La venganza

Bibiana Camacho

Arte: Lu ixchel

Nosotros nunca tuvimos uno, nos parecía cruel. Son más pequeños que un tlacuache, pero sin pelo, sus colmillos son enormes y filosos, viven de noche. Rondan por todos lados y emiten ruidos extraños, como chillidos de bebé. La gente los dejaba libres durante el día porque casi siempre estaban dormidos, pero en la noche los encerraban para que no anduvieran merodeando, a algunos hasta se les ponía bozal para silenciarlos. Les restringieron la vida nocturna propia de su especie y ellos parecieron adaptarse.

Hace meses todos querían uno, hubo familias que incluso tenían varios. Se descubrió que este mutante, hallado por primera vez en el mercado de Sonora, detectaba un olor peculiar que las personas despiden en etapas tempranas de todo tipo de cáncer, diabetes y otras enfermedades silenciosas. Además, se reproducían con facilidad y se alimentaban de semillas y guisantes.

Poco a poco se acostumbraron a los humanos: empezaron a alimentarse de lo mismo que nosotros, perdieron la timidez y se acurrucaban en las piernas como si fueran gatitos. Se comercializaban accesorios, corbatitas, gorras y hasta tinte para cambiarles el color de la piel. Ya no eran grises sino rojos, azules, verdes, rosas. A mí me parecía humillante.

Cuando alguien estaba enfermo las criaturas chillaban y rugían todo el tiempo, ése era el aviso.  La gente iba al doctor y recibía el tratamiento adecuado con oportunidad. Varias vidas se salvaron gracias a ellos.

Y aunque en un principio la gente los encontraba repulsivos, gracias a su servicio invaluable, pronto se convirtieron en un negocio rentable. Florecieron criaderos, lugares espantosos donde los cruzaban y luego arrebataban a las crías demasiado pequeñas para venderlas. Activistas de los derechos de los animales intentaron clausurar esos sitios, pero no hubo eco ni de la sociedad ni mucho menos de las autoridades ávidas de despejar los servicios de salud permanentemente colapsados.

Un biólogo sugirió que lo mejor era concentrarlos en el zoológico en zonas especiales para que pudieran estar más o menos en su hábitat y que los humanos los visitaran con regularidad y convivieran con ellos para que, de ser el caso, les detectaran alguna enfermedad. Un par de horas en contacto con el animalito sería suficiente. Advirtió que no era recomendable que convivieran con nosotros. Nadie le hizo caso, de hecho, salió otro especialista a descalificarlo. Hubo una pelea en redes sociales y periódicos. El biólogo nunca mostró investigaciones pertinentes que sustentaran el supuesto peligro que representaban los animalitos. Dijo que no estaba seguro cómo, pero que habría una catástrofe, que las bestias mostraban una inteligencia superior, que entendían el lenguaje humano y tenían la capacidad de organizarse. No por nada, insistió, en la leyenda náhuatl el tlacuache fue el encargado de robar el fuego a los quinamentin, gigantes de las montañas, para dárselo al hombre. Este comentario lo hundió definitivamente, sonaba a profeta fraudulento con toques de new age . Si no presentaba pruebas científicas no había modo de confiar en él. El otro especialista zanjó la discusión diciendo que esta especie extraña de tlacuache tenía una apariencia horrible, mostraba inteligencia para la supervivencia y habilidades propias de su especie, pero que por lo demás era completamente inofensiva.

Casi todos mis amigos y familiares tenían uno en su casa. Eugenio y yo evitábamos visitarlos, sentíamos que las bestias entendían perfectamente lo que hablábamos y nos miraban con odio. Pero la gente decía que era la falta de costumbre, ellos no notaban nada extraño y convivían con los animales como si fueran mascotas cariñosas y dóciles. Poco a poco les dieron más libertad porque bajaron el sonido de sus chillidos, parecían entender que a los humanos no les gustaba y que así ganarían espacios. Tuvieron razón. Algunas personas incluso los paseaban de noche en los parques con correas o sin ellas, pues al chiflido del amo regresaban a toda velocidad como perritos falderos. De día era imposible sacarlos porque aullaban, la luz del sol los molestaba.

Eventualmente la gente los adquiría por placer. Los anuncios en la televisión e Internet los describían como excelentes compañeros de vida, dóciles, cariñosos, inteligentes y de buena convivencia con otras mascotas; además del invaluable servicio que prestarían en caso de ser necesario. Por si fuera poco, nunca se enfermaban ni necesitaban vacunas o medicamentos especiales. Su capacidad de adaptación fue notable. Los niños los pedían como obsequio de Reyes Magos y pronto se instalaron en prácticamente todos los hogares.

De pronto empezaron a ocurrir accidentes nocturnos: una abuela que tropieza y cae de las escaleras, un niño que inexplicablemente encuentra un cuchillo y juega con él, alguien que se resbala en el baño. En redes sociales la gente contaba sus historias y atribuían los incidentes a accidentes o descuidos, sin darle importancia a que las criaturas estuvieran siempre cerca del lugar del percance. Nadie tomó precauciones. Hasta que, en una sola noche, estos animales acabaron con las mascotas: gatos, perros, pájaros, lo que fuera; todos al mismo tiempo, como si se pudieran comunicar por telepatía. Les hundieron sus filosos colmillos en el cuello. La gente todavía no se reponía de lo ocurrido, estaba confundida y dolida. Y justo a la siguiente noche, los que no tuvieron la precaución de encerrarlos, se encontraron con que habían matado a los niños pequeños. Además, huyeron, incluso los que estaban bajo llave en una jaula, nadie sabía cómo o a dónde.

