —exaltó otro hombre.


—Olido a muerte humana.

***

Era un mundo perdido en el tiempo. Antes de que existiera la mortalidad, ese vasto reino donde sus habitantes no le tenían miedo a la muerte, despreocupados por la vida, la cual para ellos era eterna, no eran deidades, sino humanos que no podían morir después de hacer un pacto de sangre para los dioses. Regeneraban su cuerpo. En ellos no existía la sangre, desde que nacían toda era quitada como ofrenda y en cambio podían vivir eternamente deleitándose en placeres, vicios, abundancia… Pero, ¿cuál era el precio?

Aun así, no tenían ningún tipo de poder, debían laborear, pasar trabajo para comer, sudar por el agua, mantener su cuerpo robusto, tener posesiones, pobres y ricos eran divididos en sociedad. Allí se respiraba el tiritar de los que no tenían abrigo, se absorbían comiéndose las uñas y bebiendo su propia saliva. Se acumulaban rostros de indiferencia de los ricos que caminaban con sus togas y la cabeza erguida aplastando a los mendigos para que le besaran los pies. El laberinto de calles lleno de monumentos y estatuas que contaban las victorias de los gobernantes mostrando cuánto en aumento querían dominar.

Los dioses dejaron de ser venerados, no se sentía el clamor de sus voces, perdidas o tragadas por la boca del viento. Los humanos los odiaban por no ayudarlos en las batallas y los culpaban de sus derrotas. No temían al castigo ni que sus acciones obraran resultados devastadores. Tentaban cualquier oportunidad para darle furia a los que vivían en lo más vano. Lo que no se detuvo eran las luchas, los propósitos de conquistar territorios y hacerse de naciones. Muchos, aburridos de la vida, combatían en escenarios para ver quién era el más fuerte, sin sentido, mediante juegos y apuestas; disfrutaban siendo espectadores, aunque al final nadie moría.

Entre esos humanos, vivía un hombre ambicionando ese poder que no podía ser alcanzado, deambulaba por las calles dedicándose a robar, se había vuelto un maestro del sigilo y ansiaba llegar a lo más alto, obtener el dominio. Encontrándose en lo más apartado del bosque, tenía allí una guarida que le era de cobijo y ocultaba varias joyas que le daban algo de subsistencia. Le gustaba coleccionar piedras preciosas, sobre todo rubíes, sus favoritos.

—Humano, he escuchado durante años tus pensamientos y deseos. Deseo, más bien.

Aquella voz irrumpió haciéndolo despertar del sueño. Pensaba que no era real. Se presentó una figura oscura frente a su panorama. Él quedo atónito y dispuesto a responder con valía.

           
—¿Eres un dios? ¿Qué quieres?

           
—Esa sería mi pregunta de la cual ya sé la respuesta. Me darás almas. Yo te daré poder. Con unas pocas bastará. No es un trato. Velo como un regalo.            


—¿Almas? No sé si confiar en alguien que no muestra su rostro. En estos tiempos la mentira vale más que la verdad.            


—Veo que te gustan mucho ese color, el rubí. Los rubíes. Es considerado el rey de las piedras preciosas. Simbolizan poder, fortuna.    


—Me gustan porque es mi nombre. Me llamo Rubí.

           
—¿Has oído hablar de la sangre rubí y la muerte humana? Inexistentes y olvidadas. Ve al bosque con este artilugio, verás a una doncella. No me interesa qué arma uses. Después no te hará falta con sólo abrir el reloj. Lo entenderás cuando lo hagas. ¡Mátala! —. Después de esa palabra, desapareció en el aire dejando un aura negra como su capucha.

En sus manos lo sostenía (ese objeto nunca visto) y se miraba preguntándose cómo podría hacerlo, por sus adentros reinaba el furor. Miró a la salida y pensó en dejarse llevar. Se puso su capucha blanca mientras sentía que el tiempo fluía a su favor. Esta ocasión no eran rubíes, iba a robar un alma.

***

El cuerpo fue llevado al rey, nadie acreditaba lo ocurrido, buscaban explicaciones. En la vida habían presenciado la muerte humana. Este ordenó buscar al asesino. Investigar cómo se dio tal desgracia. Puso a disposición centinelas de vigilancia por doquier, planes de defensa y el ejército preparado para cualquier ataque.

—Debe haber sido obra de los dioses, nos matarán a todos. Hemos dejado de ser inmortales. El rubí corre por nuestro interior— decretó el rey tal advertencia.

