Armando Gutiérrez Victoria

En uno de sus breves ensayos compilados en Leer poesía –“Un gato cruza el puente de la luna”, Gabriel Zaid sentenciaba: “una gran proporción de estudiantes de letras y maestros no saben leer poesía” y añadía: “lo cual, al menos, es una hipótesis razonablemente científica para explicar de dónde salen tantos críticos, antólogos e historiadores literarios que no saben leer: de las carreras universitarias”[1]. Como egresado de una licenciatura en letras, mi primer y natural impulso fue, desde luego, la negación. Sólo después, haciendo un poco de memoria y tomando el humor como lo que es, fui capaz de aceptar lo que de verdad había en esas palabras.
No sorprende, desde luego, encontrar que unas declaraciones de hace aproximadamente cincuenta años sigan tan vigentes; pues, si por algo se caracteriza la academia, es por su inmutabilidad. El dinosaurio somos todos nosotros y seguimos ahí, plácidamente, recostados en nuestro sillón y lo que fue válido hace cien o doscientos años sigue siéndolo hoy en día como palabra de Dios.
Todavía recuerdo la sorpresa de varios compañeros, en uno de los semestres finales, ante las acusaciones de una profesora, estupefacta, por las respuestas de sus exámenes: “Pero, chicos, algo que sí me sorprendió fue que muchos todavía piensan que la poesía no puede ser ficción. Que el que habla ahí es el poeta de carne y hueso”, dijo, con un ligero tono de burla. Seguramente muchos de los concurrentes siguen creyéndolo fervorosamente; alguno, incluso, como nuevo Pedro, negó con la cabeza tres veces un credo que en la vergüenza no supo defender.
Pero pongamos las cosas en perspectiva. Porque los culpables, si los hay, no son, desde luego, los estudiantes, sino todos aquellos que han formado a los estudiantes. Incluso nosotros, comentaristas ocasionales, hemos caído en el adoctrinamiento de leer en la poesía la vida del autor. De antemano pido disculpas si entre los aludidos, queridos lectores, uno se ha ofendido tal como yo me ofendí con Zaid. Y es que, con temor a las generalizaciones, pero incapaz de evadirlas, yo acuso a la academia y a los lectores de fomentar una lectura parcial de la poesía y, lo que es peor, no enseñar a leer poesía.
Ciertamente, primero habría que aceptar que unir vida y poesía no requiere de un complejo proceso intelectual o sensitivo. Uno lee el poemario, a uno le gusta el poemario, uno va y descubre que tal o cual poeta tiene en su haber no sólo poesía, sino conferencias, ensayos, autobiografías, diarios y demás documentos íntimos; todos, fuentes privilegiadas donde se le pide —o a veces, donde lo hace por voluntad propia— explicar a nosotros, simples mortales, los entresijos de sus versos. Sorprenden las maromas intelectuales de algunos críticos que, con calzador, proponen una lectura a través de fuentes de este tipo, porque a veces, si no tenemos suerte, encontramos un conjunto inconexo, contradictorio e inverosímil de relaciones que —digámoslo de una vez— no existen.
“Pero, hijo, eso ya no se hace en la academia. Eso es como del siglo XIX”, alguno estará pensado. Lo triste es, sin embargo, que la evidencia señala lo contrario. No hace mucho, en algún curso del posgrado, una lectura fundamental de poetas como Lorca, Cernuda y Gil de Biedma no era sólo de sus versos, sino también documentos de índole autobiográfica donde el mismo poeta nos hacía el favor de iluminarnos sobre lo que quiso decir. Esto, visto así, llevaría a una conclusión lógica: ¿cuál es el trabajo de los críticos y la academia si la lectura correcta de una obra nos es dada por el autor mismo? ¿Somos comentaristas del comentario o simples difusores de una verdad oculta?
La realidad es que he oído a críticos e investigadores brillantes decir, públicamente, que la poesía es el más autobiográfico de los géneros, que es ineludible la vida del yo que se expresa en sus versos. Pero también lo ineludible es que esta discusión ya se ha hecho, y no por un crítico, sino por poetas. Lo sorprendente, si acaso, son los oídos sordos de los críticos de poesía. Jaime Gil de Biedma, a quien he aludido anteriormente, siguiendo las reflexiones de T.S. Eliot, menciona lo siguiente cuando discute si la poesía es o no un acto comunicativo:
“el inconveniente de toda concepción de la poesía como transmisión reside en olvidar que la voz que habla en un poema no es casi nunca la voz de nadie real en particular, puesto que el poeta trabaja la mayor parte de las veces sobre experiencias y emociones posibles, y las suyas propias sólo entran en el poema —tras un proceso de abstracción más o menos acabado— en tanto que contempladas, no en tanto que vividas”[2].
El poeta español, concluye, que la poesía no es comunicación, sino representación de las múltiples posibilidades de una experiencia.
Y es que todos hemos caído en la trampa, cuando así lo sentimos, de expresar nuestra vida en un texto; de recurrir al más primigenio sentido catártico de la literatura. Pero no todos llamaríamos poesía a nuestros ejercicios, aun si están escritos en verso. Esta práctica curiosamente documentada en muchas novelas decimonónicas era vista como una simple etapa que todo estudiante, en plena educación sentimental, debía afrontar y —por supuesto— superar.