Brigadas de cazadores los buscaron sin encontrarlos. La gente se ocupó de sus muertos y la ciudad se declaró en duelo durante un largo y frío fin de semana en el cual los animales se esfumaron. No había indicios de su existencia más allá de los ridículos accesorios que la gente se apresuró a desechar. Un especialista afirmó en un portal de Internet que los mutantes de tlacuache habían desaparecido por completo, estaba convencido que se habrían suicidado después de haber estado sometidos a un intenso estrés lejos de su hábitat natural, lo que los habría orillado a cometer los asesinatos de los que luego se arrepintieron. Enumeró varios casos desde la antigüedad y concluyó que podíamos estar tranquilos.

Durante las siguientes semanas resultó evidente que las criaturas no se habían suicidado y que seguían en la ciudad. Si antes habían sido pacíficos y torpes, se convirtieron en criaturas astutas y peligrosas. Nadie quería salir después del alba. Las brigadas que los buscaban tenían poco éxito, acaso lograban matar a uno muy de vez en cuando. Se calculaba que, por cada habitante de la ciudad, habría diez de ellos. Y aunque buscaron por todas partes, nadie sabía dónde se escondían. Lo único seguro es que estaban entre nosotros, pues dejaban indicios por todas partes. Ponchaban los neumáticos de los carros, contaminaban el agua de cisternas y tinacos, descomponían los semáforos y las instalaciones eléctricas. Por más que colocaban cámaras de seguridad y las brigadas de cazadores eran cada vez más numerosas, nadie los encontró.

Aprendimos a vivir en alerta histérica constante sobre todo durante las noches. Nos sentíamos en una jaula de asfalto, amplia y gris, de la que sin embargo no podíamos escapar. La ciudad decretó toque de queda a partir de las ocho de la noche y hasta las seis de la mañana. Un día, parques, cajeros automáticos, camellones y otros refugios amanecieron con cadáveres de indigentes terriblemente mutilados por los inconfundibles colmillos del tlacuache.

El pánico generalizado tomó nuevos ímpetus. Las brigadas de cazadores aumentaron y a pesar de la vigilancia extrema, no encontraron nada. Los ánimos se relajaron gradualmente. Dos meses después la gente salía de paseo por las noches. La ciudad retomó su habitual ritmo y aunque algunas brigadas se mantenían activas, la vigilancia se antojaba innecesaria. Las criaturas se esfumaron, su venganza había sido ejecutada y algunos científicos especularon que se habrían marchado hacia zonas boscosas y que no volverían a acercarse a la urbe.

Ha pasado un año y el gobernador decretó un día festivo para conmemorar nuestra sobrevivencia y recordar a las víctimas. Supongo que la algarabía ha impedido que la gente preste atención al ruido en las tuberías que inició hoy en la mañana y que ha aumentado de intensidad mientras oscurece. Los gorgoteos, rasguños, chasquidos y gruñidos no son normales. Eugenio cree que los animales saben que hoy es un aniversario y ellos también quieren celebrar. Por si las dudas, Eugenio y yo hemos clausurado el baño y la cocina. Estamos encerrados en la habitación, ambos con pistolas cargadas. Llamé a mi familia y a algunos amigos para decirles que tengan cuidado, les he dicho que estén atentos a los ruidos, pero nadie me hace caso. Los vecinos tampoco se han percatado de nada, la televisión de uno de ellos se escucha hasta acá, creo que están viendo una película de guerra, y no saben que quizá haya otra al acecho, una real y terrorífica, a punto de irrumpir en sus casas.


Bibiana Camacho (Ciudad de México, 1974). Narradora. Es co-guionista del programa La otra aventura, transmitido por el canal 40 y dirigido por Rafael Pérez gay. Es editora de producciones como Cal y Arena, La Fundación para el Centro Histórico, Munal y Tusquets. De su obra destacan los libros Tras las huellas de mi olvido (Almadía, 2010), Ciudad fantasma: relato fantástico de la Ciudad de México (XIX-XXI) I (Oaxaca: Almadía,2013), Anuncios clasificados (Cal y Arena, 2013), Lobo (Almadía, 2017) y La otra aventura (Cal y Arena, 2020), entre otras. Fue becaria del Programa Jóvenes Creadores del FONCA (2008-2009) y Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte del FONCA (2012-2014). Obtuvo una mención honorífica en el Premio de Bellas Artes Juan Rulfo de Primera Novela 2007 y fue finalista del Premio Antonin Artaud en el 2010. Algunos de sus escritos han aparecido en diversas antologías. Colabora en medios impresos y digitales como: El cultural de La Razón, Letras Explícitas, Eje Central, Día Siete, Yanonic.com, Cuerpo, por mencionar algunos.

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