El asesino a partir de aquel momento, no pudo parar; después de darle unas pocas almas al deudor encapuchado, detenerse no estaba en sus planes. Se había enviciado por matar, succionar almas, ver cómo era el dueño de su último aliento, sentir que era el único que gozaba de ese poder. Aprovechando sus habilidades de ocultamiento y el artefacto en su potestad, empezó por lo más bajo: desde los pobres, escalando hacia los adinerados. Decenas de muertes sin explicación para los habitantes aparecían cada hora, parecía una epidemia que no iba a tener fin. Ya no se conformaba con poco, anhelaba más, quería ser el rey, que se postraran pidiendo clemencia por sus vidas. Algunos cerraron las puertas de sus casas, no salían, y ni así podían evitar morir. Nadie lo paraba, el ejército quedó débil ante esa presencia, apenas lo veían, el no saber cómo defenderse les asustaba. Pensaban que era un castigo de los dioses. Los más ricos comenzaron a vestirse con armaduras más fuertes. El rey esperaba que en cualquier momento pudiera llegar su hora. El reino fue muriendo, millones de cuerpos en la fosa, el olor a carne podrida surcaba en los rincones. Los caminos manchados de sangre. Ese color predominaba hasta en las alcantarillas. Los ojos del causante se tornaban de rubí reflejando en lo que se había convertido su alrededor, lo que perseguía y a él mismo. Parecían cambiar con el tiempo, con cada descenso.

***

Unos pasos sobrados se dirigían hacia el trono vacío, un largo pasillo de cadáveres le quedaban atrás: extensa loma, eran como su capa, esa que le cubría de orgullo. Con sus obras el color blanco mermó, se había vuelto negra. Subió con lentitud los escalones. Agarró la corona del piso, gotas resbalaban por sus piedras preciosas. Viró hacia el frente de la puerta grande, abierta de par en par apreciándose la masacre en su totalidad. Sin extenuaciones, colocó su corona con firmeza y se sentó simulando solemnidad. Ahora era el rey eterno, único, inmortal. Observó con detenimiento a los cadáveres como sus preciados rubíes, pero sintió que una punzada de penumbra en su pecho recorrió con su vista una vez más, no sabía qué estaba buscando y un vacío le consumió por completo. Primaba el silencio. Cómo no darse cuenta del resultado de sus hechos sin sentido. Estaba solo. 


—¿Qué reino? ¿A quién reinar? ¿Me reverencio ante ti, mi rey? —reapareció después de tanto el oscuro ser, el otro encapuchado negro, en tono de burla hacia él. Ahora eran dos capuchas negras, una frente a la otra.           


—Me has utilizado… Este artilugio… ¡me ha controlado, consumido! —lo agarró lanzándolo con genio al suelo.         

—Yo te di lo que querías ¿verdad? ¿De qué te quejas? —respondió con una cínica sonrisa.


—Deseaba poder, el que un humano como yo no podía tener. Reinar, ser reconocido. Ahora no hay nadie… No sé cómo pasó, yo lo hice. Ese deseo de matar desenfrenado… —golpeaba su cabeza trastornado— ¡Algo se apoderó de mí! ¡Es tu culpa! Lo tenías planeado, fui tu objeto, sabías que me pasaría esto… Los dioses te han mandado a hacerlo a través de mí ¡Cobardes! Ni siquiera ellos tenían el valor de encargarse. ¿Ya no necesitan la sangre rubí? No lo entiendo ¿Qué querías conseguir realmente? ¿Quién eres?      


—Yo ya no soy nada ni nadie —expresaba mientras iba extinguiéndose en el aire—. Me había cansado y necesitaba alguien como tú dispuesto a hacerlo. Con las características y condiciones. Ahora tú eres yo. Estarás solo toda tu vida, no podrás morir nunca, serás el causante de llantos, separaciones, del fin. Ese es tu poder y gobernarás en tu propio reino en soledad, deambulando, llevando contigo esencias, recuerdos. Vidas. Ya tienes tu corona. Sigue mirando tus rubíes. Te he dado lo que querías. Poder. A partir de ahora y para siempre en cualquier lugar del universo. Rubí ya no es tu nombre. Eres La Muerte.

Luz Dary Fernández Espín (Santa Clara, Cuba, 1998). Estudiante de medicina. Autodidacta en teatro y artes escénicas. Miembro del Taller Carlos Loveira de la UNEAC de Villa Clara. Sus cuentos han obtenido premios en los festivales universitarios de artistas aficionados. Publicó el libro La cuentacuentos en la plataforma digital de Wattpad. Algunos de sus textos aparecen en la antología de minicuentos Santa Paciencia (La Piedra Lunar, 2021).