Yo no sé si los poetas están tan conformes con esta idea superflua de ver su vida en su obra. Y como no tengo a ningún poeta en frente para preguntarle, recurro, irónicamente, a ese viejo oráculo que son las cartas de un poeta. En una epístola de García Lorca a Jorge Guillén, fechada en enero de 1927, declaraba lo siguiente: “Me va molestando un poco mi mito de gitanería. Confunden mi vida y mi carácter. No quiero de ninguna manera. Los gitanos son un tema. Y nada más. Yo podía ser lo mismo poeta de agujas de coser o de paisajes hidráulicos […] No quiero que me encasillen. Siento que me van echando cadenas”[3]. Una reacción bastante sensata ante la insensatez de leer exclusivamente la poesía de Lorca a través de su vida, de su homosexualidad, de sus ideas sobre el duende, la muerte, el teatro y, claro está, los gitanos.
Uno le echa cadenas —¡y cómo no!— a un poeta cuando limitamos su obra a la biografía. Parece que todo se reduce, se empequeñece y se relativiza a las trivialidades cotidianas, a los dramas individuales y a las pasiones de un día cualquiera. Pero no se me mal entienda; uno puede leer poesía como se le dé la gana. Uno es libre de ver lo que quiera en los versos de Lorca, de Biedma y de cualquier otro autor. Lo que aquí defiendo no es, de ningún modo, la lectura correcta. Lo que aquí defiendo es la incapacidad de la crítica de poesía por mirar más allá de sus ombligos o del ombligo del poeta. Porque seguramente —y me arriesgo al decirlo— más de un escritor, como el mismo García Lorca, alzaría la ceja si vamos y le decimos que tal o cual poema expresa la crisis que vivió ante una situación en particular.
Se engañan, igualmente, quienes pretenden salvar algunos casos, señalar algunas excepciones. “Es que tú no puedes explicarte la poesía de Baudelaire sin conocer su vida, sus andanzas por los arrabales de París y su perfil de bohemio”. No, lo que tú no puedes hacer es ir por la vida creyéndote que todo en Baudelaire es cierto. Porque Baudelaire es uno de los precursores y cúspides en la configuración de una postura, de una imagen de autor.
Eso que uno, inocentemente, piensa que es la vida de un autor, en muchos casos, no es sino una postura consciente que el artista asumió ante la opinión pública. “Pero qué estás entendiendo por postura, porque yo te aseguro que la vida de Baudelaire fue así” alguno ya habrá pensado. Para Jérôme Meizoz la postura es “la manera singular de ocupar una «posición» en el campo literario […] La postura constituye la «identidad literaria» construida por el autor mismo y, en la mayoría de los casos, retomada por los medios, quienes la ponen a disposición del público”[4]. Es decir, un constructo social que el artista proyecta en un determinado campo en donde pone sus obras a circular. De tal forma que convendría cuestionarse hasta qué punto lo que nosotros pensamos que es la verdad sobre la vida de un autor, no es más que una imagen asumida, difundida y defendida por todos nosotros. Porque recordemos que las verdades no existen en estos tiempos que corren y todo culmina en la subjetividad de quien está mirando.
Me gustaría regresar a Zaid y decirle que no, que ya aprendimos a leer poesía; que quienes decidimos la vida a esto hemos aprendido de nuestros errores y reconocemos, sin la soberbia que nos caracteriza, las trampas de la lectura autobiográfica. Lamentablemente, más de uno demostrará lo contrario; más de un colega, un amigo o un simple lector estará pensando con sorna lo equivocado que estoy al defender —y con suerte, enterrar— esta forma de leer poesía. En fin, uno nunca termina por darle gusto a todos.
Tecámac, mayo de 2021
Bibliografía citada
García Lorca, F. (1954). Obras completas, II. Aguilar.
Gil de Biedma, J. (2010). Obras. Poesía y prosa. Ed. de Nicanor Vélez, Introd. de James Valender, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores.
Meizoz, J. (2015). Posturas literarias. Puestas en escena modernas del autor. Trad. Juan Zapata. Universidad de los Andes.
Zaid, G. (1976). Leer poesía. Joaquín Mortiz.
[1] Zaid, G. (1976). Leer poesía. Joaquín Mortiz, pp. 12-13.
[2] Gil de Biedma, J. (2010). Obras. Poesía y prosa. Ed. de Nicanor Vélez, Introd. de James Valender, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, p. 506.
[3] García Lorca, F. (1954). Obras completas, II. Aguilar, p. 1155.
[4] Meizoz, J. (2015). Posturas literarias. Puestas en escena modernas del autor. Trad. Juan Zapata. Universidad de los Andes, p. 12.

Armando Gutiérrez Victoria (Ciudad de México, 1995). Investigador, ensayista y narrador. Actualmente estudia el Doctorado en Literatura Hispánica en El Colegio de México. Editor del libro Cien años de cultura y letras en Excélsior (UNAM) y prologuista de la reedición española de El éxodo y las flores del camino de Amado Nervo (Ediciones Evohé). Ha colaborado en distintos seminarios de investigación en la UNAM y en distintas revistas como De raíz diversa, Plástico, Didasko, etc.